El Combate Espiritual

El Combate EspiritualLorenzo Scúpoli

«El Combate Espiritual» es una obra clásica de la literatura espiritual cristiana escrita por el sacerdote italiano Lorenzo Scúpoli. Nacido en Otranto alrededor del año 1530, Scúpoli fue un miembro de la Congregación de los Clérigos Regulares Teatinos y falleció en Nápoles el 28 de noviembre de 1610.

El libro es altamente estimado por su profundidad y guía práctica en la vida espiritual. Se centra en la lucha personal contra las tentaciones y los vicios, proponiendo un camino hacia la perfección cristiana a través de la práctica de las virtudes y la dependencia de la gracia divina. Scúpoli utiliza un enfoque directo y accesible, lo que ha hecho que su libro sea una herramienta valiosa para aquellos interesados en profundizar en su vida espiritual.

San Francisco de Sales, un doctor de la Iglesia, fue un prominente admirador de «El Combate Espiritual». Durante más de 19 años, llevó consigo una copia del libro, lo leyó frecuentemente y lo recomendó ampliamente. San Francisco de Sales valoraba tanto este libro que incluso lo prefería sobre «La Imitación de Cristo», otro clásico de la espiritualidad cristiana. Según él, las enseñanzas de Scúpoli fueron fundamentales en su formación espiritual y lo ayudaron a guiar su vida interior desde su juventud.

El libro ha sido elogiado no solo por su contenido espiritual sino también por su estructura clara y su enfoque práctico, lo que facilita su lectura y comprensión. A lo largo de los años, «El Combate Espiritual» ha sido recomendado en diversas cartas y escritos de San Francisco de Sales, donde subraya su utilidad y beneficio espiritual.

«El Combate Espiritual» de Lorenzo Scúpoli es una obra esencial para aquellos que buscan profundizar en su comprensión de la lucha espiritual y avanzar hacia la santidad, ofreciendo consejos prácticos y una guía sólida para vivir una vida de virtud y gracia.


El Combate Espiritual de Lorenzo Scúpoli

CAPITULO 1

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [1 – 6]

«NINGÚN ATLETA RECIBE LA MEDALLA DE CAMPEÓN, SI NO HA COMPETIDO SEGÚN EL REGLAMENTO»

(2Tm 2, 5)

EN QUÉ CONSISTE LA PERFECCIÓN CRISTIANA, Y QUE PARA CONSEGUIRLA ES NECESARIO LUCHAR Y ESFORZARSE, Y DE CUATRO COSAS QUE SON NECESARIAS PARA ESTE COMBATE.

Si deseas, oh alma muy amada por Jesucristo, llegar al más alto grado de santidad y perfección cristiana, y vivir en perpetua amistad con Dios Nuestro Señor, la cual es la más alta y gloriosa empresa que puede emprenderse e imaginarse, lo que primero debes saber es: en qué consiste la perfección cristiana, la verdadera vida espiritual.

Muchas personas se han equivocado y han creído que la perfección cristiana y la santidad consisten en otras cosas que en realidad no lo son. Así por ejemplo hay quienes se imaginan que para llegar a la perfección o santidad basta con dedicarse a muchos ayunos y grandes penitencias. Otras personas especialmente mujeres, creen que lo importante es dedicarse a muchas oraciones, a oír misas, a visitar templos y a leer devocionales.

No faltan personas pertenecientes a las comunidades religiosas que se imaginan que para llegar a la santidad basta con cumplir exactamente los reglamentos de su comunidad y asistir a todas las reuniones y actos religiosos de su congregación.

No hay duda que todos estos son medios poderosos para adquirir la verdadera perfección y una gran santidad, si se emplean con prudencia y ayudan mucho a adquirir fortaleza contra las propias pasiones y la fragilidad de nuestra naturaleza, sirven para defenderse de los asaltos y tentaciones de los enemigos de nuestra salvación; además son muy eficaces para obtener de la misericordia divina los auxilios celestiales que necesitamos para progresar en la virtud. Son útiles y necesarios, y más para los principiantes.

MEDIOS PARA SANTIFICARSE

El Espíritu Santo va iluminando a las personas espirituales los medios para llegar a la santidad. Les enseña a cumplir aquello que decía san Pablo: «Castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que enseñando a otros el camino de la santidad, yo me quede sin llegar a conseguirla» (cf. 1Co 9, 27). Esto sirve para castigarle al cuerpo las rebeldías que en lo pasado ha tenido contra el espíritu, y para dominarlo y tenerlo obediente a las leyes del Creador.

4 El Divino Espíritu inspira también a muchas almas el dedicarse a vivir como deseaba san Pablo: «Como ciudadanos del cielo» (Flp 3, 20) y por eso les invita a dedicarse a la oración, a la meditación, y a pensar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, y no por curiosidad, ni por conseguir gozos sensibles, sino para lograr apreciar mejor cuán grande es la bondad y la misericordia de Nuestro Señor, y cuán espantosa es nuestra ingratitud y nuestra maldad.

A las almas que desean llegar a la santidad, el Divino Espíritu les recuerda frecuentemente aquellas palabras de Jesús: «Si alguien quiere venir conmigo, niéguese a sí mismo, acepte su cruz de sufrimientos de cada día, y sígame» (Mt 16, 24). Y les invita a seguir a Cristo imitando sus santos ejemplos, venciéndose así mismo, y aceptando con paciencia las adversidades. Para esto les será de enorme utilidad el frecuentar los sacramentos, especialmente el de la penitencia y el de la Eucaristía. Éstos les permitirán conseguir nuevo vigor y adquirir fuerzas y energías para luchar contra los enemigos de la santidad.

EL PELIGRO DE LAS ALMAS IMPERFECTAS

Existen almas imprudentes que consideran como lo más importante para adquirir la perfección y la santidad, el dedicarse a obras exteriores.

Algo dañoso y perjudicial. Para muchas almas el dedicarse totalmente a obras exteriores les hace más daño que bien para su espíritu, no porque esas obras no sean buenas y recomendables, sino porque se dedican de manera tan total a ellas que se olvidan de lo esencial y más necesario que es reformar sus pensamientos, sus sentimientos y actitudes, no dejar que sus malas inclinaciones se desborden libremente; éstas les exponen a muchas trampas y tentaciones de los enemigos del alma. (En este caso sí que se podría repetir la frase que san Bernardo le escribió a su antiguo discípulo Eugenio, que era Sumo Pontífice en ese entonces: «Malditas ocupaciones» las que te pueden apartar de la vida espiritual y la santificación de tu alma).

Una trampa. Los enemigos de nuestra salvación, viendo que la cantidad de ocupaciones que nos atraen y nos apartan del verdadero camino que lleva a la santidad, no sólo nos animan a seguirlas practicando, sino que nos llenan !a imaginación de quiméricas y falsas ideas, tratando de convencernos de que por dedicarnos a muchas acciones exteriores ya con eso nos estamos ganando un maravilloso paraíso eterno (olvidando lo que decía un santo: «Ojalá se convencieran los que andan tan ocupados y preocupados por tantas obras exteriores, que mucho más ganarían para su propia santidad y para el bien de los demás, si se dedicaran un poco más a lo que es espiritual y sobrenatural; de lo contrario todo será lograr poco, o nada, o menos que nada, pues sin vida espiritual se puede hasta llegar a hacer más daño que bien»).

Otro Engaño. Existe otra trampa contra nuestra vida espiritual, es que durante la oración se nos llene la cabeza de pensamientos grandiosos y hasta curiosos, agradables acerca de futuros apostolados y trabajos por las almas, y en vez de dedicar ese tiempo precioso a amar a Dios, a adorarlo, a pensar en sus perfecciones, a darle gracias y a pedirle perdón por nuestros pecados, nos dediquemos a volar como varias mariposas por un montón de temas que no son oración, y aun como moscardones a volar con la imaginación, por los basureros de este mundo.

SEÑAL QUE DEMUESTRA EL GRADO DE PERFECCIÓN

Aunque la persona se dedique a muchas obras externas y pase tiempos en fantasías e imaginaciones, la señal para saber a qué grado de perfección ha llegado su espiritualidad es averiguar qué cambio y qué transformación han tenido su vida, su conducta, y sus costumbres. Porque si a pesar de tantas obras y proyectos siguen deseando siempre que les prefieran a los demás, se muestran llenas de caprichos y rebeldes, obstinadas en su propio parecer sin querer aceptar el parecer de los otros, sin preocuparse por aceptar el parecer de los otros, y sin preocuparse por observar sus propias miserias y debilidades se dedican a observar con ojos muy abiertos las faltas y miserias ajenas (repitiendo lo que tanto criticaba Jesús: «se fijan en la basurita que hay en los ojos de los demás y no en la viga que llevan en sus propios ojos»). Esto es señal de que el grado de su santidad es muy bajo todavía. Y si cuando alguien se atreve a herirles algo en su propia estimación con críticas u observaciones o negaciones de especiales demostraciones de aprecio, estallan en ira e indignación. Y cuando se les dice que lo importante no es tanto el número de oraciones y devociones que tienen sino la calidad y el amor a Dios y al prójimo que hay en esas prácticas de piedad, se enojan; se turban y se llenan de inquietud y no aceptan esto de ninguna persona. Con ello están demostrando que su santidad es demasiado pequeña todavía. Y más si cuando Nuestro Señor, para llevarles a mayor perfección permite que les lleguen enfermedades, contrariedades, pruebas y persecuciones, entonces sí que manifiestan que su santidad es falsa porque estallan en quejas, protestas y no aceptan conformar su voluntad con la Santísima Voluntad de Dios.

UN PECADOR MUY DIFÍCIL DE CONVERTIR

La experiencia de cada día enseña que con más facilidad se convierte un pecador manifiesto, que otro que se oculta y se cubre con el manto de muchas obras externas de virtud. Porque a estas almas las deslumbra y las ciega de tal manera su orgullo que es necesaria una gracia extraordinaria del cielo para convertirlas y sacarlas de su engaño. Están siempre en un dañoso peligro de permanecer en su estado de tibieza y de postración espiritual porque tienen oscurecidos los ojos de su espíritu con un enorme amor propio y un deseo insaciable de que la gente les estime y les aprecie, al hacer sus obras exteriores, que de por sí son buenas, buscan es satisfacer su vanidad y se atribuyen muchos grados de perfección, en su presunción y orgullo, viven censurando y condenando a los demás.

6 No consiste la perfección, pues en dedicarse a muchas obras exteriores. Pues como dice san Pablo: «Aunque yo haga las obras más maravillosas del mundo, si no tengo amor a Dios y al prójimo, nada soy» (1Co 13).

¿CUÁL ES LA BASE, ENTONCES, PARA OBTENER LA PERFECCIÓN?

La base de la perfección y santidad consiste en cinco cosas:

1 a En conocer y meditar la grandeza y bondad infinita de Dios, nuestra debilidad e inclinación tan fuerte hacía el mal. Es la gracia que durante noches enteras pedía san Francisco de Asís en su oración, hasta que logró conseguirla: «Señor: conózcate a TI; conózcame a mí».

2 a Aceptar ser humillados, y sujetar nuestra voluntad no sólo a la Divina Majestad, sino a las persona que Dios ha puesto para que nos dirijan, aconsejen y gobiernen.

3 a En hacerlo y sufrirlo todo únicamente por amor a Dios y por la salvación de las almas; por conseguir la gloria de Dios y lograr agradarle siempre a Él. Así cumplimos el primer mandamiento que dice: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, y sobre todas las cosas».

4 a Cumplir lo que exige Jesús: Negarse a sí mismo, aceptar la cruz de sufrimientos que Dios permite que nos lleguen, seguir a Jesús imitando sus ejemplos; aceptar su yugo que es suave y ligero, y aprender de Él que es manso y humilde de corazón (cf. Mt 11, 22).

5 a Obedecer lo que conseja san Pablo: imitar el ejemplo de Jesús que no aprovechó su dignidad de Dios, sino que se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2).

CUOTA INICIAL GRANDE PARA UNA ADQUISICIÓN INMENSA

Alguien dirá: «Es que son demasiadas condiciones las que se piden». La razón es esta: lo que se va a obtener no es una perfección cualquiera, o de segunda clase sino la verdadera santidad. Por eso, porque lo que se aspira conseguir es de inmenso valor, las cuotas que se exigen son también altas. Pero no son imposibles. Aquí hay que repetir lo que decía Moisés en el Deuteronomio: «Los mandatos que se dan no están por encima de tus fuerzas, ni son algo extraño que tú puedas no practicar» (Dt 30).

COMBATE DURO, PERO PREMIO GRANDE

Estamos escribiendo para quienes no se contentan con llevar una vida mediocre, sino que aspiran a obtener la perfección espiritual y la santidad. Para esto es necesario combatir continuamente contra las inclinaciones malas que cada cual siente hacia el vicio y el pecado; dominar y mortificar los sentidos, tratar de arrancar de nuestra vida las malas costumbres que hemos adquirido, lo cual no es posible sin una dedicación infatigable y continua a la tarea de conseguir la perfección y la santidad, tener siempre un ánimo pronto, entusiasta y valiente para no dejar de luchar por tratar de ser mejores. Pero el premio que nos espera es muy grande, san Pablo dice: «Me espera una corona de gloria que me dará el Divino Juez, y no sólo a mí sino a todos los que hayan esperado con amor su manifestación» (cf. 2Tm 4, 8). «Pero nadie recibirá la corona sino ha combatido según el reglamento» (2Tm 2, 5).

ALGO QUE ES MUY AGRADABLE A DIOS

La guerra que tenemos que sostener para llegar a la santidad es la más difícil de todas las guerras, porque tenemos que luchar contra nosotros mismos, o como dice san Pedro: «Tenemos que luchar contra las malas inclinaciones de nuestro cuerpo que combaten contra el alma» (cf. 1P 2, 11). Pero precisamente porque el combate es más difícil y más prolongado, por eso mismo la victoria que se alcanza es mucho más agradable a Dios y más gloriosa para quien logra vencer; porque aquí se cumple lo que dice el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina una ciudad» (Pr 16, 32). Lograr dominar las propias pasiones, refrenar las malas inclinaciones, reprimir los malos deseos y malos movimientos que nos asaltan, es una obra que puede resultar ante Dios más agradable que si ejecutáramos obras brillantes que nos dieran fama y popularidad. Y por el contrario, pudiera suceder que aunque hiciéramos muchas obras externas admirables ante la gente, en cambio ante Dios no seamos agradables porque aceptamos en nuestro corazón seguir las malas inclinaciones de nuestra naturaleza y nos dejamos llevar y dominar por las pasiones desordenadas.

Por eso debemos tener cuidado no sea que nos contentemos con dedicarnos a hacer obras que ante los demás nos consiguen fama y prestigio, mientras tanto dejemos que los sentidos se vayan hacía el mal, la sensualidad nos domine y las malas costumbres se apoderen de nuestro modo de obrar. Sería una equivocación fatal.

Cuatro condiciones. Hemos visto en qué consiste la perfección espiritual o santidad y qué ventajas tiene. Ahora vamos a tratar de las cuatro condiciones que son necesarias para lograr adquirir dicha perfección, conseguir la palma de la victoria y quedar vencedores en la batalla por salvar el alma y conseguir alto puesto en el cielo. Estas cuatro condiciones son: Desconfianza de nosotros mismos, confianza en Dios, ejercitar las cualidades que se tienen y dedicarse a la oración. Las vamos a explicar en los capítulos siguientes.

No SE RECIBIRÁ LA CORONA DEL PREMIO SI NO SE COMBATE DE ACUERDO CON LAS REGLAS Y EL REGLAMENTO (2Tm 2, 25)

CAPITULO 2

LA DESCONFIANZA QUE SE HA DETENER EN Sí MISMO

La desconfianza en sí mismo es sumamente necesaria en el combate espiritual, que sin esta cualidad o condición, no solamente no podremos triunfar contra los enemigos de nuestra santidad, si no que ni siquiera lograremos vencer las más débiles de nuestras pasiones. Siempre se cumplirá lo que dijo la profetisa Ana en la Biblia: «No triunfa el ser humano por su propia fuerza» (cf. 1S 2, 9). Y lo que anunció el profeta: «mi pueblo dijo: ‘soy fuerte’. Puedo resistir solo al enemigo. Y fue entregado en poder de sus opresores».

Es necesario grabar profundamente en nuestra mente esta verdad, porque sucede desafortunadamente que aunque en verdad no somos sino nada y miseria, sin embargo tenemos una falsa estimación de nosotros mismos, creyendo sin ningún fundamento, que somos algo, que podemos algo, que vamos a ser capaces de vencer por nuestra cuenta y con las propias fuerzas.

Este error es funesto y trae fatales consecuencias y es efecto de un dañoso orgullo que desagrada mucho a los ojos de Dios. Y si lo aceptamos se cumplirá en cada uno lo que cuenta el salmista: «Yo creía muy tranquilo; no fracasaré jamás. Pero alejaste oh Dios tu ayuda de mi lado, y caí en derrota y opresión» (Sal 30).

Tenemos que convencernos que no hay virtud, ni cualidad, ni buen proceder en nosotros que no proceda de la bondad y misericordia de Dios, porque nosotros mismos como dice san Pablo, ni siquiera podemos decir por propia cuenta que Jesús es Dios. «Toda nuestra capacidad viene de Dios. Pues Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar» (Flp 2, 13). Por nuestras solas fuerzas lo que somos capaces de producir es: maldad, imperfección y pecado.

La desconfianza es sí mismo es un regalo del cielo y Dios la concede en mayor grado a las almas que tiene destinadas a más alta dignidad, hasta que puedan repetir lo que decía aquella famosa mujer de la antigüedad, santa Ildegarda: «De lo único que puedo tener absoluta seguridad en cuanto a mí misma, es de mi pavorosa debilidad para pecar y de mi terrible inclinación hacia el mal».

Un camino: Dios lleva al alma hacía la desconfianza en sí misma permitiendo que le lleguen tentaciones casi insuperables, caídas humillantes, reacciones inesperadas, que aparezcan en su naturaleza unas inclinaciones inconfesables y dejándola por ciertos tiempos en una tan oscura noche del alma que hasta para decir un Padrenuestro siente fatiga y desgano. De manera que se llegue a adquirir la convicción de la total impotencia e incapacidad para caminar hacía la perfección y la santidad, si el poder de Dios no viene a ayudar.

Los remedios. El principal remedio, de los cuatro que vamos a aconsejar es pensar y meditar hasta convencerse de que por las propias y solas fuerzas naturales no somos capaces de dedicarnos a obrar el bien y a evitar el mal, ni de comportarnos de tal manera que merezcamos entrar al Reino de los cielos. En nuestra memoria deben estar siempre aquellas palabras de Jesús: «Sin mí, nada podéis hacer».

El segundo remedio es pedir con fervor y humildad, muy frecuentemente a Dios la gracia de confiar en Él y desconfiar de nosotros mismos. Porque esto es un regalo del cielo y para conseguirlo es necesario ante todo reconocer de que no poseemos la desconfianza necesaria, luego convencernos de que la desconfianza en nosotros mismos no la vamos a conseguir por nuestra propia cuenta sino que es necesario postrarse humildemente en la presencia del Señor y suplicarle por infinita bondad que se digne concedérnosla. Y podemos estar seguros que si perseveramos pidiéndosela, al fin nos la concederá.

Hay un tercer remedio para adquirir la desconfianza en sí mismo (respecto al lograr conseguir por nuestra propia cuenta la santidad) y consiste en acostumbrarse poco a poco a no fiarse de las propias fuerzas para lograr mantener el alma sin pecado, y a sentir verdadero temor acerca de las trampas que nos van a presentar nuestras malas inclinaciones que tienden siempre hacía el pecado; a recordar que son innumerables los enemigos que se oponen a que consigamos la perfección, los cuales son incomparablemente más astutos y fuertes que nosotros y aun logran hacer lo que ya temía san Pablo: «Se transforman en ángeles de luz, para engañarnos» (1Co 11, 14) y con apariencia de que nos están guiando hacía el cielo nos ponen trampas contra nuestra salvación. Con el salmista podemos repetir: «¡Cuántos son los enemigos de mi alma, Señor! Y la odian con odio cruel». Y no nos queda sino repetirle la súplica del Salmo 12: «Señor: ¿Hasta cuándo van a triunfar los enemigos de mi alma? Que no pueda decir mi enemigo: le he vencido: «Qué no se alegren mis adversarios de mi fracaso».

El cuarto remedio consiste en que cuando caemos en alguna falta, reflexionemos acerca de cuán grande es nuestra debilidad e inclinación al mal, y pensemos que probablemente Dios permite las culpas y caídas para iluminarnos mejor acerca de la impresionante incapacidad que tenemos para conseguir por la propia cuenta la santificación y aprendamos así a ser humildes y reconocer las limitaciones y aceptar ser menospreciados por los demás.

CONDICIÓN SIN LA CUAL NO

Si no aceptamos que nos desprecien y nos humillen, no conseguiremos jamás la desconfianza en nosotros mismos, porque ésta se basa en la verdadera humildad la cual nunca se consigue sin recibir humillaciones y se basa también en un reconocimiento sincero de que por nosotros mismos no merecemos sino desprecio y humillación.

No aguardar para cuando sea demasiado tarde. Es mejor ir aceptando las pequeñas humillaciones que nos van llegando a causa de las debilidades y miserias cada día, y que no nos suceda como a las personas muy orgullosas y creídas que solamente abren los ojos para reconocer su debilidad y malas inclinaciones cuando les suceden grandes y vergonzosas caídas. Les sucede lo que decía san Agustín: «Temo que vas a caer en faltas que te humillarán mucho, porque noto que tienes demasiado orgullo».

Cuando Dios ve que los remedios más fáciles y suaves no producen efecto para hacer que una persona reconozca su incapacidad para resistir con sus solas fuerzas contra los ataques del mal y conseguir su santificación, permite entonces, que le sucedan caídas en pecado, las cuales serán más o menos frecuentes y más o menos graves, según sea el grado de orgullo y presunción que esa alma tenga. Y si hubiera una persona tan exenta y libre de esa vana confianza en sus propias fuerzas, como por ejemplo la Santísima Virgen María, lo más seguro es que no caería jamás en falta alguna.

Buena consecuencia. De todo esto debes sacar la siguiente conclusión: que cada vez que caigas en alguna falta reconozcas humildemente que por tu propia cuenta sin la ayuda de Dios, no eres capaz ni siquiera de fabricar un buen pensamiento o de resistir a una sola tentación y le pidas al Señor que te conceda su luz e iluminación para convencerte de tu propia nada y de la necesidad absoluta e indispensable que tienes de la ayuda divina; y te propongas no presumir ni pensar vanamente que por tu propia cuenta vas a conseguir la santidad o la virtud. Porque si te crees lo que no eres y te imaginas que podrás lo que no puedes, seguramente seguirás cayendo en las mismas faltas de antes y quizás hasta las cometas aún peores.

CAPITULO 3

LA CONFIANZA EN DIOS

Aunque la desconfianza en nosotros mismos es tan importante y tan necesaria en este combate, sin embargo si lo único que tenemos es esa desconfianza, seguramente vamos a ser desarmados y derrotados por los enemigos espirituales.

Es absolutamente necesario que tengamos una gran confianza en Dios, que es el autor de todo lo bueno que nos sucede y del único del cual podemos esperar las victorias en el campo espiritual. Porque así como por nosotros mismos lo que vamos a conseguir serán frecuentes faltas y peligrosas caídas lo cual nos debe llevar a vivir siempre desconfiando en nuestras solas fuerzas así también podemos estar seguros que de la ayuda de Dios y de su gran bondad podemos esperar victoria contra los enemigos de nuestra salvación, progreso en la virtud y crecimiento en perfección, si desconfiando de la propia debilidad y de las malas inclinaciones que tenemos y confiando grandemente en el poder divino y en el deseo que Nuestro Señor tiene de ayudarnos, le rogamos con todo el corazón que venga a socorrernos.

LOS MEDIOS PARA CONSEGUIR LA CONFIANZA EN DIOS

Cuatro son los medios para lograr progresar en la confianza en Dios.

El primero: pedirla muchas veces y con humildad, en nuestra oración. Jesús prometió: «Todo el que pide recibe. Mi Padre dará el buen espíritu a quien se lo pida» (Lc 11, 11).

El segundo medio es: pensar en el gran poder de Dios y en su infinita bondad, que lo mueve a conceder siempre mucho más de lo que se le suplica. Recordar lo que el ángel le dijo a la Virgen María: «ninguna cosa es imposible para Dios» (Lc 1, 38).

Es muy provechoso pensar de vez en cuando que Dios por su inmensa bondad y por el exceso de amor con que nos ama, está siempre dispuesto y pronto a darnos cada hora y cada día todo lo que necesitemos para la vida espiritual y para conseguir la victoria contra el egoísmo y las malas inclinaciones, si le pedimos con filial confianza. El Salmo 145 dice: «Dios satisface los buenos deseos de sus fieles».

ALGO QUE CONVIENE RECORDAR

Para aumentar la confianza en Nuestro Señor, pensemos que por 33 años ha vivido en esta tierra en medio de sacrificios y sufrimientos, para lograr salvar nuestra alma. Recordemos que cada uno de nosotros somos la oveja extraviada que por sus imprudencias se alejó del rebañe del Señor, y Él nos ha venido llamando noche y día para que volvamos a ser del grupo de los que lo van a acompañar en el cielo para siempre. Sudor, sangre y lágrimas ha tenido que derramar para obtener que volvamos a ser del número de sus ovejas fieles. Sí por una oveja que se extravió se arriesgó a ir tan lejos a buscarla, ¿cuánto más nos ayudará a quienes lo buscamos y clamamos e imploramos su ayuda? Cuando escucha que la oveja brama desde el precipicio donde ha caído, temerosa de los aullidos de los lobos que ya se escuchan a lo lejos, el buen Pastor corre a protegerla y defenderla. Y no la humilla, ni la golpea, ni le echa en cara su imprudencia, sino que cariñosamente la lleva sobre sus hombros hasta donde está el grupo de las ovejas que han permanecido fieles. Consideremos que nuestra alma está representada en esa pobre oveja, a la cual Jesús se interesa inmensamente por salvarla de los peligros del mundo, del demonio y de la carne, trata cada día de llevarla a la santidad.

La moneda perdida. Narraba Jesús el caso de aquella mujer a la cual se le perdió una moneda de plata, lo que equivalía al mercado de un día para la familia y ella se dedica a barrer la casa y a sacudir esteras y muebles hasta que logra encontrarla, muy contenta invita a las vecinas a que la feliciten por la gran alegría que siente al haber recuperado la moneda perdida. Y Jesús en ese hermoso capítulo 15 del Evangelio de san Lucas en el cual narra estas parábolas, nos habla de que en el cielo, Dios y sus ángeles sienten gran alegría por un alma que estaba ya pérdida y que vuelve a recuperarse para el Reino de Dios. También Dios siente la alegría de encontrar lo que se ha perdido. Y cada uno de nosotros puede proporcionarle esa alegría al retornar otra vez en nuestra vida de pecado a la vida de gracia y santidad. Y el más interesado en que esto suceda es nuestro Divino Salvador.

Estoy a la puerta y llamo. En el Libro del Apocalipsis dice Jesús: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien me abre la puerta de su alma, entraré y cenaremos juntos» (Ap 3, 21). Con esto demuestra Nuestro Señor el gran deseo que Él tiene de vivir en nuestra alma, dialogar con nosotros y regalarnos sus dones y gracias. Y si viene con tan buena voluntad, ¿no nos concederá los favores que deseamos?

El tercer remedio para conseguir una gran confianza en Dios es repasar de vez en cuando lo que dice la Sagrada Escritura acerca de lo importante que es confiar en Nuestro Señor. Por ejemplo el Salmo 2 dice: «Dichosos serán los que confían en Dios». Y el Salmo 19 afirma: «Unos confían en sus bienes de fortuna. Otros en sus armas defensivas. Nosotros en cambio confiamos en Dios e imploramos su ayuda, mientras los otros caen derribados, nosotros logramos permanecer en pie». Y el salmista añade después: «Señor: porque confío en Tí, por eso no seré confundido eternamente» (Sal 24). Los que confían en Dios no serán rechazados por Él (cf. Sal 33). Quien confía en Dios verá que Él actuará en su favor. Soy viejo y nunca he visto que alguien haya confiado en Dios y haya

14 fracasado (cf. Sal 36). Quienes confían en el Señor son como el Monte Sión, no serán conmovidos ni derribados por los ataques ni las contrariedades (cf. Sal 124). Quien confía en Dios será bendecido, prosperará y será feliz (cf. Pr 28).

77 veces dice la Sagrada Escritura que para quien pone su confianza en Dios vendrán bendiciones, felicidad, paz, progreso y bendición. Si lo dice 77 veces es que esto es demasiado importante para que se nos vaya a olvidar.

Por eso el profeta exclamó: «¿Sabes a quiénes prefiere el Señor? A los que confían en su misericordia». Jamás alguna persona ha confiado en Dios y ha sido abandonada por Él (cf. Ecl 2, 11).

El cuarto y último remedio para que logremos al mismo tiempo adquirir desconfianza en nuestras solas fuerzas y gran confianza en Dios, es que cuando nos proponemos hacer alguna obra buena o conseguir alguna virtud o cualidad fijemos nuestra atención primero en la propia miseria, debilidad y luego en el enorme poder de Dios y en el deseo

infinito que tiene de ayudarnos y así equilibráremos el temor que nos viene de nuestra incapacidad y de la inclinación hacía el mal, con la seguridad que nos inspira la ayuda poderosísima que el buen Dios nos quiere enviar, y nos determinaremos a obrar y combatir valientemente. «Yo, más mis fuerzas y capacidades, igual: nada. Pero yo, mis fuerzas, mis capacidades, más la ayuda de Dios, igual: éxitos incontables. «No es que nosotros mismos podamos nada, dice san Pablo: toda nuestra suficiencia viene de Dios». La autosuficiencia orgullosa lleva al fracaso. La humilde confianza en Nuestro Señor consigue éxitos formidables.

Las tres fuerzas: con la desconfianza en nosotros mismos y la confianza en Dios, unidas a una constante oración seremos capaces de hacer obras grandes y de conseguir victorias maravillosas. Hagamos el ensayo y veremos efectos inesperados.

Pero si no desconfiamos en nuestra miseria y no ponemos toda la confianza en la ayuda de Dios, y si descuidamos la oración, terminaremos en tristes derrotas espirituales. Cuanto más confiemos en Dios, más favores suyos recibiremos. Recordemos siempre lo que el Señor le dijo a una gran santa: «No olvides que Yo tengo poder y bondad para darte mucho más de lo que tú puedes atreverte a pedir o a desear». Es lo que san Pablo había enseñado ya hace tantos siglos (Ef 3, 20).

SEÑOR: DICHOSOS LOS QUE CONFÍAN EN TI (SAL 83)

CAPITULO 4

CÓMO PODEMOS CONOCER SI OBRAMOS CON DESCONFIANZA EN NOSOTROS MISMOS Y CON CONFIANZA EN DIOS

Muchas veces las almas que creen ser lo que no son, se imaginan que ya consiguieron la desconfianza en sí mismas y la suficiente confianza en Dios, pero es un error y un engaño que no se conoce bien sino cuando se cae en algún pecado, pues entonces el alma se inquieta, se desanima, se aflige y pierde la esperanza de poder progresar en la virtud; y todo esto es señal de que no puso su confianza en Dios sino en sí misma, si su desesperación y su tristeza son muy grandes, esto es un argumento claro de que confiaba mucho en sí y poco en Dios.

Diferencia: quien desconfía mucho de sí mismo, de su debilidad e inclinación al mal y pone toda su confianza en Dios, cuando comete alguna falta no se desanima, ni se inquieta demasiado, ni se desespera, porque conoce que sus faltas son un efecto natural de su debilidad y del poco cuidado que ha tenido en aumentar su confianza en Dios; antes bien, con esta amarga experiencia aprende a desconfiar más de sus propias fuerzas y a confiar con mayor humildad en la bondad de Nuestro Señor, aborreciendo con toda su alma las faltas cometidas y las pasiones desordenadas que llevan a cometer esos errores; pero su dolor y arrepentimiento son suaves, pacíficos, humildes, llenos de confianza en que la misericordia divina le tendrá compasión y le perdonará; vuelve otra vez a sus prácticas de piedad y se propone enfrentarse a los enemigos de su salvación con mayor ánimo, más fuerza y sacrifico que antes.

Una causa engañosa: en esto es importante que piensen y consideren algunas personas espirituales que cuando caen en alguna falta se afligen y se desaniman con exceso, muchas veces, quieren más librarse de la inquietud y pena que su pecado les proporciona, que por recuperar otra vez la plena amistad con Dios; y si buscan rápidamente al confesor no es tanto por tener contento a Nuestro Señor, sino por recuperar la paz y tranquilidad de su espíritu (por eso cierto confesor a una religiosa que le decía que había gritado esa tarde a su superiora, le dijo: «Por hoy no se confiese todavía. Aguarde a que pasen tres días y cuando le haya pedido excusas a su superiora venga a pedir perdón por medio de su confesor». Así evita aquel sacerdote que esa alma buscará sólo obtener su propia paz y tranquilidad, en vez de buscar primero hacer la paz y amistad con Dios y con la persona ofendida).

Preguntas muy importantes: cada cual debe preguntarse de vez en cuando: ¿cuál es la causa de la tristeza que siento por haber pecado? ¿El haber disgustado al buen Dios? ¿El haber hecho daño a los demás? ¿El haber afeado horriblemente mi alma que está siendo observada por Dios y sus ángeles? ¿El haber perdido un grado de brillo y de gloria para la eternidad? ¿El haberme acarreado un castigo más para el día en que el Justo Juez pague a cada uno según sus obras y según su conducta? ¿O simplemente lo que me entristece es que mi amor propio y mi orgullo quedaron heridos? ¿O que mi apariencia de santidad quedó disminuida? Importante preguntarse esto muchas veces.

CAPITULO 5

EL ERROR DE ALGUNAS PERSONAS QUE CONFUNDEN EL MIEDO Y EL PESIMISMO CON UNA CUALIDAD O VIRTUD

Hay un error muy común que consiste en creer que es virtud, buena cualidad el desanimarse, desalentarse, dejarse vencer por la tristeza y el pesimismo cuando se comete alguna falta. Pues en estos casos casi siempre sucede que la amargura que se siente por haber pecado no proviene mayormente del dolor de haber ofendido y disgustado a Dios, sino que el orgullo ha quedado herido al constatarse la propia miseria y debilidad, la confianza que se tenía en las propias fuerzas y capacidades para resistir al mal, falló totalmente.

Peligro propio de gente orgullosa. Ordinariamente las almas presuntuosas que se creen más capaces de ser buenas de lo que en realidad son, no les dan la debida importancia a los peligros que les van a llegar y a las tentaciones que les pueden venir, luego al caer en alguna y reconocer por amarga experiencia cuán grande son su miseria y su debilidad, se maravillan y se afanan por su caída como si se tratara de cosa nueva y rara, porque ven derrumbado por el suelo el ídolo del amor propio y de la falsa confianza en sí mismas en lo cual imprudentemente habían puesto su esperanza, y demostrando que son almas que más ponían la confianza en sus propias fuerzas que en la ayuda de Dios, se dejan llevar por la tristeza, el desánimo y hasta pueden llegar a la desesperación.

ALGO QUE NO SUCEDE A LOS HUMILDES

Esto no sucede a las almas verdaderamente humildes que no ponen su confianza en las propias fuerzas o capacidades para resistir al mal, sino únicamente en la ayuda y en la bondad de Dios, porque cuando caen en alguna falta, aunque sienten gran dolor de haber ofendido al buen Dios, haber manchado su alma y haber hecho daño a los demás, no se maravillan, ni se inquietan, ni se desaniman, pues muy bien conocen que su caída es un efecto natural de su espantosa debilidad y de la impresionante inclinación que su naturaleza siente hacia el mal.

Estas almas repiten lo que decía aquella santa antigua: «Todo lo temo de mi malicia, de mi debilidad y de mi inclinación al mal. Todo lo espero de la bondad y de la misericordia de Dios». Cada día constatamos el combate entre la debilidad humana y la omnipotencia de Dios.

En verdad que se cumple lo que dicen los santos: «La humildad produce tranquilidad». De lo único propio de lo cual el humilde está seguro es de su debilidad. Pero se conserva alegre si al mismo tiempo vive seguro de que la bondad de Dios nunca lo abandonará. «Yo nunca te abandonaré», dice el Señor varias veces en la Sagrada Escritura.

18 Con razón un director espiritual le dijo a alguien que le pedía un consejo: «No eres más santo porque no eres más humilde».

Como los tres jóvenes en el horno (de los cuales nos habla el profeta Daniel), tenemos que decir: «Señor: hemos pecado. Por eso con toda justicia nos han llegado tantas humillaciones».

San Agustín cuando recordaba los terribles y tan numerosos pecados de su vida no se dedicaba a lamentarse o desanimarse sino a proclamar la maravillosa bondad de Dios que lo supo perdonar.

CAPITULO 6

AVISOS IMPORTANTES PARA ADQUIRIR LA DESCONFIANZA EN Sí MISMO Y LA CONFIANZA EN DIOS

Como gran parte de la fuerza que necesitamos para salir vencedores de los ataques de los enemigos de nuestra salvación depende de la desconfianza de nosotros mismos y de la confianza en Dios, vamos a recordar algunos avisos que son muy útiles para conseguir estas dos cualidades.

UNA CONDICIÓN SIN LA CUAL NADA SE OBTIENE

Primeramente hemos de tener en cuenta como verdad que no admite discusión ni duda, que aunque tengamos todos los talentos y cualidades, ya sean naturales, ya sea que se han adquirido por propio esfuerzo, aunque contemos con una inteligencia prodigiosa, aunque nos sepamos de memoria la Sagrada Escritura, hayamos servido al Señor por muchos años, estemos acostumbrados a servirle y a portarnos bien, siempre seremos absolutamente incapaces de obedecer debidamente al Creador y de cumplir a cabalidad nuestras obligaciones, si la fuerza poderosa de Dios con especial protección no fortifica nuestro corazón en cada ocasión que se nos presente de hacer el bien y evitar el mal, de hacer algunas obras buenas o de vencer alguna tentación, de salir de un peligro o de poder soportar la cruz de la tribulación.

Es necesario grabar profundamente esta verdad en nuestra memoria, no dejar pasar día sin meditarla, considerarla y por este medio iremos evitando el defecto que se llama presunción que consiste en creernos más capaces de ser buenos y dejar de ser malos, de lo que en verdad somos, y así evitaremos andar confiando temeraria e imprudentemente en nuestras propias fuerzas.

Algo fácil para Dios. En cuanto a la confianza en Dios recordemos lo que dice el Libro Santo: «A Dios le queda muy fácil darnos la victoria contra todos los enemigos de nuestra alma, ya sean pocos o ya sean muchos, ya sean fuertes o sean débiles, ya sean viejos y experimentados o jóvenes y exaltados» (1S 14, 6).

De este principio fundamental sacaremos la conclusión que aunque el alma se halle atacada por todos los pecados y vicios, llena de imperfecciones, malas costumbres y horrendas inclinaciones, aunque después de haber hecho todos los esfuerzos por reformar las costumbres no se nota ningún progreso en la virtud, se siente y reconoce en sí mismo una mayor inclinación hacía el mal y más facilidad para pecar, no por eso hay que perder el ánimo y la confianza en Dios, ni dejar de luchar, ni abandonar las prácticas de piedad, sino más bien dedicarse con mayor entusiasmo a tratar de hacer el bien y evitar el mal, porque en este combate espiritual no se declara vencido a quien no cesa de combatir y de confiar en Dios, el cual nunca deja de ayudar con sus auxilios y socorros a quienes quieren salir vencedores, aunque muchas veces permite que sean vencidos. Si se tiene la ayuda de Dios se pueden perder batallas, pero jamás se perderá la guerra.

CAPITULO 7

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [7 – 11]

CÓMO HACER BUEN USO DE LAS DOS POTENCIAS QUE HEMOS RECIBIDO: EL ENTENDIMIENTO Y LA VOLUNTAD

Si en el combate espiritual no tuviéramos sino dos armas: la confianza en Dios y la desconfianza en nosotros mismos, lo más probable sería que no podríamos vencer nuestras pasiones y caeríamos en muchísimas y graves faltas. Por eso es necesario añadir a estas dos cualidades otras dos muy importantes: hacer buen empleo de nuestro entendimiento y fortificar nuestra voluntad.

LOS DOS VICIOS QUE ATACAN EL ENTENDIMIENTO

Hay dos grandes vicios que pervierten, hacen mucho daño al entendimiento y son la ignorancia y la vana curiosidad. (Entendimiento es la facultad o aptitud o capacidad que tenemos de comparar, juzgar, razonar o sacar conclusiones).

El primer defecto: la ignorancia. Ésta consiste en no saber lo que deberíamos saber, lo que nos convendría saber. La ignorancia impide al entendimiento poseer y conocer la verdad, la cual es el objeto para el cual fue hecha la inteligencia. Es de primerísima necesidad que el alma que desea llegar a la perfección se esfuerce por ir adquiriendo cada día más y más conocimientos espirituales y tratar de conocer cada vez mejor lo que debe hacer para llegar a la perfección y para adquirir las virtudes, y lo que se debe evitar para lograr vencer las pasiones.

¿CÓMO SE ADQUIEREN LAS LUCES QUE AHUYENTAN LA IGNORANCIA?

Las tinieblas de la ignorancia se alejan con dos luces muy especiales. La primera de estas luces es la oración, el pedir frecuentemente al Espíritu Santo que nos ilumine lo que debemos hacer, decir y evitar. Jesús decía: «Mi Padre Celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden» (cf. Lc 11, 15). Y después añade: «El Espíritu Santo los guiará hacía la verdad plena y les recordará todo lo que Yo les he dicho» (Jn 16,13). El Espíritu Santo nos hablará muchas veces por medio de la Sagrada Escritura (si la leemos), especialmente de los Santos Evangelios. Nos hablará también por medio de la lectura de libros piadosos (si queremos apartar algunos ratos para dedicarnos a leer) y muchísimas veces por medio de los predicadores y de los superiores religiosos que Dios ha puesto para que nos guíen. Jesús dijo acerca de ellos: «El que los escucha, me escucha a Mí» (cf. Lc 10, 16). Por eso es tan importante sujetar nuestro juicio y parecer al de los superiores y guías espirituales.

De la intervención del Espíritu Santo depende en mucho el que se aleje nuestra ignorancia. Es necesario que nos dejemos programar por el Espíritu Santo. Hay que investigar qué será lo que el Divino Espíritu quiere de nosotros. No se puede hablar bien o pensar debidamente u obrar como en verdad lo desea Dios, sin la iluminación del Espíritu Santo. Por eso es necesario decirle muchas veces y todos los días «Ven Espíritu Santo». Él es la fuente inagotable de imaginación y de buenas ideas. Él nos da un modo nuevo de mirar y apreciar a las personas, al mundo, a la historia y a nosotros mismos. Él es el gran pedagogo o maestro que nos enseña cómo amar, cómo emplear bien nuestra libertad, el tiempo, los dones y cualidades que Dios nos dio y cómo conocer en cada caso qué será lo que más le agrada a Dios y qué es lo que a Nuestro Señor le desagrada.

La segunda luz para alejar la ignorancia es dedicarse continuamente a considerar, analizar las situaciones que se presentan y las cosas que queremos decir o hacer, para examinar si son buenas y nos convienen o son malas y nos pueden perjudicar, calificando lo que valen, no por las apariencias ni según la opinión del mundo, pues la Escritura dice: «Dios no se fija en lo que aparece al exterior sino en la santidad del corazón y en el valor interior» (1S 16, 7) y valorarlas según la idea que nos inspira el Espíritu Santo. Este modo de analizar y valorar las cosas y las situaciones, nos hará conocer con evidencia que lo que el mundo ama y busca con tanto ardor es ilusión y mentiras; que los honores y placeres de la tierra no son sino aflicción y humo que se lleva el viento, como dice el Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo vaciedad y aflicción de espíritu» (Ecl 1).

La luz del Espíritu Santo nos hará ver que las humillaciones, ofensas y desprecios que nos hacen son para nosotros ocasiones de conseguir verdadera gloria para el cielo; que es perdonar y hacer bien a los que nos han ofendido es señal de que también nosotros seremos perdonados por Dios y que no seremos castigados con todo el rigor que merecen nuestros pecados; que el ser buenos con todos, aun con los malos y desagradecidos es hacernos semejantes al buen Dios que hace llover sobre buenos y malos y hace brillar el sol hasta sobre los más ingratos.

El Espíritu Santo, si lo invocamos con fe nos irá convenciendo de que vale más renunciar a los placeres del mundo que vivir gozando de todo lo que se nos antoja. Que mucho más premio se gana obedeciendo humildemente que dando órdenes a muchos. Que el conocer y reconocer humildemente lo que somos es una ciencia que nos hace mayor provecho que todas las demás ciencias que nos pueden inflar de orgullo. Que el vencer, dominar los malos deseos y las malas inclinaciones y el llevarse la contraria en muchos pequeños deseos que no eran tan necesarios, nos puede conseguir una gran personalidad, y se cumplirá en nosotros lo que dijo el Libro Santo: «Quien se domina a sí mismo, vale más que quien domina a una ciudad» (Pr 16, 32).

CAPITULO 8

LAS CAUSAS QUE NOS IMPIDEN JUZGAR Y CALIFICAR DEBIDAMENTE LAS SITUACIONES Y LA REGLA QUE SE DEBE OBSERVAR PARA CONOCERLAS BIEN

Una causa muy importante por la cual no juzgamos ni calificamos debidamente las situaciones y las cosas, es porque tan pronto se nos presentan a nuestra imaginación inmediatamente nos dejamos llevar por la simpatía o la antipatía hacia ellas, la simpatía y la antipatía vuelven ciega la razón y desfiguran de tal suerte las personas, las situaciones y las cosas que nos parecen diferentes de los que realmente son.

Un remedio. Si queremos vernos libres de este grave peligro es necesario estar alerta para no opinar sin más ni más, precipitadamente, dejándonos llevar simplemente porque aquello nos agrada o nos desagrada.

Cuando a la mente se presenta una situación, una persona, un objeto, una acción, es necesario darse tiempo para juzgar y examinar despacio, sin apasionamiento, sin demasiada simpatía ni antipatía, antes que la voluntad se determine a amarle o aborrecerle, a aceptarle o rechazarle, a declarar que es agradable o desagradable. Si la voluntad, antes de analizar y conocer bien el objeto, se inclina a amarlo o aborrecerlo entonces ya el entendimiento no es libre para conocerlo como es verdaderamente en sí, porque la pasión se lo desfigura de tal manera que le obliga a formarse una falsa idea y entonces se inclina a amarle o aborrecerle con vehemencia y no logra guardar reglas ni medidas ni escucha lo que aconseja la razón.

Y dejándose llevar de la inclinación natural el entendimiento se oscurece cada vez más y representa a la voluntad el objeto o más odioso o más amable que antes, de tal modo que si la persona no se esfuerza por no dejarse llevar por prejuicios e inclinaciones, su entendimiento y su voluntad la van a hacer moverse en un círculo vicioso yendo de error en error, de abismo en abismo y de tinieblas en tinieblas. Por eso mientras estamos apasionados por algo es mejor abstenerse de dar juicio al respecto hasta que se calme la pasión.

Prudencia. Hay que cuidarse con gran cuidado para no tener afecto desordenado a las cosas antes de examinar o conocer lo que son realmente en sí mismas, con la luz de la razón, especialmente con la luz sobrenatural que envía el Espíritu Santo a quien le reza con fe, y tratar de obtener la luz de la prudencia que se consigue consultando a personas que sepan de ese asunto.

También en lo que es bueno. Notemos que esta prudencia para no dejarse llevar por la sola inclinación antes de juzgar, es necesario no sólo en lo que puede ser peligroso, sino también en lo que de por sí es bueno, porque en estas obras, como son dignas de admiración y aprecio, puede haber peligro de dejarse llevar más por el propio gusto que por la conveniencia. Pues basta que haya una circunstancia de tiempo, o de lugar que no sea conveniente para esas obras para que en ese momento no convenga hacerlas.

Por eso hay que saber consultar siempre a los que saben. No todo se puede decir en todas partes ni todo se puede hacer siempre, aunque sean cosas muy buenas, porque todo tiene su tiempo y su lugar, si no se sigue las reglas de la prudencia aun por dedicarse a obras muy buenas se pueden cometer muchos disparates. Por eso es tan necesario pedir mucho al Espíritu Santo el Don de Consejo por medio del cual sabemos cuándo, dónde y cómo debemos hacer y decir lo que tenemos que hacer y decir.

Petición diaria. Un santo decía que cada día debemos pedir al Espíritu Santo que nos conceda la virtud de la prudencia, que es la que nos enseña, cuándo, cómo y dónde, debemos decir y hacer cada cosa. ¿Pedimos en verdad de vez en cuando al Divino Espíritu que nos conceda la virtud de la prudencia? Si no la hemos pedido, a empezar desde hoy a pedirla.

CAPITULO 9

OTRO VICIO DEL CUAL DEBEMOS LIBRAR AL ENTENDIMIENTO PARA QUE PUEDA CONOCER Y JUZGAR BIEN LO QUE ES ÚTIL

El segundo vicio o defecto que puede hacer mucho daño a nuestro entendimiento es la vana curiosidad, el llenar nuestra mente de una cantidad de pensamientos y conocimientos inútiles que nos hacen más mal que bien.

Existen muchas cosas y muchos acontecimientos que por no saberlos no perdemos nada, pero que el estar averiguándolos nos llena de inútiles distracciones la mente. Deberíamos estar como muertos a los conocimientos que no son útiles para nuestra santidad y perfección espiritual. El antiguo refrán decía: «Por noticias curiosas y nuevas no te afanarás, que se volverán antiguas, y ya las conocerás».

Es necesario recoger nuestro entendimiento para no dejarlo desparramarse vanamente por un montón de noticias y conocimientos profanos y mundanos que sólo nos van a servir para dispersar la mente y no permitirnos tener recogimiento ni meditar con calma. En lo que no me sirve para mi santificación, ¿para qué vivir pensando?

LA MEJOR CIENCIA

Cada uno de nosotros deberá repetir con san Pablo: «No deseo sino conocer a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» (1Co 2, 2). Conocer su vida, su muerte, resurrección, ascensión y glorificación; entender sus mensajes, imitar sus buenos ejemplos, recordar lo mucho que ha hecho y sigue haciendo por sus seguidores, lo que pide y desea de cada uno de nosotros.

NUBES SIN AGUA

De las otras cosas, especialmente de las que no son necesarias para conseguir nuestra santificación y salvación que no nos van a servir para ser útiles a los demás y crecer en virtud, ¿para qué vivir queriendo saberlas y conocerlas? Cuántas cosas hay que con ignorarlas no se pierde nada y en cambio el saberlas llena de inquietud el corazón. En esto sí se cumple lo que en el siglo primero decía el sabio Séneca: «Cuánto más curiosamente me dediqué a conocer los detalles de la vida de los seres humanos, tanto menos buen ser humano me volví». A estos conocimientos llama san Judas Tadeo: «Nubes sin agua, árboles sin fruto, olas que sólo traen espumas» (Judas 12).

Cuando queramos saber algo preguntémonos: ¿esto sí será de provecho para mi santificación o para el bien que yo les pueda hacer a los demás? Si no lo es, el dedicarme a indagarlo y a querer saberlo puede ser dañosa curiosidad, o hasta trampa de los enemigos de mi salvación, que quieren llenar mi cerebro de cucarachas que no dejen conservarse bien allí el maná de la sabiduría celestial.

Si seguimos esta regla nos vamos a librar de muchas preocupaciones inútiles, porque el enemigo del alma cuando ve que no logra que cometamos faltas graves se propone al menos llenarnos de inquietudes para quitarnos la paz. Y así si no logra que dejemos de rezar, por lo menos se pro pone llenarnos de pensamientos e imaginaciones durante la oración, para que la atención no la pongamos en Dios, en su gloria, su poder y su bondad en las gracias y bendiciones que deseamos conseguir, sino en la multitud de proyectos fantásticos y en recuerdos de hechos que hemos llegado a saber. Y así logra que en vez de arrepentimos de nuestras maldades y de odiar el pecado y formar propósitos firmes de enmendar la propia vida, en vez de llenarnos de actos de amor a Dios y de deseos de perseverar en su santa amistad hasta la muerte, nos dediquemos a distraernos en pensamientos vaporosos que hasta nos puede llenar de orgullo y presunción creyendo que ya somos lo que hemos planeado ser y que ya no necesitamos director espiritual ni correcciones. Y nos trae la gran equivocación de convencernos de que ya somos buenos, solamente porque hemos planeado serlo. (Y de pensar serlo a llegar a serlo hay un abismo inmenso).

Mal incurable. Este mal es muy peligroso y casi incurable, porque cuando el pensamiento se llena de teorías nuevas, de ideas fantásticas y de planes descabellados, la persona llega a convencerse de que es mejor que los demás (solamente porque ha planeado serlo, sin que lo sea todavía ni remotamente). ¿Quién logrará desengañarle? ¿Cómo podrá reconocer su error? ¿Cómo logrará dejarse guiar por un prudente director espiritual si ya se imagina ser una autoridad en cuanto al espíritu? Es un ciego guiando a otro ciego; el orgullo ciego guiando al entendimiento enceguecido por la vanidad. Nosotros en cambio deberíamos repetir con el sabio antiguo: «En cuestiones de espíritu sólo sé que nada sé» aunque el orgullo nos quiera convencer que somos más sabios que Salomón.

CAPITULO 10

CÓMO EJERCITAR LA VOLUNTAD. Y EL FIN POR EL CUAL DEBEMOS HACER TODAS LAS COSAS

Ya hemos visto cómo evitar los defectos que pueden perjudicar el entendimiento, y ahora vamos a estudiar cómo evitar aquello que pueda hacer daño a la voluntad, para que así logremos llegar a tal grado de perfección que renunciando a las propias inclinaciones, lo que busquemos sea cumplir siempre la santa Voluntad de Dios.

Una condición. Hay que advertir que no basta con querer y buscar hacer siempre lo que Dios manda y desea, sino que también es necesario querer y hacer estas obras con el fin de agradar a Nuestro Señor.

Una trampa. Es necesario dominar las propias inclinaciones. Porque la naturaleza desde el pecado original es tan inclinada a darse gusto, que en todas las cosas, aún en las más espirituales y santas lo primero que busca es su propia satisfacción y deleite. Y de ahí un peligro, y es que cuando se nos presenta la ocasión de hacer alguna buena obra, puede ser que nos dediquemos a hacerla y la amemos pero no porque es voluntad de Dios ni por agradarle a Él, sino por darle gusto a nuestras inclinaciones y por conseguir las satisfacciones que se encuentran al hacer lo que Dios manda.

Y hasta en lo más santo, por ejemplo en el deseo de vivir en continúa comunicación con Dios, puede ser que busquemos más nuestro propio interés que conseguir su gloria y cumplir su santa Voluntad, y esto último debería ser el único objeto que se deben proponer quienes lo aman, lo buscan y quieren cumplir su divina Ley.

Remedio. Para evitar este peligro que es muy dañoso para quienes desean conseguir la perfección y santidad, hay que proponerse, con la ayuda del Espíritu Santo, no querer ni emprender acción alguna sino con el único fin de agradar a Dios y de cumplir con su santísima Voluntad, de manera que Él sea el principio y el fin de todas nuestra acciones. Hay qué imitar lo que hacía el Papa san Gregorio Magno el cual mientras estaba escribiendo sus obras admirables, de vez en cuando suspendía su trabajo y decía: «Señor, es por Ti, es por tu gloria. Es para la salvación de las almas. Que nada de lo que yo hago sea para darles gusto a mis inclinaciones y afectos, sino para que se cumpla siempre en mi tu santa Voluntad».

Técnica. Conviene mucho que cuando se nos presente la ocasión de hacer alguna buena obra, primero elevemos una oración a Dios para pedirle que nos ilumine si es voluntad suya que hagamos esto, y que luego nos examinemos para ver si lo que vamos a hacer lo hacemos para agradar a Nuestro Señor. De esta manera la voluntad se va acostumbrando a querer lo que Dios quiere, y a obrar con el único motivo de agradarle a Él y de conseguir su mayor gloria. De la misma manera conviene proceder cuando queremos rechazar y dejar de hacer algo. Elevar primero el espíritu a Dios para pedirle que los ilumine si en realidad Él quiere que no hagamos esto, y si al dejar de hacerlo, le estamos agradando a Él. Conviene decir de vez en cuando: «Señor: ilumínanos lo que debemos decir, hacer, evitar y haz que lo hagamos, digamos y evitemos».

Engaños encubiertos. Es importante recordar que son grandes y muy poco conocido los engaños que nos hace la naturaleza corrompida, la cual con hipócritas pretextos nos hace creer que lo que estamos buscando con nuestras obras no es otro fin que el de agradar a Dios. Y de aquí proviene que nos entusiasmamos por unas cosas y sentimos repulsión por otras sólo por contentarnos y satisfacernos a nosotros mismos, pero mientras tanto seguimos convencidos de que ese entusiasmo o esa repulsión se debe solamente a nuestro deseo de agradar a Dios o al temor de ofenderle. Para esto hay un remedio; rectificar continuamente la intención y proponernos seriamente dominar nuestra antigua condición inclinada al pecado y reemplazarla por una nueva condición dedicada solamente a agradar a Dios; o como dijo san Pablo: «Renunciar al hombre viejo con sus vicios y concupiscencias y revestirnos del hombre nuevo conforme en todo a Jesucristo» (cf. Col 3, 9).

Un método. San Bernardo decía de vez en cuando a su orgullo, a su sensualidad, vanidad y amor propio: «No fue por vosotros que empecé esta obra ni es por vosotros que la voy a seguir haciendo». Y otro santo repetía: «En el día del premio eterno solamente me van a servir para recibir felicitaciones de Dios las obras que haya hecho por Él y por el bien de los demás. Lo que haya por darle gusto a mi vanidad o a mi sensualidad, lo habré perdido para siempre. Sería muy triste mi final si el Señor tuviera que decirme como a los fariseos: «Todo lo hizo para ser felicitado y estimado por la gente, ¿o por dar gusto a sus gustos? Pues ya recibió su premio en la tierra. Que no espere nada para el cielo».

El timón. Quien dirige un barco necesita estar continuamente enrumbándolo hacia la dirección a donde se ha propuesto llegar, porque el primer descuido que tenga, las olas y el viento echarán el barco hacia otra dirección totalmente distinta. Así sucede con nuestras acciones. Necesitamos reavivar y reafirmar continuamente la intención de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, porque el amor propio es tan traicionero, que al menor descuido nos hace cambiar de intención, y lo que empezamos haciendo por Dios lo podemos fácilmente terminar haciéndolo sólo por darnos gusto a nosotros mismos. Y sería una gran pérdida.

Un síntoma o señal de alarma. Sucede frecuentemente que cuando la persona se dedica a hacer una buena obra no por tener contento a Dios únicamente, sino sobre todo por satisfacer sus gustos e inclinaciones, cuando Dios le impide el progreso de su obra con alguna enfermedad, accidente o falta económica, por la oposición de superiores o vecinos, se enoja, se irrita, se inquieta, empieza a murmurar, a quejarse y hasta dice que Nuestro Señor debería mostrarse, más compasivo y generoso con su obra. Y de aquí se deduce que lo que le movía no era solamente agradar al Creador, sino satisfacer sus propios gustos. Pues si fuera sólo por Dios dejaría tranquilamente que Él cuando mejor le parezca lleve a feliz término su obra si es para su mayor gloria, y si no lo es, que la deje desaparecer, porque entonces no merece seguir existiendo.

Examen. Por eso cada uno debe preguntarse de vez en cuando: ¿Me inquieto demasiado si las obras que emprendo no obtienen éxito prontamente o no me resultan según mis planes? Me disgusto si el Señor, con los hechos que permite que me sucedan, me está diciendo: «Todavía no es tiempo… ¿hay que esperar un poco más?». Tengo que recordar que lo importante no es que mis obras tengan mucho éxito terrenal, sino que Dios quede contento de lo que yo hago. Que no es la acción la que tiene valor, sino la intención con la cual se hace.

Algo que aumenta mucho el valor. La intención de hacerlo todo por amor de Dios y para su mayor gloria aumenta tanto el valor de nuestras obras que aunque ellas sean de poquísimo valor en sí mismas, si se hacen puramente por Dios, se vuelven de mayor precio y premio, que otras obras aunque ellas sean de mayor valor en sí mismas, si se hacen por otros fines. Así por ejemplo, una pequeña limosna dada a un pobre (pequeña, pero que nos cueste a nosotros. Porque lo que no cuesta es basura y no tiene premio) si esa pequeña limosna se da por amor a Dios, porque el prójimo representa a Jesucristo, puede ser de mayor precio y obtener un premio más grande, que unos enormes gastos que se hacen en obras brillantes, pero por aparecer y por ganarse la admiración de los demás.

Algo que no es fácil. No nos engañemos ni nos ilusionemos. Esto de hacerlo todo siempre por puro amor a Dios no será fácil al principio, sino que más bien nos parecerá bien difícil. Pero con el tiempo se nos irá haciendo no solamente fácil sino hasta agradable, e iremos adquiriendo la costumbre de hacerlo todo por amor al buen Dios de quien todo lo bueno que tenemos lo hemos recibido.

Como la piedra filosofal. Los antiguos creían en la leyenda de que existía una piedra que todo lo que tocaba lo convertía en oro. La llamaban «la piedra filosofal», y la buscaban por todas partes, y como bien puede suponerse nunca la encontraron porque la tal piedra no existe. Pero en lo espiritual sí la hay, y consiste en esto que hemos venido recomendando: en ofrecer todo lo que hacemos únicamente por amor a Dios y por agradarlo a Él. Acción que ofrecemos por Dios, automáticamente queda convertida en oro para la vida eterna. En algo de altísimo precio para la eternidad. Por eso convienen que desde hoy mismo comencemos a tratar de adquirir la buenísima costumbre de dirigir todas las anteriores a un solo fin: el amor y la gloria de Dios.

ALGO QUE SE CONSIGUE PIDIÉNDOLO

Es necesario recordar que esta formidable costumbre de hacerlo todo por Dios y sólo por Él, no es algo que la creatura humana va a lograr conseguir únicamente por sus esfuerzos y propósitos. Esto es algo importado del cielo, y si Nuestro Señor no nos los concede por una gracia especial suya, no lo vamos a obtener. Por eso hay que pedirlo mucho en nuestras oraciones. Y para animarnos a cumplirlo debemos meditar frecuentemente en los innumerables beneficios y favores que Dios nos ha hecho y nos sigue haciendo continuamente, considerar que todo ello lo hace por puro amor y sin ningún interés de parte tuya.

«NO PODRAN CREER SI LO QUE BUSCAN ES LA GLORIA Y LA ALABANZA QUE VIENEN DE LOS OTROS, Y NO LA GLORIA QUE VIENE DEL ÚNICO DIOS». (Jn 5, 44)

CAPITULO 11

ALGUNAS COSAS EN LAS CUALES HAY QUE PENSAR PARA MOVER LA VOLUNTAD A BUSCAR, EN TODAS LAS COSAS, AGRADAR A DIOS

Existen unas verdades las cuales si las meditamos y recordamos, van a mover la voluntad a querer en todas nuestras acciones y en todos nuestros comportamientos, buscar que Dios quede agradado en que hacemos, que decimos y pensamos. Ellas son las siguientes:

1 o Considerar cuánto ha hecho el amor de Dios por nosotros. Por ejemplo: nos creó de la nada. Nos dio un alma hecha a imagen y semejanza de Él. Nos dio dominio sobre las creaturas irracionales para que nos sirvan. Cuando estábamos en peligro de perdernos para siempre, envió a salvarnos no a un ángel, sino a su propio Hijo en persona. Y no nos rescató ni pagó el precio de nuestra liberación con oro y plata, sino con la preciosa sangre de su Santísimo Hijo. Y para que pudiéramos luchar con éxito en la vida nos dejó como alimento el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

2° Pensar que Dios vive defendiéndonos a toda hora. Dice el Salmo: «Tú guardián no duerme». No duerme ni deja un momento de vigilar el que cuida al pueblo elegido. «El Señor te protege a su sombra, está a tu derecha protegiéndote, dispuesto a defenderte de todo mal» (cf. Sal 120). Y otro salmista exclama: «Aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor Dios nunca me abandonará» (cf. Sal 27). ¿Qué mejor prueba o demostración de amor nos podía dar el buen Dios? Por eso debemos amarlo intensamente.

3 o Recordar cuánto nos estima nuestro Creador. Él nos puede repetir lo que dijo por el Profeta: «¿Qué más podía hacer por ti que no lo haya hecho?». Es tanta su estimación hacia cada uno de nosotros y tan grande su deseo de salvarnos y hacernos santos que nos envió desde el cielo el mejor tesoro que tenía: su propio Hijo. Y permitió que muriera en la cruz con la más ignominiosa de las muertes para que así pagara nuestras deudas a la Justicia Divina y nos consiguiera un puesto en la gloria eterna. Y este Jesús se hizo en todo semejante a nosotros, menos en el pecado. Y aprendió con el sufrimiento a comprender a los que sufrimos.

Hay que honrar a los que nos honran. Esto es lo que tratan de hacer los grandes de la tierra. ¿Y quién nos ha honrado más en toda la existencia que Nuestro Señor? Nos hizo hijos suyos, hermanos de su Hijo Jesucristo, templos del Espíritu Santo y herederos del cielo. Ojalá recordemos de vez en cuando estas muestras de aprecio y cariño que Él nos ha dado para que en cambio le brindemos también amor y agradecimiento.

AMEMOS A DIOS PORQUE ÉL NOS AMÓ PRIMERO

(San Juan)

CAPITULO 12

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [12 – 15]

LAS FUERZAS QUE SE HACEN LA GUERRA, UNAS A OTRAS, DENTRO DE NOSOTROS

En cada uno de nosotros hay dos grandes fuerzas que se hacen la guerra sin cesar. La una es la voluntad superior, la fuerza espiritual, que guiada por la razón y por la fe nos quiere elevar a tener comportamientos propios de un ser racional, de alguien que es Hijo de Dios, y cuyo destino es la vida eterna del cielo. La otra gran fuerza, que se llama inferior, es una fuerza material, guiada por las pasiones, por las inclinaciones de la naturaleza carnal, y muchas veces por los atractivos de lo mundano, sensual y por las tentaciones del demonio. Esta segunda fuerza llamada «apetito sensitivo» no nos logrará llevar al mal si la voluntad guiada por la razón e iluminada por el Espíritu Santo le pone freno le domina y guía.

Una guerra continúa. El santo Job decía que la vida de la persona humana en esta tierra es como un servicio militar en tiempo de guerra, o como el día de un obrero en tiempo de gran trabajo. La guerra espiritual entre la voluntad superior guiada por la razón y la voluntad inferior dirigida por las pasiones, durará toda la vida. Desde que tenemos uso de razón hasta que exhalemos el último suspiro, esa guerra será total y sin tregua. Habrá tiempos de mayor paz y otros de mayor combate, pero la lucha no cesará jamás en esta tierra. Aquí sí que se cumple lo que anunció Jesús: «No vine a traer paz sino guerra» (cf. Mt 10, 34).

Los cuatro caballos. Un autor antiguo decía que la persona humana viaja por este mundo en un carruaje llevado por cuatro caballos. Dos blancos y dos negros. Los dos blancos son la razón y la voluntad. Y los dos negros son las pasiones y las malas inclinaciones. Y para saber a dónde llegará cada uno hay que averiguar a quien dejamos que vaya al timón, a Dios o al diablo, o al egoísmo. Si es Dios quien nos dirige con sus santas inspiraciones, el final será la gloria eterna y la santidad. Pero si dejamos que sea el diablo con sus tentaciones el que vaya guiando, el final será la maldad y hasta la eterna condenación. ¿Quién está dirigiendo mi carroza hoy por hoy?

La peor desgracia. Así como el haber recibido de Dios el gusto por rezar y por pensar en lo celestial y sobrenatural, es un regalo maravilloso que nunca podremos agradecer debidamente, así también, la peor desgracia espiritual que le pueda suceder a una persona es quizás el contraer un mal hábito, el adquirir una mala costumbre. Nada hay que esclavice tanto como una mala costumbre. Con razón decía Jesús que: «El que comete pecado se vuelve esclavo de pecado» (Jn 8, 34). Quienes en su juventud adquirieron algún mal hábito, una facilidad para hacer alguna mala acción, adquirida a base de repetirla, sufre una pena indecible cuando tratan de enmendar su mala vida y romper las cadenas que los tienen esclavizados al mundo y a la carne, cambiar de vida y empezar a consagrarse enteramente al servicio de Dios. Porque su voluntad se encuentra tan poderosamente combatida por sus malas costumbres y tan debilitada por la repetición tan frecuente que han hecho de los malos actos, que ahora sienten como si tuvieran una segunda naturaleza y los golpes que reciben de parte de sus malas inclinaciones son tan

33 fuertes y violentos que sin una gracia o ayuda especial de Dios no serán capaces de resistir sin caer una y otra vez. En esto se cumple lo que decía san Pablo: «Hago el mal que no quisiera hacer, y en cambio el bien que sí quisiera hacer no lo logro hacer. Advierto en mi carne una ley e inclinación que va contra la ley de mi razón y me esclaviza. Es la ley del pecado. La inclinación a hacer el mal» (cf. Rm 7, 18).

Una felicidad y un fracaso. Esta lucha que acabamos de describir no la sufren tanto dos clases de personas: 1 o los que ya se acostumbraron a vivir en gracia de Dios y sin malas costumbres, y 2 o quienes se acostumbraron a vivir en pecado y esclavos de sus vicios. Los primeros son felices porque viven haciendo la voluntad de Dios y gozan de su amistad y de su paz, los segundos tienen una paz aparente: la paz de los cementerios, donde sólo hay muerte y descomposición.

Otra condición sin la cual no. Nadie se vaya a hacer la ilusión de que logrará adquirir la virtud y la perfección a servir Dios como conviene si no se dedica a negarse a sí mismo, a llevarles la contraria a muchas de sus inclinaciones y deseos de vida fácil y comodona, si no tiene firme resolución de sufrir y vencer la antipatía que en su misma persona siente hacia el renunciar a muchos pequeños placeres que se le presentan.

Jesús decía: «El reino de los cielos padece violencia, y los que hacen violencia a sí mismos la conquistan» (Mt 11, 12). En la subida hacia la perfección encontramos muchos que quedaron a mitad de camino y no pudieron seguir adelante y progresar porque les faltó una condición: negarse a sí mismos, llevarse la contraria. Y se quedaron corriendo detrás de engañosas mariposas de gozos aparentes, y recogiendo flores sin perfume de pequeños gustos que no satisfacen plenamente; y no lograron subir a la cumbre de la santidad. Les faltó la primera condición que Jesús exigía a quienes decían que querían seguirle: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, que se niegue a sí mismo» (cf. Mt 16, 24). ¿A cuántos pequeños afectos y gustos terrenos he renunciado para lograr ser fiel a Jesús? Si en este día hiciera en un hilo un pequeño nudo por cada vez que me he negado y he ofrecido algún pequeño sacrificio, ¿cuántos nudos lograría hacer? En el día del Juicio esa cuenta aparecerá muy clara y cuanto mayor sea el número de las veces que me negué y me llevé la contraria, tanto mayor será mi premio en el cielo.

LA CAUSA DE QUE SEAN TAN POQUITOS LOS QUE TRIUNFAN

¿Por qué siendo tan numerosas las personas que emprenden el camino hacia la santidad, son tan poquitas las que llegan a la perfección? La causa es muy sencilla: no se negaron a sí mismos. Es verdad que muchos de ellos se libraron quizás de grandes caídas y de contraer terribles vicios, pero luego en la subida hacía la perfección perdieron el ánimo y se desalentaron porque vieron que esto de negarse a sí mismos es oficio de todos los días y de todas las horas y no se dedicaron a combatir los residuos de su propia voluntad y de malas inclinaciones que todavía quedaron en su naturaleza, a dominar las pasiones que cada vez iban encendiéndose y renovándose en su corazón, dejaron que todo esto se apoderara

34 de su espíritu y les impidió el ascenso a la santidad. Les faltó aquella cualidad que Jesús exige cuando dice: «Quien persevera hasta el fin se salvará» (Mt 10, 22). Les faltó perseverar, en luchar por obtener la santidad.

No basta con no ser malos. Hay gente que se imagina que va a llegar a la santidad únicamente evitando hacer el mal. Y esto no basta. Así por ejemplo existen personas que se contentan con no robar, pero mientras tanto les tienen un gran apego a sus riquezas, no reparten limosnas y ayudas en la medida en la que Dios quiere que repartan. Otros se dedican expresamente a buscar honores y alabanzas, pero sí sienten gran gozo cuando se les ofrecen, y nunca los rechazan ni hacen nada por evitarlas. Hay fieles que no comen de gula, pero en cambio prefieren siempre en la alimentación lo más sabroso y dejan a un lado cualquier alimento que les parezca menos agradable. Creyentes hay que no hablan mal de nadie ni dicen mentiras, y en eso son admirables, pero en cambio nunca son capaces de callar las palabras inútiles que les gusta decir. Se contentaron con ser buenos, pero no se esmeraron en llegar a la perfección.

LAS CHARLAS QUE DETIENEN A MITAD DE CAMINO

Cuando Jesús envió a sus discípulos a predicar les dijo: «No se detengan a charlar por el camino» (Lc 10, 4) pues los orientales acostumbran detenerse a charlar por largos ratos en el camino con los viajeros que encuentran y en esas charlas se gasta un tiempo precioso. Es necesario que me pregunte de vez en cuando: «¿Esto que estoy diciendo es mejor que el silencio? Porque de toda palabra inútil tendremos que dar cuenta el día del Juicio» (cf. Mt 12, 36). Que no tengan que decir de nosotros jamás lo que de alguna persona piadosa afirmaba alguien a quien acompañaba en sus conversaciones: «Ha perdido muchas ocasiones que tuvo de callarse». O lo que cuentan que exclamó aquel santo cuando le preguntaron qué opinaba de cierta personita muy piadosa pero muy charladora: «Es buena gente, pero desafortunadamente no le ha logrado poner puerta a su lengua para tenerla un poco más cerrada».

¿Qué fue lo que te puso así? En la vida de una santa se narra que un día estando frente a la imagen de un Cristo muy chorreante de sangre le preguntó: «Señor; ¿quién te puso así? -y le pareció que el Cristo le respondía: «Tus charlatanerías Inútiles»- ¿qué me enseñará este ejemplo?

Peligro. Quien no domina su lengua tiene el peligro de no ser capaz de dominar tampoco sus demás pasiones. Se cumplirá lo que dice la Imitación de Cristo: «Así de libertina y de poco mortificada como tiene su lengua, así tiene las pasiones y las malas inclinaciones». Al contrario: el ejercicio de voluntad que hacemos para tratar de que nuestra lengua no diga lo que debe decir, y diga siempre lo que más conviene, irá fortaleciendo de tal manera nuestro carácter, que sin darnos cuenta iremos adquiriendo fuerzas para dominar también las pasiones y las malas inclinaciones.

Una ilusión. Muchas almas que se dedican a la vida espiritual caen en una ilusión que no es fácil de descubrir al principio (ilusión es imaginarse que sí existe y

35 es, lo que en realidad no existe ni es como uno se imagina). Y su ilusión consiste en pensar que en verdad se está progresando en santidad y perfección, cuándo lo que está haciendo es seguir los propios gustos e inclinaciones. Muchos creen que están obrando por amor a Dios, cuando lo que están haciendo es amarse a sí mismos (si en verdad se puede llamar «amarse a sí mismo» el seguir los propios antojos). Y así eligen los ejercicios y prácticas de piedad que están más de acuerdo con sus gustos, rechazan y dejan a un lado los que les causan alguna molestia o no les agrade mucho.

El remedio. La solución para evitar caer en esta ilusión consiste en acatar de buena gana las penas y dificultades que se nos presentan cada día en el ejercicio de la perfección, pues cuantos mayores sean los esfuerzos que tenemos qué hacer, tantos mayores serán las victorias y premios que Dios nos concederá, y con mayor seguridad conseguiremos las virtudes que necesitamos. Por eso un famoso santo, a uno que le pedía un favor, pero luego le dijo que mejor no se lo hiciera porque el hacérselo le iba a costar un serio sacrificio, le respondió: «Y si no me costara sacrificio, ¿qué premio me va a dar Nuestro Señor? Lo bueno de los favores que hacemos es que nos cuestan sacrificios».

EL REINO DE LOS CIELOS EXIGE HACERSE VIOLENCIA CONTRA SÍ MISMO, Y LOS QUE SE DOMINA A SÍ MISMO, LO CONSIGUEN.

(Mt 11, 12)

CAPITULO 13

CÓMO COMBATIR LA SENSUALIDAD, Y QUÉ ACTOS DEBE HACER LA VOLUNTAD PARA ADQUIRIR LA BUENA COSTUMBRE DE OBRAR BIEN

Recordemos lo que decía san Pablo: «Tenemos un continuo combate, pues la parte espiritual de nuestra personalidad nos invita a hacer el bien, pero la parte material y sensible nos inclina a hacer el mal».

Para salir vencedores de este combate que es de todos los días y de toda nuestra vida, es necesario emplear ciertas técnicas que vamos a enumerar enseguida:

Lo primero. Cuando los movimientos y excitaciones de nuestra sensualidad aparezcan tratando de ir contra lo que la razón aconseja, es necesario rechazarlos resueltamente desde el principio sin detenerse a aceptarlos de ninguna manera. Si los consentimos empiezan a crecer y a esclavizarnos.

Lo segundo. Tenemos que hacer actos contrarios a los que las pasiones y malas inclinaciones nos proponen. Así por ejemplo, si la ira quiere invitarnos a la venganza, debemos rezar por el bien de la persona que nos ofendió. Si la tristeza trata de inclinarnos al desánimo, debemos cultivar pensamientos de alegría y de esperanza. Si el orgullo nos incita creernos algo y a desear alabanzas, es necesario recordar que nada somos y que las alabanzas humanas son humo que se lleva el viento. Si es la impureza la que nos mueve, conviene recordar el desgarramiento interior que produce en el alma cada pecado impuro y la pérdida de buena fama y de paz que cada impureza acarrea al alma, etc.

Una trampa. Los enemigos del alma cuando ven que reaccionamos fuertemente contra sus asechanzas o deseos de hacernos el mal, entonces dejan por un tiempo de traernos tentaciones para que nosotros, creyéndonos ya fuertes, dejemos de huir de las ocasiones y pensemos con loco orgullo que ya somos capaces de resistir al mal. En esto sí que conviene cumplir lo que aconseja san Pablo: «Trabajar en la propia santificación con temor y temblor» (F/p 2, 12) «Y quien está en pie, tener cuidado para no caerse» (1Co 10, 12). Porque tan pronto empecemos a creernos capaces de ser santos por nuestras propias fuerzas, comenzaremos a tener muy humillantes caídas. Dios resiste a los orgullosos (St 4, 6). Por eso el profeta Isaías dice: «Lo que Dios desea es que permanezcas humilde delante de Él».

Tercer acto. Aborrecer lo que es malo. Muchas veces sucede que después de haber hecho grandes esfuerzos para resistir y rechazar los ataques de los enemigos de la salvación, de haber pensado y reflexionado en que este resistir es algo muy agradable a Dios, de un momento a otro nos damos cuenta que no estamos seguros ni libres del peligro de ser vencidos en una nueva batalla; por eso conviene que nos ejercitemos en sentir un gran aborrecimiento y asco hacía el vicio que queremos vencer, y tratemos de adquirir hacia él, no sólo aversión, asco sino repugnancia y horror. Lo que más nos debe repugnar es la fealdad del pecado.

Cuarto medio. Para volver fuerte el alma contra los vicios, malas costumbres y perversas inclinaciones es necesario hacer muchos actos interiores que sean directamente contrarios a nuestras pasiones desordenadas.

Así por ejemplo. Si deseamos adquirir la buena costumbre de tener paciencia, cuando alguien hace o dice lo que nos impacienta, nos llena de mal genio y de ira, es necesario amar, aceptar ese mal trato y hasta desear que ese trato duro nos lo vuelvan a dar, para así tener ocasión de ejercitar la paciencia. Y esto por una razón: porque no podremos perfeccionarnos y ejercitarnos en una virtud sin hacer actos que sean contrarios al vicio que deseamos corregir. Así por más que deseemos tener paciencia sino hacemos actos contrarios a la impaciencia, no lograremos arrancar de nuestro corazón el vicio de impacientarnos y de disgustarnos por cualquier cosa, el cual proviene de que no queremos que nos lleven la contraria ni que nos hieran el orgullo y amor propio. Y mientras en el alma se conserve esa raíz de orgullo, de deseo de que se cumplan los propios caprichos y de que nada suceda contrario a nuestros deseos y gustos, siempre estaremos en continuo peligro de caer en el defecto de la impaciencia.

Un remedio que no puede faltar. Nadie se imagine que va a conseguir alguna virtud si no destruye el vicio contrario haciendo continuos y repetidos actos en contra de ese vicio. Mil veces se puede desear librarse de una mala amistad, pero sino se hacen actos contrarios a ese afecto pecaminoso, la mala amistad seguirá haciéndome daño. Y ya sabemos lo que dijo san Pablo: «Las malas amistades corrompen las buenas costumbres».

No bastan unos pocos actos. Ya sabemos que para adquirir una mala costumbre o un vicio se necesitan muchos pecados repetidos, y de la misma manera para conseguir una virtud contraria a ese vicio se necesitan repetidos y frecuentes actos buenos hasta lograr adquirir la buena costumbre que sea capaz de enfrentarse al vicio y alejarlo. Y aún más: son necesarios más actos buenos de virtud para formar una buena costumbre, que actos pecaminosos para formar un vicio, porque al vicio le colaboran las pasiones y malas inclinaciones, y en cambio a la virtud se le opone nuestra naturaleza corrompida y viciada por el pecado.

Hacerlo aunque cueste. Todo lo que vale cuesta. No vayamos a creer que hacer actos de virtud contrarios a los vicios es algo fácil y agradable. ¡Nada de eso! Por ejemplo tratar con amabilidad y paciencia a quien nos humilla y ofende. Eso ayuda mucho para conseguir la paciencia, pero no es nada fácil. Veamos otro ejemplo: ser fríos, hasta despectivos, demostrar antipatía y horror y hasta «mala educación» ante una amistad que le hace daño al alma; eso va contra nuestra voluntad y es algo verdaderamente costoso. Pero por eso mismo el premio que nos dará Dios será mucho más grande. Por lo tanto, no dejemos de hacer esos actos contrarios a los vicios, aunque parezca que nos sangra el corazón y que el alma agoniza de sufrimiento. La corona de gloria que nos espera es muy grande.

Cuidado con los enemigos pequeños. El Libro el Cantar de los Cantares dice: «Hay que hacerles cacería a los pequeños roedores, porque pueden destruir nuestros cultivos» (cf. Ct 2,15). En la vida espiritual debemos cumplir este mandato. No contentarnos solamente con atacar y echar lejos los movimientos más fuertes y violentos de las pasiones, sino también los más leves y pequeños. Porque estos movimientos pequeños les sirven a los otros para atacarnos y vencernos, como los muchachos pequeños sirven a los ladrones grandes para entrarse a las casas, entrando primero los menores por las ventanas a abrir la puerta para que entren los mayores. Y así es como se van formando las malas costumbres y los vicios, empezando por dejar entrar en la vida de cada día las pequeñas imperfecciones y éstas abren las puertas a las mayores.

Un descuido peligroso. Muchas personas se han descuidado y no se han mortificado en evitar pequeñas faltas dejándose llevar por pasiones y malas inclinaciones en cosas fáciles y aparentemente sin gran importancia y creyeron que solamente debían mortificarse en las pasiones más difíciles y graves, cuando menos lo imaginaban sintieron el poderoso asalto de los enemigos de su salvación y sufrieron enorme daño espiritual. Así por ejemplo habiendo hecho voto de castidad se imagina alguien que puede vivir tomando de la mano, dando pequeñas caricias, lanzar frecuentes miradas afectuosas al rostro, decir palabras de zalamería y de no necesaria afectuosidad, mirar escenas o representaciones materialistas y hasta sensuales, aceptar demasiada familiaridad en el trato con personas jóvenes o sensibleras, etc. En el momento le parecen pequeñeces. Pero cuando menos lo piense puede hallarse en los más pavorosos abismos del pecado y de la sensualidad, e incapaz de reaccionar ante sus perversas inclinaciones. Y se cumple lo que decía Jesús: «Quien no es fiel en lo pequeño, tampoco lo será en lo grande» (Lc 16, 10)

Hay que mortificarse en lo que es lícito. En la vida espiritual hay un dicho muy antiguo que siempre se cumple. Y dice así: «Quien no se mortifica en lo lícito, tampoco se mortificara en lo ilícito». Se llama lícito lo que es permitido, lo que se puede hacer o decir sin cometer pecado. Hay que distinguir entre lo que es simplemente lícito y lo que es necesario. Lo necesario hay que hacerlo y decirlo siempre. Pero lo que es solamente lícito, no es necesario, si se deja de hacer o decir, producirá grandes bienes espirituales porque la persona se va acostumbrando más fácilmente a dominarse a sí misma, y cuando le lleguen los atractivos de las pasiones y de los malos instintos ya tiene fuerza de voluntad y podrá salir vencedora de muchas tentaciones. Cuántos y cuántas hay, que dejaron de decir una viveza que se les ocurrió, y la callaron por mortificación. Y después cuando en un momento de ira les vino el deseo de decir unas palabras ofensivas, ya no las dijeron, porque se habían ejercitado en callar lo que deseaban decir.

Provechoso repaso. Ojalá volvamos a repasar de vez en cuando estos remedios que hemos venido aconsejando porque si los cumplimos vamos a obtener una verdadera reforma en nuestra vida interior y al practicarlos conseguiremos gloriosas victorias espirituales y en poco tiempo haremos grandes progresos en la virtud e iremos creciendo en virtud y en santidad casi sin darnos cuenta. ¿Por qué no ensayarlos también nosotros?

Lo contrario es muy dañoso. La experiencia ha demostrado que si descuidamos cumplir estos consejos que acabamos de recordar, aunque hagamos bellos planes de progresar en lo espiritual, nos quedaremos sin conseguir verdaderos progresos en la virtud, porque el progreso en lo espiritual no consiste en hacer fantásticos planes de santidad sino en cumplir cada día lo que nos puede llevar a conseguir las virtudes, a evitar los vicios y agradarle con nuestro comportamiento al Redentor y Salvador Crucificado.

Con pequeños actos se adquieren las virtudes. La experiencia de millones de personas ha demostrado que así como los malos hábitos y malas costumbres, se forman en nosotros a base de repetir frecuentemente actos con los cuales los apetitos sensuales y las malas inclinaciones se oponen a las buenas intenciones de la voluntad de la misma manera las virtudes y buenas costumbres se adquieren con frecuentes y repetidos actos de la voluntad con los cuales trata de conformarse con lo que Dios desea, manda y se ejercita en practicar ya una virtud, ya otra.

Así como una persona no puede ser definitivamente viciosa y corrompida por más que sus malas inclinaciones traten de corromperla y llevarla al mal, si su voluntad persiste en querer portarse de manera que a Dios le agrade su comportamiento, así también, nunca alguien logrará tener virtud y santidad, por más inspiraciones que la gracia divina le envíe, si su voluntad no se decide seriamente a dedicarse a obrar el bien y a evitar el mal.

CAPITULO 14

LO QUE CONVIENE HACER CUANDO NUESTRA VOLUNTAD PARECE VENCIDA Y DERROTADA POR LAS PASIONES Y MALOS INSTINTOS

Muchas veces nos sucede que nuestra voluntad se encuentra muy débil y sin las fuerzas suficientes para ser capaz de resistir los ataques y asaltos de las pasiones y de los perversos deseos que invitan a obrar el mal. En estos casos no hay que desanimarse ni dejar de luchar y aunque los atractivos del mal sean sumamente fuertes, por más que hayamos caído muchas veces es necesario recordar siempre este principio animador: «En la lucha por la santidad, lo que cuenta y vale no es solamente el número de victorias o derrotas que obtenemos sino el esfuerzo que hacemos por permanecer siempre fieles a la voluntad de Dios». Perder una batalla o diez no es perder la guerra. Quien sigue luchando puede terminar triunfando.

Una pregunta. El alma debe preguntarse frecuentemente: ¿En verdad quiero vencer esta pasión? ¿Deseo triunfar sobre esta mala inclinación? ¿Me propongo seriamente tratar de obrar de tal manera que mi buen Dios quede contento de mi comportamiento? ¿Hago esfuerzos por no dejarme derrotar por este vicio o mala costumbre? ¿Quiero preferir cualquier otro mal antes que el pecado? Si se puede responder afirmativamente, hay ya una gran esperanza de triunfo. Macabeo en la Sagrada Biblia decía: «A Dios le da lo mismo conceder la victoria con muchas fuerzas que con pocas». Aunque muestras fuerzas son muy poquitas, nuestra misma debilidad le proporcionará una ocasión más a la Omnipotencia y misericordia de Dios para conceder victorias.

¿Y si la situación se hace desesperada? Puede suceder muchas veces que los enemigos de nuestra santidad nos asalten con tanta violencia que la voluntad ya debilitada y cansada se siente sin fuerzas para poder resistir. Pues tampoco en este caso debemos rendirnos. Hay qué decirse a sí mismo: «No me rindo. No consiento. No entrego mis armas». «Sé muy bien en quién he puesto mi esperanza, y tengo la seguridad de que Él es Poderoso para defender mis tesoros» (2Tm 1, 12). El peor derrotado es el que fácilmente se declara vencido. Hay que repetir con el salmista: «Dios mío ven en mi auxilio. Señor: date prisa en socorrerme» (Sal 69). «Mira Señor, cómo atacan. No me abandones. Dios de mi salvación». «Recuerda Señor que en el camino por donde avanzo me han escondido una trampa». Y si perseveramos en confiar en Dios e implorar su ayuda podremos repetir las palabras del Salmo: «Si el Señor no nos hubiera auxiliado, nos habrían llegado hasta el cuello las aguas espumantes. Pero el Señor ha sido bueno y no permitió que nos arrastrara la corriente».

Una ayuda muy eficaz. Para poder ayudar a la voluntad a fin de que no quede totalmente derrotada en los ataques que recibe de la pasiones y de las inclinaciones hacía el mal, produce muy buen efecto en pensar meditar en lo útil y provechoso que es resistir a esas tentaciones y el lograr obtener la victoria. Pensar que los premios que vamos a recibir de Dios si salimos vencedores van a ser muy grandes y que los males de los cuales nos veremos libres sino aceptamos las malas insinuaciones, son inmensos.

Un ejemplo. Supongamos que el enemigo que nos ataca es la impaciencia. Que nos aflige alguna injusta persecución, o que un trabajo nos resulta molesto y cansón, o un sufrimiento es muy doloroso, o que una situación se nos hace antipática y repugnante y queremos explotar en actos de impaciencia y mal humor y empezar a quejarnos y a protestar. En ese caso conviene pensar lo siguiente:

1 o Considerar que ese mal lo merecemos por nuestros pecados, y en caso de que nos haya sucedido por nuestra culpa con mayor razón, pues tenemos que soportar la herida que nosotros mismos nos hicimos con las propia manos.

2 o Si el mal no nos llegó por culpa nuestra, considerar que nos sirve para pagar pecados de la vida pasada, los que todavía no nos ha castigado la Justicia Divina y de los cuales no hemos hecho la debida penitencia. Mucho mejor pagar aquí donde ganamos méritos y gloria sufriendo, que tener que irlos a pagar en el purgatorio donde quizás las penas sean más rigurosas y con menos merecimientos. Al pensar en esto debemos recibir los sufrimientos y contrariedades no solamente con paciencia, sino con alegría y dándole gracias a Dios por ellos.

3 o Recordemos cuando tenemos algo que nos hace sufrir y que nos invita a la impaciencia, que si aceptamos las penas y contrariedades de cada día estamos cumpliendo la condición que Jesús exige para poder entrar en el Reino de los cielos, que es entrar por la puerta estrecha del sufrimiento y de la mortificación, y aquello que tanto recomendaba san Pablo: «Es necesario pasar por muchas tribulaciones para poder entrar al Reino de Dios» (Hch 14, 21).

4 o No olvidemos que cuanto más padecemos y más somos humillados en esta tierra tanto más nos asemejamos a Jesús cuya vida estuvo llena de padecimientos y de humillaciones. Y cuanto más seamos semejantes acá en este mundo a Jesucristo, más alto será nuestro puesto en el cielo.

5 o Pero en lo que más se debe pensar en toda ocasión en que tengamos que sufrir, es en que recibiendo con paciencia nuestros sufrimientos estamos cumpliendo la voluntad de Dios, pues Él que habría podido muy bien hacer que tales padecimientos no nos llegaran, los ha permitido, y si los permite es seguramente para nuestro bien, pues lo único que desea para nosotros es nuestro mayor bien. Aquí no lo entendemos por qué permite semejantes contrariedades, pues en esta vida vemos lo que Dios permite como quien mira una alfombra por el revés y sólo observa un grupo de hilachas en desorden. Pero en la otra vida veremos la alfombra por el lado derecho y entonces sí que nos convenceremos de que todo lo que Dios permitió que nos sucediera fue una verdadera obra de arte dedicada a santificarnos y hacernos merecedores de grandes premios y mucha gloria en el cielo. Cuanto con más paciencia aceptemos lo que Dios permite que nos suceda, más contento tendremos a Nuestro Señor.

CAPITULO 15

ALGUNOS AVISOS IMPORTANTES ACERCA DE CÓMO SE DEBE PRESENTAR EL COMBATE ESPIRITUAL. CONTRA QUÉ ENEMIGOS HAY QUE COMBATIR. Y CON QUÉ MEDIOS PUEDEN SER VENCIDOS

Ante todo debemos recordar que el combate espiritual es necesario hacerlo todos los días y durante toda nuestra existencia sobre la tierra. En esto no podemos dejar de luchar ni siquiera cuando apenas nos faltan unos minutos de vida. Este combate debe presentarse con constancia y perseverancia con la convicción absoluta de que por más grandes y poderosos que sean los enemigos de nuestra santidad, y por más mortíferos que sean sus ataques, muchísimo más poderoso es el Dios que nos protege y más eficaces son las defensas que Él nos quiere proporcionar. Cada uno de nosotros puede repetir lo que dice san Judas Tadeo en su carta en la Sagrada Biblia: «Al Dios Todopoderoso que es capaz de conservarnos victoriosos en la lucha por la salvación, y de librar a nuestra alma de toda mancha, a Él la gloria y el honor por todos los siglos» (Judas 2425).

El principal enemigo que hay que combatir es el amor propio, el orgullo, el deseo de satisfacer las propias inclinaciones indebidas, y de darle gusto a nuestras pasiones. Y esto hasta el punto que ya nos parezcan agradable las humillaciones y los desprecios que la gente nos quiere hacer, y las contrariedades que vayan llegando contra los propios gustos e inclinaciones.

Es necesario no olvidar que en este campo las victorias son difíciles, imperfectas, escasas y de poca duración. Y no desanimarse si se nota que las propias fuerzas ya no alcanzan para lograr salir vencedores, pues las energías que nos faltan las dará el buen Dios si se las pedimos con fe. Siempre podremos decir con san Pablo: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Flp 4, 13).

No hay que desanimarse al considerar lo grande que es la multitud y el furor de los enemigos de la salvación porque mucho más grande que ellos es el poder de Dios y su bondad, y el amor que Él nos tiene, y mucho más numerosos que los adversarios espirituales son los ángeles del cielo y las oraciones de los santos que se interesan por nosotros y nos acompañan en el combate. Estas consideraciones han animado de tal modo a tantísimas personas muy débiles y mal inclinadas que a pesar de sus malas inclinaciones y del ataque de sus pasiones, han logrado salir triunfantes en la lucha por conservarse fieles a los mandatos del Señor Dios.

Ni hay que perder el ánimo al constatar que los enemigos del alma son tan difíciles de vencer y que la guerra espiritual es de todos los días y de todas las horas, que no tendrá fin sino cuando termine nuestra vida sobre la tierra, y que nos hallamos amenazados por todas partes, y muchas veces la ruina espiritual aparece casi inevitable, porque, como dice san Agustín: «Con los enemigos de la salvación sucede como con un perro bravo amarrado con una cadena:

No nos puede morder si no nos acercamos demasiado a él». Podemos estar seguros de que nuestro Divino Capitán no les soltará tanto las cadenas a estos enemigos que les permita destrozarnos, si nosotros no nos acercamos imprudentemente a ellos. Jamás los enemigos de nuestros Salvador podrán decir: «lo hemos vencido». Dios combate con nosotros, y cuando le parezca oportuno nos concederá victorias si son para nuestro bien y para su mayor gloria, aunque muchas veces resultemos con heridas. Si nos proponemos no dejar jamás de combatir, terminaremos recibiendo la corona que Dios tiene reservada para los vencedores.

CAPITULO 16

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [16 – 19]

DEL MODO COMO LOS COMBATIENTES DE CRISTO DEBEMOS PLANEAR LOS COMBATES CADA MAÑANA

Cada mañana, después de encomendarnos a Dios y darle gracias por habernos conservado en vida hasta el presente día, y de ofrecerle lo que en esta jornada vamos a hacer y de encomendarnos a su Divina Misericordia para que nos acompañe en todas las horas del nuevo día, enseguida debemos considerar que vamos a estar en un campo de batalla, en presencia de numerosos enemigos de nuestra salvación y con la necesidad absoluta de combatir y vencerlos, si es que no queremos que nos dominen y nos llenen de infelicidad.

El examen de previsión. Cada mañana, durante algunos minutos debemos hacer el examen de previsión, el cual consiste en prever o ver con anticipación cuáles son los enemigos que en el presente día nos van a atacar. Cuál es el vicio o mala costumbre que este día deseamos dominar y evitar. Cuál es la pasión dominante o mala inclinación que debemos rechazar y refrenar; qué peligros se van a presentar hoy contra nuestra virtud. Qué ocasiones podrá llegarnos y ponernos en riesgo de perder o disminuir la amistad con Dios. Imaginémonos enseguida que en esta jornada estaremos acompañados de un Gran Capitán, que es Jesucristo el Amigo que nunca falla, y de unos compañeros que nos ayudarán a luchar, como son el ángel de la guarda y los santos de nuestra devoción a los cuales frecuentemente imploramos y que nunca dejan de interceder en nuestro favor. Si tenemos temor de ser atacados por el demonio que es nuestro más feroz enemigo, invoquemos al glorioso Arcángel San Miguel, que fue el que venció a Lucifer en la batalla que hubo en el cielo (Ap 12).

No olvidemos que «somos templos del Espíritu Santo» (1Co 3, 16) y que el Divino Espíritu nos conceda valor y poder para lograr salir vencedores en los combates espirituales si lo llamamos en nuestro socorro. El grito de combate deberán ser las palabras del Salmo 69 que tanto repetían los antiguos monjes del desierto: «Dios mío ven en mi auxilio. Señor: date prisa en socorrerme». Cuantas más veces las repitamos, más ayudas del cielo nos llegarán.

Cada mañana deberíamos escuchar como dichas para cada uno de nosotros las palabras del Salmo 94: «Ojalá escuches hoy la voz de Dios que te dice: «No endurezcas tu corazón como los antiguos rebeldes en el desierto, los cuales me repugnaron y no los dejé entrar en mi descanso».

Empecemos la jornada invocando a la Sagrada Familia: «Jesús, José y María os doy el corazón y el alma mía», y a nuestro ángel custodio: «Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día».

Cada mañana es necesario recordar: «¿Cuál es mi defecto dominante?». ¿Cuál es aquel defecto que más faltas me hace cometer y más derrotas espirituales me proporciona? Cada persona tiene un defecto dominante. Casi siempre es uno de los

45 siete pecados capitales: orgullo, avaricia, ira, envidia, impureza, gula o pereza. ¿Cuál es el defecto que en este año me propongo combatir? ¿Cómo lo voy a enfrentar hoy? Si lo venzo obtendré grandes premios de Dios, pero si me derrota me llenará de tristeza y amargura. Tengo que recordar los maravillosos premios que Jesucristo ha prometido a los vencedores. Él dice en el Apocalipsis: «Vengo y traigo conmigo mi salario y a cada cuál le daré según sus obras. A los vencedores los haré herederos de mi Reino» (Ap 22). Pero es necesario que yo recuerde también que si me dejo dominar por mi defecto dominante me llegará el terrible desgarramiento interior que produce el pecado, y la humillante sensación de derrota y la amargura sin fin que acarrea toda derrota espiritual y ese querer volver atrás el reloj de la vida para que lo malo que he pensado, dicho o hecho, no lo hubiera jamás dicho, pensado o hecho. Este amargo recuerdo lleva a evitar nuevas caídas.

A LOS VENCEDORES SE LES DARÁ LA CORONA DE GLORIA QUE NUNCA SE MARCHITA

CAPITULO 17

DE QUÉ MANERA DEBEN REPRIMIRSE LOS MOVIMIENTOS REPENTINOS DE LAS PASIONES

Hay ataques imprevistos y traicioneros de las pasiones que si el alma no está prevenida y preparada le pueden proporcionar muy amargas derrotas. Son como esas emboscadas que los bandoleros les tienden a las fuerzas del orden y que les causan muy dolorosas bajas, porque les sorprenden en los sitios donde menos se imaginaban y de la manera que los militares no habían pensado que les iban a atacar. Así le sucede al alma. Una ofensa que no se esperaba, una humillación que no se había sospechado que podía llegar, una tentación impura impensada, violenta y peligrosa, una depresión profunda después ciertos éxitos y de algunas alegrías intensas, etc. ¿Qué hacer en estos casos?

1 o Ya dijimos que ayuda mucho el examen de previsión, o sea el pensar con qué personas vamos a tratar, en qué sitios estaremos, qué ocasiones se nos van a presentar, conjeturar y hacer cálculos de qué nos podrá suceder en esos casos. Así, en cualquier ataque imprevisto de los enemigos del alma estaremos preparados con precaución o prudencia para no dejarnos vencer tan fácilmente. «Soldado avisado no muere en guerra» o si muere les cuesta más a los enemigos lograr eliminarlo.

2 o En estos casos de ataques sorpresivos es sumamente conveniente levantar el corazón a Dios y pedirle su ayuda. Muchos y muchas sucumbieron en la tentación porque en ese preciso momento se les olvidó encomendarse a Nuestro Señor. No hay otro momento en el que sea tan necesario diríamos tan obligatorio, el rezar, como en los momentos de tentación imprevista y repentina.

3 o Si el ataque es de impaciencia y la ira quiere acudir violentamente a defender los propios derechos cuando alguien se nos opone o trata de impedir nuestros planes, y necesitamos en ese momento ser capaces de resistir al mal sin dejarnos llevar por la impaciencia, entonces debemos pensar que esta contrariedad que nos llega la ha permitido seguramente Dios porque con ella va a obtener algún bien que por ahora no entendemos cuál es. Entonces hay que decirse a sí mismo: «Pero, ¿por qué no aceptar esta cruz que el Señor me envía? No es tal o cual persona la que me trae esta contrariedad, es el Padre Celestial que la ha permitido y todo lo que Él permita que me suceda es para mi mayor bien. Cuanto más sufra, más me pareceré a mi Redentor Crucificado, y cuánto más semejante sea a Jesús, más alto será mi puesto en la gloria celestial. Y seguir pensando: el Divino Maestro dijo que los que sufren con paciencia poseerán la tierra. La ira parece obtener victorias, pero lo que consigue son derrotas espirituales. En cambio la paciencia tiene la infinita eficacia de ganar los corazones. La ira deja una semilla de odio en el alma del otro. La mansedumbre fortalece la propia personalidad. La ira en el primer momento parece justificada. La mansedumbre no le acepta las falsas excusas al mal genio. Si suplico a Jesús Él me enviará al Espíritu Santo el cual me concederá la capacidad de dominar mi impaciencia.

47 4 o Un gran remedio. Para no sucumbir ante los ataques imprevistos hay que ir quitando y tratando de disminuir el afecto hacia aquello que nos hace pecar. Así por ejemplo si es una amistad dañosa, recordar lo que decía san Pablo: «Las malas amistades corrompen las buenas costumbres» (1Co 15, 33) y decirse: «esta amistad me hace mucho mal. No me conviene de ninguna manera». Si el ataque de ira es porque nos quieren quitar algo que nos pertenece hay que irse convenciendo de que mientras menos apegado tengamos el corazón a los bienes de la tierra, tanto más libre seremos y más se elevará nuestro espíritu hacia Dios.

CAPITULO 18

MODOS MUY IMPORTANTES PARA COMBATIR CONTRA EL VICIO IMPURO

Todos podemos repetir las palabras de san Pablo: «Siento en mí mismo una ley de la carne que lucha continuamente contra el espíritu. La carne tiene deseos y tendencias contrarias al espíritu, y el espíritu siente inclinaciones contrarias a la carne» (Ga 5, 17).

Contra el vicio de la impureza hay que combatir más fuertemente que contra todos los demás porque es el más traicionero y el que nunca deja de hacernos la guerra. A donde quiera que vayamos llevaremos nuestro cuerpo, y éste siempre tendrá inclinaciones pecaminosas que si nos descuidamos nos puede llevar a caer en pecado en el momento menos pensado. En el combate contra la impureza hay que emplear ciertas técnicas que producen muy buenos resultados. Por ejemplo:

ANTES DE LA TENTACIÓN. Hay que ir combatiendo contra las causas que nos inclinan hacía la impureza y evitar el trato con personas que nos puedan ser ocasión de tentación pecaminosa. Recordemos que en este asunto de la castidad resultan vencedores quienes saben huir a tiempo, porque si nos exponemos a la ocasión se cumplirá siempre aquel aviso que repetían los antiguos maestros espirituales: «En llegando la ocasión, y en agradando, caerás todas las veces». Es inútil acercar un papel a una llama encendida y decir: «No quiero que arda». Por más propósito que tengamos de que no arda, arderá.

Si por obligación tenemos que tratar ciertos ejemplares humanos que nos atraen muy fuertemente, es necesario hacer el sacrificio de mostrarnos fríos y casi indiferentes en el trato, porque a cualquier libertad que le demos a nuestro sentimentalismo, éste irrumpirá como las aguas de una represa cuando se abren las compuertas, arrastrará y se llevará al abismo todos nuestros buenos propósitos de conservar la santa pureza.

Nunca se puede confiar en uno mismo. Aunque llevemos 25 y más años sirviendo a Dios, recordemos que el espíritu de la impureza suele hacer en una hora lo que no había podido en muchos años. Y cuando menos sospechamos nos puede hacer una jugada traicionera y derrotarnos. Aunque tuviéramos la fuerza de Sansón, el valor de David y la sabiduría de Salomón, nos puede suceder que si nos exponemos a la ocasión caigamos tan miserablemente en pecados impuros como le sucedió a esos famosos personajes. En esto sí que no hay persona que pueda afirmar: «De esta agua no beberé». Y es la alcantarilla más podrida y envenenadora que existe.

Cuidado con ciertas amistades espirituales. La experiencia demuestra cada día que nunca el peligro es tan traicionero como cuando se contraen ciertas amistades a las cuales no se les siente ningún temor porque tienen unas

49 apariencias tan inofensivas que no se logra sospechar que allí ande el enemigo de la salvación buscando nuestra ruina. Por ejemplo amistades entre primos, entre tíos y sobrinas, entre cuñados; o amistades por razón de gratitud, ya que esa persona nos hizo un favor (o lo piensa hacer) o porque se aprecian mucho sus cualidades o la sabiduría y los buenos consejos que sabe dar, o necesita recibir, etc. Empiezan las visitas frecuentes. Las charlas prolongadas, los pequeños obsequios, y mientras tanto se va infiltrando en estas amistades el veneno del deleite del sentimentalismo y del gozo de los sentidos, y el alma se va entusiasmando sensiblemente, la razón se enceguece, va desapareciendo poquito a poco el nombre de tío, prima, cuñado, benefactor, amigo, consejero, etc., y sólo queda el nombre de «persona de otro sexo», «persona cuya presencia agrada a la sensibilidad y al sentimentalismo». Y ahora en vez de poder decir: «Te amo» lo que se puede decir es «me gustas», «me atraes»… y las caídas graves se van acercando peligrosamente.

No hay que confiar en las resoluciones y los buenos propósitos que se han hecho, pues aunque nos hayamos propuesto morir antes de ofender a Dios, si encendemos el amor sensual con conversaciones dulzarronas, melosas y frecuentes, la pasión se apoderará de tal manera que nuestro corazón que ya no le importará que la otra persona sea pariente, familiar o dirigida espiritualmente o aspirante a especial grado de santidad y con tal de satisfacer la inclinación pecaminosa se olvidan todos los deberes y hasta la santa ley de Dios, nos interesa dar escándalo y perder la buena fama ante los demás. Y en estos casos serán inútiles y vanas todas las exhortaciones de los amigos, los propósitos y planes que se han hecho de conservar la santa virtud, se nos olvidará el temor a ofender y disgustar a Dios, y aunque tuviéramos en frente al mismo fuego del infierno no detendríamos los impulsos a que nos llevan las llamas impuras de nuestra pasión sensual. Así que no nos queda sino una solución: huir, huir, como se huye de una víbora venenosa o de alguien con una infección muy contagiosa o de un perro rabioso, o de un loco que ataca con un machete afilado o de un toro feroz que embiste a cuanto encuentra. Huir, si no queremos perder la vida del alma, la paz del corazón y las bendiciones de Dios.

CAPITULO 19

OTROS MÉTODOS EFICACES PARA EVITAR CAER EN LA IMPUREZA

1 o Hay que evitar la ociosidad. En las aguas estancadas se multiplican todos los malos bichos y las infecciones mortales. Es necesario estar siempre tan ocupados que podamos responder lo que aquel discípulo dijo a su santo director espiritual que le había aconsejado que para evitar las tentaciones impuras estuviera siempre dedicado a ocupaciones que le llenaran todo su tiempo. Cuando el Padre le preguntó si en esos días había tenido tentaciones le respondió: «¿Y con qué tiempo?». Un gran maestro de espíritu exclamaba: «Más daño le puede hacer a un alma el estar sin hacer nada, que el recibir tentaciones del demonio». Lo cual es verdaderamente digno de ser meditado.

2 o No juzguéis mal de los demás. Cuenta Casiano que un monje se dedicó a juzgar tan duramente a los otros que el Señor permitió que le llegaran tentaciones casi enloquecedoras y al consultar al Padre Abad, éste le dijo: «Es la consecuencia de haberse dedicado a condenar a los demás en el tribunal de su cerebro. No condene a nadie y verá que se apagan los incendios de sus pasiones». Así lo hizo y descansó de tan terribles ataques.

Cuando sepamos que alguien ha caído en pecados escandalosos pensemos: «Si yo hubiera estado en ese caso con los sentimientos y debilidades que me dominan, quizás habría pecado lo mismo y aun peor». Y repitamos lo que decía san Agustín: «No hay pecado que otro ser humano haya cometido que yo no pueda cometer». Y en vez de despreciar a la otra persona o de murmurar o criticar o publicar sus faltas, recemos por su conversión, pidamos a Dios que le conceda fuerza de voluntad para no seguir cayendo, y andemos con mayor prudencia no sea que la próxima víctima que los enemigos del alma logren derrotar seamos nosotros.

Recordemos que sí somos fáciles en juzgar y condenar a los demás y en despreciarlos, Dios nos corregirá a nuestra propia costa, permitiendo que caigamos en las mismas faltas que condenamos, para que reconozcamos nuestro orgullo y así llenos de humildad nos corrijamos de la mala maña de andar condenando y depreciando a los demás. Porque puede cumplirse lo que decía san Pablo: «¿Por qué condenas a los demás, si tú haces lo mismo que condenas?» (Rm 2).

Si vivimos condenando y despreciando a otros, estaremos siempre en peligro de caer en esas mismas faltas que condenamos y publicamos.

Y MUCHO CUIDADO CON LOS PENSAMIENTOS DE ORGULLO

Un experimentadísimo director espiritual afirmaba: «Cuando veo que alguien acepta de buena gana los pensamientos de orgullo tengo la seguridad de que le llegarán terribilísimas tentaciones de impureza y humillantes caídas. Porque «Dios resiste a los orgullosos» (St 4, 6).

Si alguien se persuade de que ha llegado ya a tal perfección que los enemigos de su pureza no se hallan en estado de hacerle la guerra y de derrotarle, y los mira con desprecio, haciéndose la ilusión de que les tiene ya la suficiente aversión y el debido asco y horror para no aceptarles sus sugerencias, le puede suceder que caiga entonces con mayor facilidad.

¿Y QUÉ HACER CUANDO LLEGUE LA TENTACIÓN?

Lo primero que conviene hacer en estos casos es averiguar de dónde viene la tentación, si del exterior o del interior. Si llega del exterior por medio de los ojos, de los oídos, de las amistades peligrosas, de las ideas desvergonzadas que se propagan entre la gente, o de modas indecorosas. O si en cambio viene del interior: de nuestra imaginación, de los deseos sensuales que nos asaltan, de los malos pensamientos o recuerdos indebidos o de las malas costumbres que hemos adquirido.

Si viene de fuera es absolutamente necesario poner un freno a los sentidos para ser capaz de dominarlos. «Ojos que no ven, corazón que no siente», dice el refrán. Pero ojos que sí ven, corazón que sí siente y que probablemente consiente también. Hay que hacer el pacto que el santo Job hizo con sus ojos. Él dice: «Nos pusimos de acuerdo en no mirar cuerpos atractivos» (Jb 31, 1). Ciertas canciones no tienen «letra» sino «letrina», y si las escuchamos con gusto nos excitamos hacia el mal. Las conversaciones impuras causan a veces mayor excitación que un manoseo, y esto resulta un desastre para el alma. Existen ciertos «ejemplares» humanos cuya cercanía nos produce tan grande inclinación hacia el pecado, que si no evitamos su trato y amistad y no nos alejamos a tiempo de su presencia vamos directamente hacia nuestra ruina espiritual. Después lloraremos las caídas, pero ya será demasiado tarde. Tenemos que repetirles valientemente (aunque sea sólo en el pensamiento). «Su amistad es dañosa para mi alma. Su compañía me trae mucho mayor mal que bien».

Si el ataque viene desde dentro, por nuestros malos deseos o pensamientos impuros o malas costumbres adquiridas, es absolutamente necesario hacer algunas pequeñas mortificaciones de vez en cuando. Dejar de comer algo, dejar de beber alguna vez cuando sentimos deseo de hacerlo, etc., porque la mortificación fortifica la voluntad. Y llenar la mente de pensamientos buenos por medio de lecturas piadosas y de recuerdos de hechos edificantes como por ejemplo los que narra la Sagrada Biblia o los que se leen en las Vidas de los Santos o en los libros formativos. En el cerebro no pueden existir dos ideas al mismo tiempo. Así que si con buenos recuerdos y provechosas lecturas llenamos el cerebro de ideas santas, ellas quitarán el espacio a las ideas pecaminosas y éstas tendrán que irse. Pero si ellas encuentran el cerebro vacío de ideas provechosas, aprovecharán la ocasión para anidar allí y producirán espantosos males al alma y a la personalidad.

Cómo orar en la tentación. En el Evangelio hay una advertencia de Jesús que nunca debemos olvidar o dejar de cumplir. Dice así: «Orad, para no caer en tentación. Porque el espíritu esta pronto pero la carne es débil» (Mt 27, 41) y el Divino Maestro añade un aviso de enorme importancia: «Ciertos espíritus impuros no se alejan sino con la oración» (Mc 9, 29). Cuando nos llega la tentación es necesario elevar a Dios muchas y pequeñas súplicas para que vengan en nuestra ayuda. ¿Qué diríamos de un capitán que viendo a su batallón atacado por fuerzas que le superan en número y en armamento, no enviara mensajes a los mandos superiores pidiendo refuerzos? Y nosotros, al sentir el ataque del mundo, del demonio y de la carne, ¿nos quedaremos sin pedir ayudas del Señor Dios de los ejércitos?

Hay que decirle con el Salmo: «Mira Señor que me atacan, y no tengo a dónde huir. Pelea Tú Señor, contra los que me hacen la guerra, y dile a mi alma: «Yo soy tu victoria» (Sal 34). «No entregues a la furia de los gavilanes asesinos esta paloma indefensa que es mi pobre alma». «No me abandones, Dios de mi Salvación». «No abandones la obra de tus manos» etc.

Un remedio muy útil. Muchísimas personas han experimentado con gran provecho para lograr conseguir la victoria contra las tentaciones el mirar fijamente y con cariño el crucifijo, y mientras se va pensando en cada una de las heridas de Jesús, las de las manos, los pies y el costado, decirle con san Bernardo: «Señor: cuando el gavilán traicionero de mis tentaciones me ataca para quitarme la vida de la gracia y de la amistad con Dios, yo como tímida avecilla vuelo con mi pensamiento a esconderme en esas grietas salvadoras de mi Roca, en esas tus cinco heridas, y allí logro verme libre del enemigo traidor». «Jesús: tú has muerto por mí, y yo ¿qué sacrificio haré por conservar tu santa amistad? Te ruego que imprimas en mi alma los más vivos sentimientos de fe, esperanza y caridad, dolor de mis pecados y propósito de jamás ofenderte, mientras que yo con el mayor amor que me es posible voy considerando tus cinco heridas, recordando aquellas palabras de ti, Dios mío, dijo el santo profeta David: «Han taladrado mis manos, mis pies y se pueden contar todos mis huesos».

«Algo en lo que no se debe pensar». Existe en muchas personas una equivocación que les puede hacer un gran daño, consiste en creer que para alejarse de la tentación, especialmente de la tentación de impureza, convienen dedicarse a pensar en lo malo y feo que es ese pecado. Esto es sumamente dañoso pues produce «fijación» de la mente en lo que es impuro lo cual aumenta y excita más las tentaciones y las inclinaciones pecaminosas, y pone a la voluntad en peligro de deleitarse en esos recuerdos y de consentir luego en eso que la deleita. Lo contrario de esto es lo verdadero. Lo que conviene en estos casos es apartar totalmente la imaginación, el pensamiento o el recuerdo de los objetos impuros y dedicarse a pensar en otras cosas. Porque si se detiene el pensamiento en querer repelerlos

53 considerándolos dañosos y peligrosos lo que se consigue es obsesionarse más por esos temas y grabarlos en la mente. Y como el cerebro es el que dirige toda la sexualidad humana, si éste se halla infectado y envenenado con esos recuerdos e ideas fijas, todo el organismo queda pervertido y va directamente hacia la maldad. Recordar esas cosas es un engaño del demonio que se disfraza de ángel de luz.

En cambio sí nos dedicamos a pensar en la Pasión y Muerte de Jesús, este provechoso recuerdo logrará ir alejando los pensamientos dañosos. No nos dediquemos a recordar las impurezas que hemos tenido, ni siquiera para lamentarlas y rechazarlas, sino que considerándolas como obras del demonio tratemos de no pensar jamás en ellas. Y en estas situaciones de dificultad demostremos que sabemos recurrir a la Virgen Santísima. Ella siempre ayuda admirablemente.

CAPITULO 20

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [20 – 23]

EL MODO DE COMBATIR CONTRA EL VICIO DE LA PEREZA

Dice el Libro de los Proverbios: «Pasé por el campo del perezoso: todo malezas, todo descuido. Un poco dormir, otro poco dormitar y otro poco mano sobre mano descansando, y le llegará la miseria como un correo, sin equivocarse de destinatario» (Pr 24, 30). Es necesario tratar de combatir el vicio de la pereza porque este defecto no solamente nos impide llegar a la santidad, sino que nos va entregando poco a poco en manos de los enemigos de nuestra salvación.

La abeja. Salomón en los Proverbios dice: «Miren a la abeja cómo trabaja continuamente. Es un ejemplo digno de imitar». (Pr 6, 6). Y el fabulista Esopo contaba que la chicharra que pasa el buen tiempo cantando, cuando llega el tiempo malo se va donde la hormiga a que le preste un poco de alimento y la hormiga le contesta: «Mientras que yo trabajaba, usted descansaba y cantaba. Ahora mientras que yo disfruto de mis provisiones, usted aguante hambre y sufra». Es un retrato de lo que espera a tanta gente que se dedica a la pereza.

Un enemigo. Ante todo hay que huir de la vana curiosidad. Del querer estar sabiendo las últimas novedades que han sucedido cerca o lejos. Dijimos ya que los antiguos repetían el refrán: «Por saber noticias nuevas no afanarse, que cuando se vuelvan viejas fácilmente lograrán saberse».

Cuántas cosas y noticias hay que por no saberlas no perderemos nada y sí tendremos más paz.

Cumplir el deber. Los romanos decían que el mejor remedio para vencer la pereza es «hacer en cada momento lo que se debe hacer, y hacerlo bien hecho». Y una santa recomendaba a sus dirigidas: «Que Dios al vernos obrar pueda decir: ‘Muy bien»‘.

Cuidado con un mal hábito. Dijimos también anteriormente que los que dirigen almas afirman que lo peor que le puede suceder a una persona en este mundo es adquirir una mala costumbre, un mal hábito. Esto se convierte en una nueva naturaleza y esclaviza por completo al alma. Así si llegamos a adquirir el mal hábito o costumbre de dejarnos llevar por la pereza, volverá raquítica nuestra personalidad y paralizará la voluntad.

Que siga el entierro. Cuentan las antiguas leyendas que una joven se volvió tan perezosa que ya no quería hacer ningún oficio en la casa.

Y la mamá consultó a un sabio el cual le dijo: «No le dé de comer. Recuerde que san Pablo manda: «Quien no trabaja que tampoco coma» (2Ts 3). «Dígale que la comida que ella no se prepare no la comerá». La mamá hizo lo mandado pero la muchacha prefirió aguantar hambre con tal de no tener que hacer nada. Entonces el

55 sabio recomendó: «Hagan el simulacro de que la van a enterrar viva, y del susto cambiará el modo de obrar». Y se fueron con ella para el cementerio. Por el camino se encontraron con un hombre que les preguntó por qué la llevaban al cementerio: «Es que no quiere conseguir el alimento», le respondieron. El otro conmovido le dijo: «Muchacha: yo le regalo estas seis libras de harina para que coma». Y la perezosa le preguntó: «¿Me las da ya amasadas y convertidas en pan tostado?». «No, así no más sin amasar ni tostar». Y la perezosa muy tranquila se acostó otra vez en el ataúd y exclamó: «Entonces: que siga el entierro». Cuántas pobres víctimas de la pereza dicen hoy lo mismo en el mundo. Con tal de no tener que trabajar ni esforzarse, ¡que siga el entierro! Y continúan viajando hacia el fracaso y la miseria final. ¡Qué fatalidad!

Cuidado con la precipitación. Una de las especialidades en que se manifiesta la pereza es en que se hacen las cosas con precipitación, a toda velocidad, chambonamente y mal hechas. Vale más hacer poco y bien hecho y con cuidado, que hacer muchas cosas a la ligera y con descuido. Lo que Dios premia no será solamente el número de obras que hicimos, sino sobre todo el cuidado y el esmero con que las hicimos. Más vale hacer menos obras pero bien hechas, que dedicarse a muchas cosas y dejarlas chambonamente a medio terminar.

Un aviso miedoso. Dice Dios en el Apocalipsis: «Tengo algo en contra de algunos, y es que han perdido el entusiasmo que tenían al principio. Si no se enmiendan les quitaré del sitio donde les he colocado. Y si son tibios, indiferentes, les vomitaré de mi boca» (Ap 3, 16).

DIOS QUITA LO QUE NO SE UTILIZA

Es necesario recordar que Dios quita poco a poco sus dones y gracias a quienes se dejan vencer por la pereza y la tibieza, y los concede en abundancia a quienes se dedican con laboriosidad y fervor a hacer bien lo que tienen que hacer. Hay carismas o regalos celestiales que se pierden porque no se utilizaron. ¿Para qué va a dar el Creador ayudas especiales a quien no se esfuerza por utilizarlas y sacarles provecho?

Divídalos y los vencerá. Los antiguos guerreros romanos cuando enviaban a un jefe nuevo a combatir a los enemigos le daban este consejo táctico: «divídalos y los vencerá. No los ataque a todos cuando están en un solo grupo, sino por sectores y así los logrará vencer más fácilmente». Algo parecido hay que aconsejar en la lucha espiritual. No digamos: «Voy a vencer de una vez a todos mis defectos». Eso es lo mismo que no decir nada. En cambio si decimos: «Este año voy a combatir tal defecto que tengo», entonces sí que vamos a enfocar todas nuestras energías de combate hacia un solo punto, lograremos buenas victorias y se cumplirá lo que dice la Imitación de Cristo: «Quien cada año lucha fuertemente contra uno de sus defectos, logrará llegar a muy especial perfección».

Un solo día cada día. Algo parecido a lo anterior hay que aconsejar en cuanto al tiempo. No digamos: «Toda mi vida me la voy a pasar luchando contra estos defectos». Una afirmación así puede desanimarnos por lo demasiado larga que nos parece la lucha. Pero si decimos: «Hoy por hoy, aunque sea sólo por hoy, por estas 12 horas voy a combatir mi defecto dominante», entonces ya el combate nos parecerá más llevadero, porque un día sí somos capaces de combatir. Mañana trataremos de decir lo mismo, y así cumpliremos lo que aconsejaba Jesús: «No se afanen por el día de mañana. A cada día le bastan sus propios afanes» (Mt6. 34). A una gran santa le preguntaron por qué no se desanimaba en su lucha por conseguir la santidad y por lograr vencer sus defectos y superar las dificultades que encontraba y respondió: «Es que yo no vivo sino un solo día cada día. Por 12 o 24 horas sí me animo a combatir, confiando en la ayuda poderosa de Dios. Pero si me pusiera a pensar en el combate de todos los 365 días del año y de los días que me quedan de existencia en la tierra, me llenaría de desánimo y de pereza. Pero un sólo día cada día ¿quién no es capaz de resistir y combatir?».

Orar por pequeñas cuotas. Esta misma técnica hay que emplearla en cuanto a la oración, para evitar que nos domine la pereza. No tratar de estar con gran atención toda una hora, ni siquiera media hora. Pero en cambio decirse uno a sí mismo: «Voy a orar con cariño y fervor estos próximos cinco minutos». Después, si me llega la pereza y el desengaño, suspendo la oración. Y así decirse en los próximos cinco minutos. Y así después a los 20 minutos o a la media hora se siente ya cansancio y desánimo para rezar, entonces suspender la oración para no aumentar el descontento y disgusto, porque esta interrupción en vez de causarnos daño puede servirnos de descanso para luego volver a rezar con mayor fervor. Los antiguos monjes del desierto cuando sentían que les llegaba la pereza y el desgano para rezar, se dedicaban a decir solamente pequeñitas oraciones que ellos llamaban «jaculatorias» (jácula era una flecha que se enviaba con un mensaje. Y la pequeña oración es una pequeña flecha espiritual que enviamos al cielo con algún mensaje pidiendo ayuda o dando gracias). ¿Cuántas jaculatorias o pequeñas oraciones envío al cielo cada día? Santos han habido que dijeron hasta mil al día. Yo ¿cuántas diré? ¿Y con cuánto amor al buen Dios, o a la Virgen Santísima o a mi ángel o a los santos?

Una lista muy beneficiosa. La experiencia ha demostrado que cuando se tienen muchas cosas por hacer, es de gran provecho y utilidad el elaborar una lista de las diez principales cosas que hay que hacer, enumerarlas por orden de importancia, y tratar de hacerlas en ese orden. Y si tenemos diversas ocupaciones, nos parecen muchas y hasta difíciles, esto nos puede traer inquietud, afán, desgaste nervioso y hasta mal genio. Pero si nos proponemos realizar solamente las diez más importantes y nos hacemos una lista según el orden de importancia que ellas tienen, y las vamos ejecutando una por una, como si cada cual fuera la única cosa que tenemos que hacer en la vida, sin dedicarnos a pensar en una obra mientras estamos haciendo otra, nuestro rendimiento será admirable, la paz y la tranquilidad nos acompañarán, y el desgaste nervioso será mucho menor. Cada obra hay que hacerla como si fuera la única que tenemos que realizar en la vida, y con todo el esmero que nos sea posible. Este es un gran secreto para adquirir perfección y santidad.

Advertencia. Si no cumplimos los consejos anteriores nos puede suceder que la pereza nos domine y que por dejar muchos deberes sin cumplir, se nos vayan acumulando obligaciones y comisiones hasta llegar a tener gran turbación o inquietud en el alma, nerviosismo y precipitación en lo que realizamos, y descuido en los deberes de cada día. Y nos puede pasar lo que Cristo narró acerca de las cinco vírgenes necias que dejaron para última hora conseguir el aceite para sus lámparas y cuando quisieron entrar al banquete de la santidad ya las puertas se habían cerrado y se quedaron afuera (cf. Mt 25, 1-13).

Recordemos cada día que quien nos dio la mañana no nos promete que nos dará la tarde y que quien nos regaló el hoy no nos ha prometido darnos el mañana. Empleemos este día como si fuera el último de nuestra vida y no olvidemos que a la hora de la muerte tendremos que darle a Dios estrecha cuenta del modo cómo empleamos todos los momentos de nuestra vida.

Finalmente, convenzámonos de que podemos dar por perdido el día en el que no hayamos cumplido bien nuestros propios deberes y no hayamos hecho lo que en ese día debíamos hacer, o lo hayamos realizado descuidadamente y mal hecho. Al día en el cual no hayamos logrado victorias contra nuestra pereza y contra el desgano que sentimos por el trabajo podemos ponerle este título: «Día perdido». Que no pase jamás un día de nuestra vida sin vencer nuestras malas inclinaciones, sin darle gracias y alabanzas a Dios por sus beneficios y sus bondades, y sin recordar la obra maravillosa que hizo Jesucristo ofreciendo su vida, Pasión y Muerte por conseguir la salvación de nuestra alma. A Él sea la gloria junto con el Padre y el Espíritu Santo por infinitos siglos. Amén.

Y EL SEÑOR DIRÁ: ‘PORQUE HAS SIDO FIEL EN LO POCO, TE CONSTITUIRÉ SOBRE LO MUCHO» (Lc 19, 17)

CAPITULO 21

CÓMO DEBEMOS GOBERNAR NUESTROS SENTIDOS Y SERVIRNOS DE ELLOS PARA CONTEMPLAR LAS REALIDADES DIVINAS

Uno de los cuidados más delicados que debemos tener siempre es el de saber gobernar bien nuestros sentidos, porque la naturaleza corrompida los inclina e incita desenfrenadamente a dedicarse a los deleites y excesos, y a tratar de obtener exageradamente el goce sensual y así dañar la voluntad, engañar el entendimiento y manchar el alma.

LOS REMEDIOS. Los autores espirituales han experimentado algunos remedios que les han producido muy buenos efectos para poder gobernar bien los sentidos y guardarlos hacía lo sobrenatural. Son los siguientes:

Lo primero que hay que hacer es no darle mucha libertad a los sentidos y saberlos controlar de tal manera que no se dediquen sino a lo necesario y no a los falsos deleites, o a los gustos exagerados, porque si les dejamos demasiada libertad le van a causar muy graves daños al alma y la van a detener mucho en el camino hacia la perfección. Cada persona que se dedica a tratar de conseguir la santidad debería poder repetir lo que aquella santa afirmaba: «Jamás les he concedido a mis sentidos un deleite que a Nuestro Señor no le agradara».

Los cinco cabritos. Decía san Agustín que nosotros tenemos que recorrer los caminos de esta vida guiando cinco cabritos sumamente inquietos, que a la vez nos ayudan mucho a hacer más agradable y simpático nuestro viaje hacía la eternidad, también puede ser que si los soltamos y los dejamos ir a donde quieran, pueden precipitarnos en muy peligrosos abismos. Y que estos 5 cabritos son los cinco sentidos. Los santos siempre tuvieron mucho cuidado para no alargar demasiado el lazo con el que sujetaban sus sentidos y así lograron mantenerlos disciplinados, esto les ayudó muchísimo a conseguir la perfección.

Como sublimar la vista. Llamamos sublimar aquel esfuerzo que hacemos para elevar nuestros pensamientos hacia esferas más altas. De vez en cuando debemos pensar que los ojos se hicieron para ver a Dios y que «lo veremos tal cual es» (1Jn 3, 2). Cuando Natanael se admiraba de los prodigios que estaba viendo, le dijo Jesús algo que ahora nos dice a cada uno de sus seguidores: «Maravillas mucho mayores verán después» (Jn 1, 50) y en su oración sacerdotal en la Última Cena le pidió al Padre celestial para todos los que amamos, un inmenso favor: «Que un día logren contemplar la gloria que Tú me has dado» (Jn 17, 24).

Pensemos de vez en cuando: «Mis ojos se hicieron para que yo logre ver a Dios y a los seres celestiales, y no quiero enfangar ni manchar mi vista deteniéndome a desgastarla en ver lo que me puede hacer daño acá en la tierra». Los antiguos repetían un lema latino que dice: «Ad maiora nati sumus»: «Para acciones mucho más elevadas hemos nacido». ¿Para qué quedarnos como gallinas escarbando entre los basureros de la tierra, si podemos como águilas mirar hacia el cielo?

Una comparación que impresionó mucho. Una santa que escribió libros muy hermosos acerca de la mística, o sea el arte de elevar el alma hacia Dios y hacia lo celestial, narra lo que sucedió a ella cuando empezaba su vida de ascenso espiritual. Su defecto principal era que sentía mucho afecto sensible hacia las personas que poseían una especial belleza física, y esto le detenía dañosamente en su camino hacia la santidad. Entonces se dedicó a pedirle con especial fe a Nuestro Señor que la curara de estos dañosos enamoramientos y le fue concedido por unos brevísimos instantes lograr ver un poco el rostro glorioso de Jesucristo en el cielo. Y dice ella que desde entonces las bellezas de la creaturas humanas de la tierra le parecían tan poco atrayentes como si fueran cucarachas y en vez de sentir enamoramientos sensibles hacia los seres hermosos de este mundo, lo que empezó a tener fue una «santa indiferencia» ante toda belleza que se ha de morir y se ha de convertir en pus y gusanos. Si el Señor nos concediera un favor semejante, obtendríamos una impresionante libertad espiritual que nos permitiría subir muy alto en nuestra vida espiritual.

Pensemos que toda belleza que hay en esta tierra ha sido creada por Dios. Y si estas creaturas hermosas son tan agradables a nuestra vista ¿cuánto más nos deberá atraer el Creador de toda belleza? Por eso un santo exclamaba: «Oh Dios, si en este mundo que pasa y muere hay tanta hermosura, ¿cuánto mayor será tu infinita hermosura, si el Creador de toda belleza eres Tú? ¿Para qué quedarme persiguiendo mariposas de colores en este mundo, si puedo más bien elevar mi mente y mi corazón a Dios, autor de toda belleza, cuya hermosura y bondad serán mi santa delicia por toda la eternidad?».

EL GUSTO. Al Comer algún alimento agradable, pensemos en el banquete Celestial donde para siempre saborearemos los más exquisitos manjares, y hagamos nuestras las palabras del evangelio: «Dichosos los que logren llegar al banquete del Reino de Dios» (Lc 14, 15). Cuando sintamos fuerte sed recordemos aquella sed ardiente que sufrió Jesús en la cruz. Se cuenta de una santa que en lo más ardiente del verano, cuando la sed la atormentaba se dedicaba a pensar en la pavorosa sequedad de la garganta que Jesús sufrió cuando estaba crucificado, tan fuerte y terrible que le obligó a clamar «Tengo sed», y al meditar en este tormento del Redentor se animaba a sufrir también ella el martirio de la sed, por la salvación de las almas. Ojalá que el recuerdo de la sed de Jesús en el calvario, nos lleve a no beber jamás más de lo necesario.

EL OLFATO. Cuando sintamos un suave y agradable olor, y gustemos el aroma de las flores, y los refinados perfumes, los cuales según el Libro de los Proverbios, «alegran el corazón» (Pr 27, 9) recordemos que el Libro del Apocalipsis anuncia que cada día «los seres celestiales llevan ante el Trono de Nuestro Señor unos suavísimos y aromáticos cálices llenos de perfumes y que ese incienso son las oraciones de los fieles en la tierra» (cf. Ap 5, 8). Y cuando tengamos que experimentar el disgusto de alguna desagradable fetidez, especialmente de aquella que proviene de algunos enfermos graves o de ciertos cuerpos en descomposición, no olvidemos que así es y mucho peor, la fetidez de un alma en pecado, la cual resulta verdaderamente desagradable ante la presencia de Dios y de sus santos. Y

60 esa alma en tan grave estado de descomposición puede ser la nuestra si vivimos en paz con algún pecado, porque entonces se nos podrá repetir las palabras del Libro Santo:

«Tienes apariencia de estar vivo, pero estás muerto» (Ap3,1). Digámosle a Nuestro Señor: «Ojalá que de nuestra vida se pueda repetir lo que san Pablo afirmaba algunos de sus fieles: «Su sacrificio sube hacía Dios como suave aroma que Él acepta con agrado» (Flp 4, 18).

EL OÍDO. Cuando oigamos alguna música muy agradable recordemos que toda melodía verdaderamente hermosa es inspirada por el Espíritu Santo. Los artistas cuando componen algunas famosas piezas musicales pueden afirmar lo que decía un autor de fama universal «mientras compongo mi música, no tengo sino que irla escribiendo, porque ella me va llegando a mi cerebro y a mis oídos, como si viniera del cielo». Y al escuchar algunas piezas musicales que nos emocionan y nos traen gozo al alma digamos: «Si esto es aquí en el destierro, ¿cómo será allá en la verdadera Patria donde la inspiración será total? En una gran celebración en una catedral, mientras las orquestas y los coros entonaban bellísimas composiciones musicales, un famoso arzobispo, temblando de emoción le dijo al que estaba a su lado: ‘Mi hermano: si así es aquí, ¿cómo será en el cielo?’. «Eso sí es lo que se llama sublimar lo que entra por los sentidos».

CAPITULO 22

CÓMO PODEMOS VALERNOS DE LOS SERES VISIBLES PARA ELEVAR NUESTRO CORAZÓN A DIOS

Ciertos santos como san Francisco, san Antonio de Padua, santo Domingo de Guzmán, santa Gertrudis y muchos más, recibieron del Espíritu Santo el don de piedad que consiste en sentir hacia Dios un cariño como el que los hijos más agradecidos del mundo sienten hacia los papacitos más amables que existan. Y este don de piedad hacía que de los más diversos seres sensibles se valieran para elevar su corazón hacia el buen Dios.

Así san Francisco escuchaba cantar a las aves y exclamaba: «Avecillas del bosque, con su canto me están enseñando a no dejar nunca de alabar a mi Dios y cantar en su honor». Y veía las flores tan hermosas del campo y les decía: «Por favor: síganme recordando que yo también debo vivir siempre orientado hacia el cielo, hacia mi sol que es Jesucristo y exhalar continuamente el perfume de mis oraciones». San Antonio de Padua recorría los campos cantando alegremente y diciendo: «Quiero unirme a la voz de las aves y al perfume de las flores y al resonar de las corrientes de agua, para alabar y bendecir a mi Creador». Algo parecido hacía santo Domingo.

De una santa se narra que en medio de las más pavorosas tormentas mientras los demás se escondían por temor a los rayos, ella se asomaba al balcón de su casa y sonriendo exclamaba: «¡Qué poderoso es mi Padre Dios. Qué maravilla tener por Padre y amigo al ser más potente que existe!».

Un jovencito que en muy poco tiempo llegó a una gran santidad, le decía a su padre en una noche estrellada mirando el firmamento: «Padre, si el cielo es tan hermoso por este lado, ¿cómo será por el otro?». Y se emocionaba pensando en el Paraíso que nos espera.

El Salmo 8 dice: «Oh Señor: cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que Tú has creado, me pregunto: ¿Qué es el ser humano para que te acuerdes de él?».

San Francisco de Asís cuando veía en el campo un corderito blanco, hermoso, ¡nocente, manso y pacífico, lo tomaba en sus brazos y decía entusiasmado: «Oh corderito sin mancha, que te dejas llevar al matadero sin oponer la menor resistencia; cuánto me recuerdas al queridísimo Cordero de Dios que fue llevado al Calvario sin ofrecer la menor oposición, y que murió sin haber hecho daño a nadie y demostrando la más admirable mansedumbre y la más perfecta inocencia».

Cuando sintamos caer un fuerte aguacero o una continua llovizna, pensemos que así son las gracias y ayudas que Dios nos manda desde el cielo, a veces grandes y vistosas como las aguas de un fuerte aguacero, y otras veces pequeñitas pero continuas como las de una suave llovizna.

Al ver algunos árboles frutales preguntémonos: «¿Estaré produciendo frutos de vida eterna en mi vida? ¿O seré árbol que no dan frutos o los da malos y llegará el hacha de la justicia divina y me despedazará y me echará al fuego?».

Alguna vez cuando oigamos cantar un gallo, pensemos: «¿Qué me dirá a mi este canto de gallo? ¿Me dirá como a san Pedro: «Has negado a tu Señor. Pídele perdón?».

Si nos acercamos a la orilla de un río pensemos: «Nuestras vidas son las aguas que van corriendo hacia el mar que es el morir. Allá nos encontraremos con el océano infinito que es el Poder y la Bondad de Dios…

Al ver una imagen de la Virgen Santísima recordemos que esta buena Madre nos espera en el cielo y está pronta a venir a ayudarnos a la tierra cada vez que pidamos su poderosa protección. Otro tanto pensemos al ver la imagen de algún ángel o de un santo.

Al ver volar una paloma pensemos en el Espíritu Santo, y al contemplar una madre abrazando a su hijo recordemos lo que dice Dios en la Sagrada Escritura: «Como una madre consuela a su hijito, así Yo consolaré a mis fieles» (Is 66, 13).

QUE NUESTRA MENTE ESTÉ DIRIGIDA HACIA ALLÁ ARRIBA DONDE NOS ESPERAN LOS VERDADEROS GOCES Cf. «OREMOS» de una Santa Misa.

CAPITULO 23

DEL MODO DE GOBERNAR LA LENGUA

El Salmo 18 le hace a Dios una importante petición: «Oh Señor: que te sean tan agradables las palabras de mi boca, y para ello, que te sean agradables también los pensamientos de mi corazón». La lengua del ser humano para que se contenga dentro de los límites de la prudencia debe ser gobernada cuidadosamente porque todos somos inclinados a hablar más de lo debido y a decir lo que no conviene. O como dice el apóstol Santiago: «Los seres humanos somos capaces hasta de domar las mismas fieras. Pero lo único que no logramos dominar completamente es la propia lengua» (cf. St 3).

El mucho hablar proviene casi siempre de una falta de dominio de sí mismo. Y así como no se logra tener control de la lengua, así tampoco se logran controlar otras inclinaciones indebidas de la naturaleza. El mucho hablar proviene también del gusto que se siente por escucharse así mismo, olvidando que los demás no sienten al oírnos la misma satisfacción que nosotros sentimos al hablar.

De esos sacos llenos de palabras no hay que confiarse mucho, dicen los psicólogos. El hablar en demasía puede provenir que estamos muy enamorados de nuestro propio parecer y queremos imponerlo a otros, pretendiendo dominar en la conversación y que todo mundo nos escuche como maestros.

La locuacidad o costumbre de hablar demasiado, trae dañosas consecuencias. Lleva a la pereza (El locuaz tiene más larga la lengua que la mano, dice el refrán, con lo cual se quiere decir que su obras no equivalen a sus palabras). En el mucho hablar no faltará pecado, afirma el libro de los Proverbios. Es que la locuacidad lleva a decir mentiras, a murmurar, a contar lo que se debería callar, a pronunciar palabras inútiles y hasta dañosas. Con razón recomendaba san Bernardo: «Hay que comprarle a Dios con la oración la gracia de hablar para hacer mucho bien, y nunca el mal».

No nos alarguemos en conversaciones demasiado prolongadas con personas que demuestran que se cansan de nuestro mucho hablar. Y aun con aquellas gentes que son muy educadas y nos escuchan con aparente atención, tratemos de no cansarlas con exagerada palabrería. Ojalá toda persona que trate con nosotros quede con deseos de volver a escucharnos y que nadie tenga que alejarse de nuestra presencia con indigestión intelectual de tanto oírnos hablar.

Cuidado con el énfasis. Se llama énfasis, el darle demasiada fuerza a las expresiones que decimos. Esto y el hablar con voz muy fuerte produce disgusto en quien nos escucha porque demuestra que tenemos exagerada seguridad en lo que afirmamos y que queremos imponer lo que estamos diciendo. Y esto es vanidad.

No hay que hablar jamás de sí mismo, ni de la propias cosas o de los familiares sino, cuando haya una verdadera necesidad de hacerlo, y en estos casos hay que proceder con gran moderación y ser lo más breves posible, porque aquí el orgullo lleva fácilmente a la exageración y a inflar la propia vanidad. Si oímos que alguien goza hablando de su propia persona, de sus familiares y acciones, no por eso le despreciemos, pero tengamos cuidado de no imitarle en esto. Y ni siquiera hablemos de nosotros mismos para despreciarnos y disminuirnos, porque el amor propio es tan traicionero, que con tal de hacernos hablar de nuestra propia persona no le interesa que sea con pretexto de despreciarse, que al fin y al cabo lo que se busca es aparecer y ser protagonista, aunque tenga que usar el disfraz del propio desprecio.

Del prójimo o se habla bien o no se habla. En esto como en todas nuestras conversaciones deberíamos practicar esta regla o norma que aconsejaban los antiguos directores espirituales: «Si hablamos, que sea para decir algo que sea mejor que el silencio». A una santa le pareció oír en una visión que su ángel de la guarda le daba este consejo: «Nunca diga un juicio negativo en contra de nadie», lo cual viene a ser como el equivalente a aquel mandato de Jesús: «No condenen y no serán condenados por Dios» (cf. Mt 7, 1).

Y cuando oigamos que hablan mal de otras personas cumplamos lo que recomendaba el sabio de la antigüedad: «Hacer una cara tan triste que pareciera que vamos a llorar». Quien está hablando en contra de su prójimo notará en nuestro rostro que su conversación nos desagrada y ya quizás no se animará a seguirla. Un sacerdote que tenía fama de ser un verdadero hombre de Dios, al oír un día un colega hablar mal de otro le dijo: «¿Y usted qué gana con decir eso?». El otro entendió y calló. Hagámonos esa pregunta cuando nos venga el deseo de hablar contra alguien. «Y yo ¿qué gano con decir eso?».

De Dios y de sus obras y favores hablemos con gusto, y cumplamos lo que le dijo el ángel Rafael a Tobías: «No hay que avergonzarse jamás de contar los favores que se han recibido de Dios». Pero como en estos temas somos más bien gente algo ignorante, prefiramos oír a otros que hablen mejor que nosotros, cuando haya quien quiera proclamar las maravillas de nuestro Creador.

Así cumpliremos lo que aconseja el Libro del Eclesiástico: «Toda buena conversación acerca de Dios, oigámosla con gusto».

Los temas mundanos y dañosos, ni los nombremos. En esto es necesario cumplir lo que mandó el apóstol san Pablo: «Las impurezas, las maldades, los temas que llevan a la avaricia, ni se nombren entre nosotros», porque queremos llegar a la santidad. En nuestros labios no están bien las groserías, las chanzas pesadas ni las mentiras, sino las acciones de gracias (cf. Ef 5, 4). Las palabras inmodestas aunque se digan sin mala intención pueden hacer daño a las personas débiles que nos escuchan. Los labios dedicados a alabar y bendecir a Dios no deben dedicarse a hablar maldades o cosas dañosas. Por eso el apóstol Santiago exclama: «Jamás debe suceder que la lengua, con la cual bendecimos a Dios, se dedique a maldecir a los demás. Que de esta fuente de la cual solamente deben brotar las aguas dulces de la bendición, jamás salgan las aguas amargas de la maldición» (cf. St 3, 9).

Ojo: antes de hablar: conecte el cerebro. Los sabios siempre han recomendado que quien desea llegar a la perfección tiene que acostumbrarse a que cada palabra que llega a sus labios, pase primero por su cerebro, para que allí se juzgue si se la debe pronunciar o si más bien conviene callarla. Muchas cosas que en el calor de la conversación parece a primera vista que se pueden decir, si se razona calmadamente se llega a la conclusión de que lo mejor será sepultarlas en el silencio, y en vez de decirlas, suprimirlas. Es necesario callar muchas veces esas vivezas que nos ocurren, porque lo impulsivo no siempre es lo mejor y frecuentemente es lo menos conveniente. Los directores espirituales preguntan frecuentemente a las personas que dirigen: «¿Cuántas abstinencias de palabras ha hecho en estos días por la salvación de las almas y como penitencia de sus pecados?». Porque saben muy bien que si alguien domina la lengua, logrará más fácilmente dominar también impulsos. Desafortunadamente a muchos de nosotros tendrían que decirnos frecuentemente: «Hoy perdió la oportunidad de callar algo que no debía decir».

EL SILENCIO. Uno de los remedios más provechosos para formarse una verdadera personalidad es acostumbrarse a callar lo que no es necesario decir: «Hablen menos y serán más felices» les decía un maestro espiritual a sus discípulos. Quien se acostumbra a disciplinar y refrenar su lengua para que no diga lo que no conviene, va adquiriendo con este ejercicio de voluntad la capacidad para conseguir después grandes victorias espirituales. De santo Domingo de Guzmán dice su primer biógrafo: «Era de pocas palabras cuando se hablaba de temas mundanos. Pero cuando trataban de Dios, de temas religiosos y espirituales entonces sí que hablaba con entusiasmo».

Remedios para conseguirlo. Para lograr acostumbrarse a guardar silencio es muy provechoso pensar y meditar en las grandes ventajas que se consiguen callando y en los males que llegan por hablar más de la cuenta. El silencio ayuda mucho para obtener el recogimiento en la oración. El Apóstol Santiago decía: «Quien sabe poner freno a su lengua, sabrá también poner freno a las demás inclinaciones de su cuerpo» (St 3, 2). Pero añade enseguida: «La lengua no mortificada es como una chispa que prende fuego a todo un cañaveral, o como un veneno que contamina toda la existencia de quien le posee».

Si de la vida de algunas personas se quitaran los pecados que han cometido con su lengua, disminuirían muchísimo el número de faltas y la cantidad de disgustos que han tenido y que han proporcionado a los demás.

A callarse aprende callando. Unos estudiantes universitarios le pidieron a un famoso monje que les aconsejará un método para aprender a dominar sus propias inclinaciones, y él por única respuesta se hizo una cruz sobre los labios. Les quería decir que si lograban dominar su lengua, ya lograrían también dominar luego las otras inclinaciones. Es necesario callar algo cada día. Algo que el no decirlo no nos hace daño a nosotros ni a los demás. Ojalá cumplamos lo que recomienda el Libro del Eclesiastés: «Sean pocas tus palabras» (Ecl 5, 1-2). Pero que sean pocas y amables; pocas y agradables; pocas y alegres. Pocas y provechosas. No sea que nos suceda lo que a ciertas personitas que hablan poco pero cuando abren sus labios es para regañar, para criticar para amargar la vida de los demás. Mala impresión dan con ese modo de hablar, que aunque es poco, es desagradable.

CUIDADO CON EL MUTISMO

Existen individuos que confunden el ser de pocas palabras con el tener un desagradable mutismo en su trato con los demás. Un mutismo amanerado, artificial, exagerado, que los hace aparecer como muy informados de todo lo que los demás dicen, o como si no les interesara nada la conversación que tienen los que están a su alrededor. Pero afortunadamente hay también personas que hablan muy poco pero le conceden tanta importancia a lo que dicen los demás, que su trato llega a ser verdaderamente agradable y simpático. Quien convierte en oro lo que dicen los otros, se gana su simpatía. Pero quien se porta en las conversaciones como una estatua que ni habla ni parece atender a lo que dicen los demás, se vuelve indeseable. Una pregunta a tiempo. Un apoyar lo que el otro dice. Un mostrar interés por el tema que están tratando, etc., hace que aunque se hable poco, agrade la propia presencia.

Una placa. Al pie de una imagen en un camino había esta bella inscripción: «Señor: enséñanos a orar y a escuchar. A hablar y a callar». Bella oración, digna de que la repitamos muchísimas veces durante toda nuestra vida.

QUE NUESTRA CONVERSACIÓN ESTÉ LLENA DE LA SAL DE LA AGRADABILIDAD Y DE LA BONDAD

(Mc 9, 50)

CAPITULO 24

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [24 – 29]

CÓMO HUIR DE LA INQUIETUD Y EVITAR LAS PREOCUPACIONES DEL CORAZÓN

Cuando los enemigos del alma no logran que una persona viva cometiendo pecados graves, por lo menos tratan de que viva llena de inquietudes, y preocupándose por mil cosas. Y es necesario recordar que cuando se pierde la paz del corazón hay que hacer todos los esfuerzos posibles para recobrarla, y tratar de que nada en el mundo logre obtener que vivamos llenos de inquietudes o de afanes. Tenemos que considerar como dichas para nosotros aquellas palabras que fueron dichas en tiempos del profeta Elías: «El Señor no está en la conmoción y agitación» (1R 19, 9) y hacer a nuestra alma el reproche que ha Marta le hizo Jesús: «Por muchas cosas te afanas y una sola es necesaria».

Arrepentimiento pero no remordimiento. Cuando cometemos faltas debemos sentir una suave tristeza de haber ofendido a un Dios tan bueno y que ha sido tan generoso para con nosotros. Sentir hacia nuestra alma manchada y derrotada la misma conmiseración que tendríamos hacia una persona que estimamos mucho y que vemos que ha caído en faltas y pecados. Pero el arrepentimiento ha de ser calmado, sin exageradas inquietudes ni falta de ánimo. Porque esto último ya no sería arrepentimiento o contrición verdadera por haber ofendido a Dios, sino remordimiento o disgusto porque nos fue mal pecando.

PACIENCIA EN LAS CONTRARIEDADES

La paciencia, según santo Tomás, es la virtud por la cual ante la presencia del mal no nos dejamos vencer por la tristeza o el disgusto. Jesús puso como condición para seguirlo el llevar con paciencia la cruz de sufrimientos de cada día. Y éstos nunca faltarán a nadie. Unas veces será una enfermedad, otras una grave situación económica, o un accidente, o la muerte de un ser querido, o una persona que nos trata sin caridad o con dureza o humillándonos, o un oficio que es cansón y desagradecido, o viajes molestos, o situaciones imprevistas que acaban con todos nuestros planes etc.

TRES ACTITUDES

Ante estas contrariedades podemos tomar una de estas tres actitudes:

1a. La de Jesús en el huerto de los Olivos: clamar: «Padre, si no es posible que se aleje de mi este cáliz de amargura, que se haga tu santa voluntad». Esta actitud trae paz en la tierra y premios inmensos en el cielo. Y como a Jesús, el Padre nos enviará un ángel a consolarnos.

68 2a. Actitud: La de los antiguos estoicos. Aguantar los males sin inmutarse, por el sólo gusto de hacer ver que el mal no logra conmoverlo ni contrariarlo. Esta actitud admira a la gente, pero por faltarle el detalle de ofrecerlo todo por amor a Dios, se les puede quedar sin mucho premio para el cielo.

3a. Actitud: La de los renegados. Sufren maldiciendo y renegando. De ellos dice el Apocalipsis que los sufrimientos que les llegan no les aprovechan para volverse mejores y pagar sus pecados, sino que los vuelven peores y más maldicientes. Ejemplo clásico es el del mal ladrón que aún sufriendo en la cruz, todavía se burlaba de Jesús en vez de pedirle perdón y ofrecerle sus sufrimientos, (todo lo contrario de lo que hizo su compañero que aprovechó aquellos tormentos para ofrecerlos a cristo y obtener que se lo llevara esa misma tarde al Paraíso).

¿Por qué permitirá Dios que suframos? El sufrimiento que nos llega no es una venganza de Dios. Él es demasiado grande para dedicarse a vengarse de unos gorgojos tan pequeños como somos nosotros. Por cada falta impone una sanción, pero no como venganza, sino por estricta justicia. Los sufrimientos que nos llegan no significan que Dios no nos está escuchando ni que está disgustado con nosotros. No. Los padecimientos los permite Él para que le vayamos pagando las deudas que le tenemos por tantas faltas que hemos cometido y para que con ellos nos ganemos grandes premios para el cielo.

Prever lo que va a suceder. Para no estallar en impaciencia cuando llegan las contrariedades es conveniente acostumbrarse a prever qué dificultades se nos van a presentar durante el día. ¿Que en un viaje que vamos a hacer se nos van a presentar demoras muy aburridoras? Pues si las hemos previsto, cuando lleguen ya no nos irritarán tanto porque nos habíamos preparado para aguantarlas. Y así tendremos menos inquietud.

Recordar que todo se convierte en bien. Convenzámonos que las contrariedades y dificultades que se nos presentan no son en realidad males, sino ocasión de conseguir bienes para el alma y para la eternidad. Puede ser que los fines por los cuales Dios permite que estos sufrimientos nos lleguen, permanezcan ocultos y desconocidos para nosotros, pero podemos estar seguros de que al final de nuestra vida, al llegar a la eternidad, podremos repetir lo que les dijo José en Egipto a sus hermanos que lo habían vendido como esclavo: «Fue Dios el que permitió esto que parecía un gran mal. Y lo permitió porque de ello iba a resultar un gran bien» (Gn 45). Recordar esto, libra de muchas inquietudes.

Tratemos de estar siempre alegres. La tristeza hace un gran daño al corazón y no es de ningún provecho para el alma, y ella proviene casi siempre de que recordamos las pocas cosas desagradables que nos han sucedido y nos olvidamos de las muchísimas cosas agradables y provechosas que Dios ha permitido que nos sucedan. A los enemigos de nuestra santidad les conviene que vivamos tristes porque la tristeza apaga el entusiasmo y quita ánimos para obrar el bien. Pero vivir triste (si no es porque se padece alguna enfermedad que produce tristeza, y entonces hay que tratar de curar con medicamentos esa enfermedad porque puede llevar a otros males muy graves y dañosos) vivir triste es una ingratitud para con Dios, porque por cada hecho desagradable o dañoso que nos suceda, nos llegan diez o más hechos agradables y provechosos. ¿Por qué dedicarme a mirar con disgusto alguna pequeñita mancha negra de nuestra existencia en vez de observar con alegría tantas cosas agradables que nos suceden cada día?

CUIDADO CON LOS DESEOS EXAGERADOS O INSTANTÁNEOS

Otra de las trampas que produce inquietud en el alma es el llenarse de deseos, planes exagerados y dedicarse a tratar de ponerlos en práctica rápidamente. Los orientales dicen que tanta mayor paz tiene una persona cuánto más sabe moderar sus deseos. Cuando nos llegue algún deseo o se nos ocurra un plan, pidamos al Espíritu Santo que nos ilumine si esto viene de Dios y es para nuestro mayor bien. Ojalá logremos consultar también a alguna persona prudente y espiritual. Y luego tratemos de mortificar nuestra demasiada vivacidad que nos quiere llevar a tratar de poner en práctica ya inmediatamente lo que se nos ha ocurrido. Esa mortificación hace más perfecta y más agradable a Dios nuestra obra que si la hubiéramos hecho con precipitación y demasiada rapidez. Las gentes prudentes dejan fermentar poco a poco las ideas en su cerebro las van cocinando con el fuego de la oración y el combustible que se llama «pedir consejo a los que saben». Decía Jesús que si se empieza una obra sin hacer cálculos acerca de sí se podrá terminar, y luego no se logra acabar, la gente se nos va a burlar y a decir: «Empezó y no fue capaz de concluir». Vayamos despacio y lograremos llegar más lejos.

Cuidado con los recuerdos amargos. Para evitar ese mal tan dañoso que es la inquietud conviene alejar de nuestra mente esos recuerdos amargos y tristes que quieren anidarse allí como roedores dañinos. El vivir pensando en eso, lo que obtiene es que se graben de tal manera en la mente que ya después no seremos capaces de alejarnos de allí. Y son recuerdos que en vez de contribuir a volvernos mejores, lo que hacen es llenar el alma de vanas inquietudes y de inútiles amarguras. ¿Que alguien nos humilló y nos atacó injustamente? Pues con eso hizo crecer nuestra humildad y nos ejercitó en la paciencia. ¿Que hemos cometido muchos y graves pecados en la vida pasada? ¿Pero ya los confesamos y le hemos pedido muchas veces a Dios que nos perdone? ¿Para qué seguirlos recordando? Más bien sumerjámoslos en el océano inmenso de la bondad y de la misericordia de Dios y así se cumplirá lo que prometió el profeta Miqueas: «Tú, oh Dios, arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados para no volverlos a recordar» (Mt 7, 19).

¿Para qué seguir atormentándonos con estos recuerdos de un pasado que ya por más que nos angustiemos no podemos cambiar ni hacer que no haya sido así? Confiemos el pasado en manos de Dios y dediquémonos a vivir alegres y optimistas el presente, esforzándonos por agradarle con nuestro buen comportamiento.

¿ Que tuvimos tremendas imprudencias que nos ocasionaron enormes pérdidas? Aprovechemos esta amarga experiencia para aprender lecciones para el futuro, pero no nos amarguemos llorando por la leche derramada, que con llorar no vamos a lograr recoger nada. Volvamos a empezar animosos, pues son muchas las personas que en una imprudencia perdieron los ahorros de toda una vida y luego con la ayuda de Dios lograron reponerse y volver a surgir. Pero si nos dejamos llevar por la preocupación y la depresión acabaremos con nuestra salud nerviosa, acortaremos nuestra vida, y con esos afanes nada lograremos remediar, san Pedro dice: «Coloquemos nuestras preocupaciones en manos de Dios, que Él se interesa por nosotros» (1P 5, 7).

Analicemos nuestros remordimientos. Si ellos nos llevan a confiar más en la divina misericordia de Dios, a pedirle perdón y a empezar una vida más virtuosa, a ser más humildes y más compresivos con los demás, entonces sí son provechosos. Pero si solamente nos llenan de amargura y desánimo, rechacémoslos como venidos del mal espíritu, porque pueden ser sugestiones del enemigo para hacer que vivamos llenos de inútil inquietud.

Cuando recordemos hechos dolorosos, analicemos si el recuerdo de estos hechos nos sirven para atacar nuestro orgullo y amor propio que es el enemigo más temible que tenemos. Si su recuerdo nos lleva a tener más gratitud a Dios y menos confianza en nuestras solas fuerzas. Si al recordar estos hechos nos movemos a pedir más la ayuda de Dios y su perdón. En esos casos son recuerdos provechosos. Pero si por el contrario al recordar esos acontecimientos amargos nos inquietamos, nos desanimamos, nos volvemos más miedosos para obrar el bien y más pesimistas, y nos llenamos de rencores y de deseos de venganza, nos llegan la impaciencia, la amargura y el airado rechazo por lo que nos ha hecho sufrir, entonces sí, mucho cuidado, que por allí anda el ángel de las tinieblas que es triste todos los días y minutos de su vida y quiere contagiarnos de su tristeza y de su amargura. Dios es paz, y sus pensamientos son de paz y no de amargura. Repitamos las palabras que acostumbraba decir una santa: «Tristeza y melancolía, fuera del alma mía».

Vivir recordando con disgusto el pasado es una tristeza inútil. Ni un milímetro cambiará ya. En cambio que consolador es recordar lo que dice el libro del Apocalipsis, que al final de nuestro tiempo se abrirá el Libro de la Vida donde está escrito todo lo que hemos sufrido y a cada uno se le pagará según sus méritos. Qué consuelo pensar que ninguno de nuestros sufrimientos habrá sido olvidado por Dios. Él permitió que nos llegaran, sabrá premiarlos muy bien y su premio será eterno y maravilloso. Un recuerdo como éste sí hace provecho al alma y llena de entusiasmo.

COLOQUEMOS NUESTRAS PREOCUPACIONES EN MANOS DE DIOS, QUE ÉL SE ENCARGARÁ DE PROPORCIONARNOS LAS SOLUCIONES

(Salmo 55)

CAPITULO 25

LO QUE DEBEMOS HACER CUANDO SUFRIMOS ALGUNA DERROTA EN EL COMBATE ESPIRITUAL

«Siete veces cae el justo, pero otras tantas veces se levanta. «Dice el Libro de los Proverbios y cómo lo más grave no es caer en debilidades y miserias sino quedarse caído y no levantarse a tiempo, añade: «En cambio el imprudente se queda hundido en su miseria espiritual» (Pr 24, 16).

Cuando cometemos alguna falta, ya sea por irreflexión o sorpresa, ya sea con malicia y premeditación, lo importante es no desanimarse, no dejar de luchar por recuperar de nuevo la amistad con Dios, la paz y pureza del alma. Cuando nos suceda hacer o decir o pensar algo que va contra la ley de Dios, tenemos que decirle humildemente a Nuestro Señor: «Oh Dios mío: acabo de demostrar lo que soy: miseria, debilidad, mala inclinación. Pero ¿qué más podía esperarse de una creatura tan miserable y débil como yo, sino caídas, infidelidades y pecados?».

Luego dediquemos algunos momentos a considerar cuán débil y mal inclinados somos y cuán vil y miserable es nuestra naturaleza pecadora, y sin desanimarnos enojémonos santamente contra las pasiones y malas costumbres, y exclamemos: «No me habría detenido si tu bondad infinita, Dios mío, no me hubiera socorrido, sino que habría cometido faltas aún mucho más graves».

Y démosles gracias a Dios por habernos perdonado tantas veces para que se cumpla lo que dijo Jesús: «A quien mucho se le perdona, mucho ama» (Lc 7, 47). Admiremos su infinita bondad que nos ha soportado con tan admirable paciencia hasta el día de hoy y pidámosle que no nos suelte jamás de su santa mano, porque si nos suelta nos hundimos en el abismo de todos los vicios.

Digámosle frecuentemente la oración del publicano del evangelio: «Misericordia Señor que soy un pecador» (Lc 18, 13). Y añadámosle: «Oh Señor: no permitas que jamás me aparte de Ti. Hemos pecado y cometido iniquidad, pero tu misericordia es más grande que nuestra miseria, y tu poder muchísimo más grande que nuestra debilidad. No te fijes en la infidelidad, sino en el deseo que tenemos de recobrar tu divina amistad».

Algo que no conviene. No nos detengamos a pensar si Dios nos habrá perdonado o no. Esto nos puede traer inquietud y pérdida de tiempo. Si estamos arrepentidos. Si tenemos propósito firme de no seguir cometiendo estas faltas, si pedimos perdón humildemente al Señor y nos confesamos a su debido tiempo, no sigamos dudando si Dios sí nos perdonó o no. Él nos sigue repitiendo las palabras que dijo por medio del rey David: «Un corazón humillado y arrepentido, Dios nunca lo desprecia» (Sal 51, 19).

Pongámonos confiadamente en manos de la bondad Divina y aunque hayamos cometido muchas faltas recordemos lo que dijo el Señor por medio del profeta: «Aunque por tus faltas tu alma sea roja como la tela más roja, Yo la volveré blanca como la nieve» (cf. Is 1, 18). Cultivemos un verdadero temor a nuestra total debilidad, mala inclinación, un santo horror y asco hacia todo lo que es pecado y ofensa a Dios, esforcémonos por comportarnos en adelante con mayor prudencia y más cuidado. Y si nosotros hacemos lo que podemos, Dios se encargará de concedernos lo que no podemos conseguir por nuestras solas fuerzas.

No olvidemos las caídas, pues su recuerdo puede ser útil para andar con más cuidado en lo porvenir. Y recordemos siempre cuán grande es la bondad de Dios que a pesar de tantas infidelidades que hemos tenido nos continúa amando con tan inmenso amor. Él nos sigue repitiendo: «Con amor eterno te amé», y «volveré a concederte la belleza espiritual que antes tenías» (Jr 31, 3).

CAPITULO 26

LAS CUATRO CLASES DE ACTUACIONES EQUIVOCADAS QUE EXISTEN EN LAS PERSONAS RESPECTO AL PECADO

Y explicación de la primera actuación

En el combate contra el pecado muchísimas personas pueden tener y tienen en realidad alguna de estas cuatro actuaciones, que son sumamente equivocadas y peligrosas:

1 a Hay quien se han esclavizado al pecado y no piensan en salirse de esa esclavitud.

2 a Otros sí desean salir de esa esclavitud pero nunca empiezan con seriedad a tratar de librarse de semejante opresión.

3 a Bastantes personas se imaginan que ya han progresado mucho en el camino de la perfección y no se dan cuenta de que su debilidad y flojedad ante el pecado les tiene enormemente lejos de la santidad y la perfección.

4 a Otras gentes después de haber llegado a un alto grado de virtud, se descuidan y vienen a caer en espantosa ruina espiritual y gran peligro de perderse.

Estudiemos estas cuatro actuaciones equivocadas para ver si nos hallamos en alguna de ellas y tratar de salir de allí.

PRIMERA ACTUACIÓN EQUIVOCADA: SER ESCLAVOS DEL PECADO Y NO PENSAR EN SALIRSE DE ESA ESCLAVITUD.

Nada desean tanto los enemigos de nuestra salvación como dejarnos en paz y tranquilidad respecto a los pecados. Cualquier pensamiento o deseo de conversión que nos lleguen trataran de apagarlos y alejarlos y si alguien quiere aconsejar que sería mejor cambiar de vida y empezar un comportamiento más de acuerdo con la ley de Dios, inmediatamente se cambia de tema y se trata de que de estas cosas no se hable.

Y los tres enemigos de la santificación: el mundo, el demonio y la carne o pasiones carnales, se esfuerzan por proporcionarnos continuamente nuevas ocasiones de pecar, nos tienden trampas y lazos traicioneros para que sigamos de nuevo en antiguas faltas; y tratan de endurecer de tal manera nuestra conciencia que ya no nos conmuevan ni las bondades que Dios ha tenido para con nosotros, ni las sanciones que su Divina Justicia enviará contra nuestras maldades, ni las pérdidas y daños que nos van a llegar pecando. Y así el alma pecadora va corriendo continuamente hacía su perdición, se va precipitando de abismo en abismo, y se va alejando más y más de la perfección y de la santidad, y si Dios no interviene con un milagro de su gracia, la ruina será total.

Existen dos remedios para lograr detenerse en esta carrera hacia el abismo del pecado.

El primero consiste en hacer caso a las inspiraciones y remordimientos que sentimos en la conciencia. El poeta dijo: «La conciencia a los culpados corrige tan pronto y bien que hay pocos que no estén dentro de su alma ahorcados», san Agustín afirmaba: «El peor peligro para un pie herido es que ya no duela, porque entonces no tiene circulación y le llegará la gangrena. El terrible y espantoso mal para una alma pecadora es que ya no siente remordimiento por haber pecado. Si no lo siente, estará irremediablemente perdida. Pero si la conciencia le remuerde y le hace caso a su conciencia, todavía tiene esperanza de enmienda y salvación.

El segundo remedio es clamar mucho a Dios, pidiendo su ayuda y su perdón. Miremos el crucifijo y pidámosle que nos dé verdadera contrición de nuestras maldades. Elevemos la vista al cuadro de la Virgen María y a ella, que es refugio de pecadores digámosle: «Ven Madre mía en mi ayuda, que me están derrotando». Y Dios cumplirá lo que prometió en el Apocalipsis: «Echará gotas curativas en los ojos de tu alma para que veas la fealdad de tus faltas y las aborrezcas y las logres evitar».

TENGO CONTRA TI, QUE HAS PERDIDO TU FERVOR DE ANTES.

DATE CUENTA DE DÓNDE HAS CAÍDO. ARREPIÉNTETE Y VUELVE A LA BUENA CONDUCTA. SI NO TE ARREPIENTES IRÉ Y TE QUITARÉ DEL SITIO IMPORTANTE DONDE ESTÁS

(Ap 2, 4)

CAPITULO 27

LA SEGUNDA ACTUACIÓN EQUIVOCADA. NO EMPEZAR CON SERIEDAD A TRATAR DE LIBRARSE DE LA ESCLAVITUD DEL PECADO

Muchos conocen el mal estado de su conciencia y hasta desean mejorar de comportamiento, pero se dejan engañar por una trampa sumamente peligrosa: dejar para más tarde el empezar a reformarse seriamente. Se les olvida que quien siempre dice: «Mas tarde», termina por decir: «Nunca jamás». Es necesario que se propongan no dejar para mañana hacer los esfuerzos que no quisieron hacer ayer. Porque la excusa tramposa consiste en decir: «Voy a dedicarme primero a algunos asuntos que tengo entre manos y después sí veré cómo tratar de mejorar mi conducta». Y el «después» se les convierte en «nunca».

El «señor más tarde». A Antígono, rey de Macedonia lo llamaban «el señor más tarde», porque siempre que le pedían un favor respondía con esa frasecita: «más tarde» y después se quedaba sin conceder los favores que le habían pedido. El mundo está llenito de hombres y mujeres que podían adoptar un segundo apellido, después de aquel con el que la gente lo conoce y su segundo apellido podrá ser: «Más tarde», porque eso es lo que afirman siempre que una voz en el alma les propone: «Empiece a comportarse mejor, conviértase, comience una vida de virtud y de fervor y santidad». Los campesinos repiten un refrán que dice: «El que guarda para luego, guarda para el perro», que es como afirmar: «Dejar para más tarde es dar por perdido lo que se debería hacer ahora».

Hoy es mi día. Los psicólogos recomiendan proponerse un lema muy provechoso: «Hoy es mi día». Si voy a empezar a tener un trato amable, ¿por qué no empezar desde hoy mismo? ¿Para qué dejar para después? ¿Voy a empezar a callar lo que no debo decir? ¿Desde cuándo? ¿Desde mañana? ¿Y por qué no desde hoy mismo? ¿Quiero dominar mis ojos para que no se vayan tras lo que no conviene a mi alma? ¿Desde la semana entrante? ¿Y no sería mejor desde ahora mismo? ¿Quién me asegura que el mañana llegará para mí? El Apóstol Santiago dice: «No digan ‘mañana haré tal o cual cosa’, porque no sabemos si el mañana llegará para nosotros». ¿Deseo hacer alguna pequeña penitencia por mis pecados y por la salvación de las almas? Muy bien. Pero lo mejor será empezar desde hoy mismo, no sea que mañana ya no tenga deseo o voluntad de hacerla. Cada uno de nosotros debería repetir lo que un pecador respondió a un santo predicador que le preguntó: ¿Y usted cuándo se quiere convertir? -y el otro respondió: «Me quiero convertir hoy mismo». Señor, que yo vea. Cuando algún ciego deseaba que Jesús le quitara su terrible ceguera le gritaba «Señor que yo vea». Algo semejante deberíamos suplicarle muchas veces también nosotros «Señor que yo vea, qué es lo que en mí debo corregir y cómo corregirlo». Y recordando nuestra terrible debilidad y flojedad para ser capaces de atacar al mal, repetir a Dios las palabras que en la Santa Biblia dijo el héroe Balac: «Si vienes conmigo, iré al combate; si no vienes no me atrevo».

Ahora empiezo. Los maestros de espíritu recomiendan a sus discípulos decirse a sí mismos de vez en cuando: «Ahora empiezo», «desde hoy mismo quiero cambiar», «no voy a dejar para más tarde los esfuerzos que hasta ahora no he querido hacer».

El infierno está lleno de buenos propósitos. Los santos padres de la antigüedad repetían un refrán: «El infierno está empedrado de buenos propósitos», para significar que muchos se perdieron porque aunque se propusieron enmendarse, nunca se arriesgaron a empezar en serio a hacerlo. Hoy podríamos exclamar: «El número de los fracasados está lleno de gentes que sí hicieron propósitos de ser mejores, pero nunca empezaron a cumplirlos». ¿No estará mi alma entre el número de los que no se han arriesgado a empezar ya desde ahora mismo a luchar decididamente contra la esclavitud del pecado? Si lo está tengo que lanzar desde ahora mi grito de independencia y empezar a luchar contra tan terrible opresor.

HOY:

SI ESCUCHAMOS LA VOZ DE DIOS (QUE NOS LLAMA A LA CONVERSIÓN) NO ENDUREZCAMOS NUESTRO CORAZÓN (NI DEJEMOS PARA MÁS TARDE EL CONVERTIRNOS) (salmo 94)

CAPITULO 28

LA TERCERA ACTUACIÓN EQUIVOCADA IMAGINARSE QUE YA SE ESTÁ CERCA DE LA SANTIDAD, CUANDO SE ESTÁ ENORMEMENTE LEJOS DE ELLA

Existe otra grave equivocación respecto al pecado: olvidarnos de las pasiones, vicios, malas costumbres y perversas inclinaciones que tenemos y dedicarnos a hacer planes quiméricos y fantásticos acerca de una santidad que ya no imaginamos tener, sólo porque la imaginamos y la deseamos. Y se cumple lo que dijo el poeta: «Mientras se seca la huerta, se está despeñando el río». Mientras vivimos pensando en una santidad idealista e imaginaria, dejamos de combatir las malas inclinaciones que nos llevan al pecado y por andar siguiendo tras hermosas mariposas que vuelan por el aire, nos olvidamos de hacerles cacería a los ratones que devoran los productos de nuestra huerta.

DAR DE LO QUE NO SE TIENE

Y sucede que se hacen proyectos fantásticos acerca de lo que no se posee ni se tiene a la mano, y en cambio, de lo que sí tenemos que hacer y responder, de eso sí que nos descuidamos. Nos sucede como aquel que decía: «Si yo tuviera dos lujosas carrozas regalaría una para los pobres». Y un amigo le preguntó: «¿Y si tuviera dos carretillas, también regalaría una para los pobres?». -¡No. No eso sí que no! -¿ Y por qué? Porque las dos carretillas sí las tengo. Qué fácil es proponerse heroísmo con lo que no se tiene, pero en cambio qué difícil es tener generosidad con lo que sí se posee.

VALEROSOS EN LO LEJANO, Y FLOJOS EN LO CERCANO

De ciertas personas dicen los que las conocen: «Antes del peligro, gran denuedo. Llegada la hora: mucho miedo». Algo parecido sucede a tantas gentes en sus proyectos espirituales y de santidad; se imaginan que si llega la persecución darán su vida en medio de terribles tormentos por defender la santa religión, y con esa imaginación ya se creen personas santas. Pero apenas les hacen la menor ofensa estallan en protestas, y al menor dolor de una enfermedad ya viven quejándose. Son fáciles de desear santidad brillante y lejana, pero rechazan la humilde santidad que se les ofrece día por día.

Remedios. Para evitar estos engaños de nuestra imaginación es necesario que pensemos concretamente en cuáles son los enemigos espirituales que nos atacan y a los que debemos combatir. En vez de vivir imaginándonos situaciones fantásticas para el futuro, situaciones que seguramente no nos van a llegar nunca, analicemos calmadamente que son los peligros y ocasiones que nos pueden hacer fracasar ahora en lo presente: esos estallidos de nuestro mal genio, esos pensamientos de orgullo, ese deseo de aparecer y conseguir la estimación de los demás; esa amistad que le roba a nuestro corazón el amor que deberíamos dirigir únicamente hacía Dios y las almas; ese afán por poseer más y más, esa tristeza que tanto apocamiento nos trae… etc.

CUIDADO CON CONFUNDIR EL SUEÑO CON LA REALIDAD

El error de tantísimas personas consiste en imaginarse que porque ya han hecho el propósito o resolución de comportarse muy bien, eso significa que en realidad están ya cerca de la santidad. Nada más equivocado. Alguien puede saber muy bien qué es lo que debe hacer y qué es lo bueno que desea conseguir, y cómo debe comportarse, pero si recuerda sus pasiones, sus malas inclinaciones, la debilidad de su voluntad y los ataques tan feroces que le tratarían de dar los enemigos de su alma, en vez de imaginarse que ya está cerca de la santidad, lo que sentirá será un gran temor a su propia debilidad y un norme deseo de implorar la ayuda del Dios Todopoderoso y pedirle la gracia de no caer en la tentación y de perseverar en el bien hasta la muerte.

ESTAR ALERTA VIGILANTES Y ORAR, PORQUE EL ESPÍRITU ESTÁ PRONTO, PERO LA CARNE ES DÉBIL (Mc 14, 38)

CAPITULO 29

LA ÚLTIMA Y MÁS PELIGROSA ACTUACIÓN RESPECTO AL PECADO: DEJAR DE COMBATIR, Y CAER EN LA RUINA ESPIRITUAL

La cuarta trampa que nos presentan los enemigos de nuestra santidad es la de obtener que dejemos de combatir contra el pecado y nos quedemos tranquilos en nuestras malas costumbres, vicios y defectuosa conducta.

Un engaño: si alguien sufre de impaciencia y de mal genio a causa de las enfermedades que le llegan, existe el peligro de que se dedique a pensar cuántas mayores obras buenas haría si tuviera perfecta salud, y cuánto mejor podría servir a Dios y al prójimo si estas dolencias se fueran. Y así en vez de luchar contra la impaciencia y el mal genio, lo que está haciendo es apoyar su rebeldía interior y fomentar su disgusto contra lo que sufre. Y se inquieta, se aflige y se impacienta porque su salud no es perfecta. Y en lugar de luchar contra la impaciencia lo que está haciendo es alimentarla y fortalecerla considerando su enfermedad como un impedimento para realizar buenas obras (como si Dios tuviera tanta necesidad de las obras buenas que nosotros vamos a realizar) y se imagina que a causa de la enfermedad su progreso en la virtud se detiene (siendo que lo que sucede es todo lo contrario, si sufre con paciencia y por amor de Dios sus dolencias). Y en lugar de entablar una lucha contra el vicio del mal genio y de la impaciencia, lo que le sucede es que cae insensiblemente en estos dos grandes defectos, y se deja vencer por ellos.

Un remedio. Cuando nos llegan estas imaginaciones de que si nos curamos de las dolencias que sufrimos, vamos a servir mejor a Nuestro Señor, pensemos que probablemente no va a ser así, pues cuando ya la salud sea completa, nuestros sentimientos de piedad y de fervor van a ser probablemente mucho menos fuertes que los que teníamos mientras estábamos sufriendo. Por eso un santo le dijo a una enferma que suplicaba le diera una bendición para curarse de una larga y dolorosa enfermedad: «Si se cura, nunca será santa. Pero si sigue sufriendo podrá alcanzar un alto grado de perfección en la tierra y un maravilloso grado de gloria en el cielo». Ella aceptó con gusto seguir sufriendo, y en verdad que llegó a tener una admirable santidad. Es que hay gente que en plena salud no se santifica, pero en dolencias y enfermedades sí adquiere un notable grado de fervor.

Y si todavía nos sigue llegando la inquietud de que en perfecta salud haríamos más obras buenas, pensemos que probablemente Dios en su sabiduría ha determinado que no seamos nosotros quienes hagamos esas buenas obras y en cambio con nuestros sufrimientos le ganemos la conversión de muchos pecadores y la salvación de numerosas almas, y obtengamos el perdón de los propios pecados.

Cuidado con la tristeza. Existe un pecado que si nos descuidamos y dejamos de combatirlo, va a anidar en nuestro corazón y nos va a hacer enorme mal. Es la tristeza. El Libro Santo dice: «La tristeza no sirve para nada y sólo daños trae a la persona». Es necesario que no dejemos jamás de combatir contra la mala inclinación que tenemos de entristecernos por lo que no es pecado ni ofende a Dios. Así por ejemplo cuando alguien se enferma empieza a entristecerse por las molestias que les causan a quienes le atienden, pero cuando se mejora ya no se acuerda de esas caridades que le hicieron. Lo que le entristecía era su orgullo. Otros se dejan llevar por la tristeza diciendo que esos sufrimientos le están llegando es como castigo de sus pecados, pero cuando recobre su salud ya verán qué tan poquito arrepentimiento siente por las maldades de su vida. Su tristeza no provenía de arrepentimiento sino de impaciencia. Cuántos hay que suspiran de tristeza porque no tienen mayores riquezas para dedicarse a hacer muchas obras de caridad, pero sí las tuvieran tampoco harían las tales obras. Es pues muy peligroso dejar de combatir contra la tristeza y dejarse vencer por esa pésima inclinación a vivir tristes. Y lo mismo hay que afirmar de cualquier otro vicio o pecado.

SI ACEPTAMOS DE DIOS LOS BIENES ¿POR QUÉ NOP ACEPTAR TAMBIÉN LOS MALES? (Jb 2)

CAPITULO 30

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [30 – 33]

UNA TRAMPA MORTAL QUE HAY QUE EVITAR: EL QUE LAS MISMAS VIRTUDES SEAN CAUSA DE QUE NOS DEJEMOS VENCER POR EL ORGULLO

Una de las más traicioneras trampas que se nos pueden presentar en el camino hacia la santidad consiste en que el considerar las virtudes y cualidades que tenemos nos dediquemos a sentir complacencia y exagerada estimación de nosotros mismos, y así nos dejemos dominar por el orgullo, la vanidad y la vanagloria.

Los santos aconsejan: «Hay que recordar miserias y debilidades pasadas para evitar orgullos presentes y futuros». Tenemos que decir con san Agustín: «Todo lo bueno que tengo es regalo totalmente gratuito de Dios. Lo único que poseo son mis debilidades y lo que he fabricado son mis maldades».

Es necesario tener en la mente una verdad dicha por san Pablo, la cual nos puede librar de muchos orgullos y vanaglorias. Dice así: «¿Qué tienes tú que no hayas recibido? y si lo has recibido, ¿por qué te llenas de orgullo como si no lo hubieras recibido?» (cf. 1Co4, 7).

Valorarse debidamente. Cada cual debe valorarse, separando bien claramente qué es lo propio suyo y qué es lo que ha recibido gratuitamente de Dios. Y según eso, tener en cuenta qué tantos motivos puede tener para enorgullecerse. Si de esa manera se califica, en vez de vivir con el alma llena de orgullo y vanidad, lo que hará será vivir dándole gracias humildemente al buen Dios.

Una mirada al pasado. Tengo que pensar en lo que yo era hace cien años. Pura nada. Y nada podía hacer por mi cuenta para llegar a ser algo. Es necesario que me pregunte: ¿qué sería de mí si la misericordia y el poder de Dios no me hubiera conservado la vida? Si Nuestro Señor me deja por un instante, volveré inmediatamente a la nada. El Apóstol Santiago dice: «Somos humo que aparece por un momento y después desaparecerá» (SM, 14). Y el santo Job afirmaba: «El ser humano es como una flor: brota y muy pronto se marchita y se va como una sombra que desaparece» (Jb 14, 2). Si esto es lo que soy, ¿cómo puedo dedicarme a enorgullecerme y llenarme de vanidad?

Y en cuanto a las obras espirituales debo pensar en esto: ¿Qué obras buenas podría yo hacer sin la ayuda de Dios? san Pablo afirmaba: «No es que por nosotros mismos podamos nada sino que nuestra suficiencia viene de Dios».

El recuerdo de las faltas cometidas. Si me pongo a recordar la multitud de pecados que he cometido, y hasta los que habría podido cometer si la bondad de Dios no me hubiera defendido y socorrido, y no encontraré en mi sino debilidad, infidelidad, malas costumbres y pérfidas inclinaciones. Y este recuerdo debe llevarme y mantenerme humilde y a darle infinitas gracias a Dios que tanto me ha perdonado y que de tantas maldades más me ha librado.

La verdad y sólo la verdad. Pero en estos juicios que hacemos acerca de nosotros mismos es necesario no exagerar ni afirmar nada que no esté de acuerdo con la verdad.

No es decir que hemos hecho lo malo que en verdad no hemos hecho, ni que hemos cometido lo que en verdad no hemos cometido. Pero si nos contentamos con la verdad, ya con esto tendremos lo suficiente para humillarnos y no llenarnos de vano orgullo. Y para no creernos superiores a los demás, pues no lo somos.

Cuidado con una esclavitud. Ya que en verdad no merecemos alabanzas sino más bien humillaciones, es necesario vivir muy alerta para no dejarse dominar de una esclavitud sumamente dañosa que consiste en vivir pensando en «¿qué dirán los demás de mí? ¿Qué buen nombre tendré ante los demás? ¿Qué opinaran de mi proceder? Todo esto puede ser orgullo y vanidad, y deseo de parecer bien.

Pero, no aparecer humilde por orgullo. Es necesario aceptar las humillaciones y no querer aparecer ante los demás, pero que esto no sea para que nos tengan como personas humildes, porque entonces nos resultaría que estamos demostrando humildad, pero por puro orgullo. «Sepulcros blanqueados», llamaba Jesús a esta clase de individuos, y añadía que sus apariencias son hermosas como brillantes lápidas de cementerio, pero su interior es horrendo como la podredumbre de un sepulcro.

¿Y si nos prodigan honores? Puede suceder a veces que la gente nos felicite y diga alabanzas en nuestro favor. En esos casos debemos repetir la frase del salmista: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre, sea la gloria» (Sal 115, 1). O lo que repetía el profeta Daniel: «El Señor Dios se merece todo el honor, y nosotros la confusión y humillación». Y volviendo nuestro pensamiento hacia la persona que nos alaba y felicita repitamos interiormente lo que decía Jesús: «Sólo Dios es bueno» (Lc 18, 19) y pensemos: «Esta gente me alaba porque sólo conoce externamente mis apariencias de bondad, pero si me conocieran como soy en verdad, seguramente no hablarían así en mi favor. Puedo repetir con san Bernardo: «Estoy especializado en disfrazarme de persona buena, y por eso me alaban. Las alabanzas que me prodigan se deben a que no me conocen tal cual como en realidad soy».

¿ Y si nos viene el recuerdo de las buenas obras que hemos hecho? A veces al recordar las buenas obras que hemos logrado realizar nos pueden llegar pensamientos de vanidad. Entonces debemos hacernos este razonamiento: «Todo lo que de bueno he podido hacer es un regalo del buen Dios, una generosidad de su infinita bondad. No me explico cómo de este abismo de corrupción y de iniquidad que es mi persona, pueden haber brotado estas buenas obras. Sólo me queda repetir la frase del Libro Santo: «Es el Señor el que lo ha hecho». Y con humildad y con lengua de alabanza repitamos las frases bellísimas de la Virgen María en su Cántico: «El Señor hizo en mí maravillas. Gloria al Señor» (Lc 1, 49). Además de esto debemos pensar que las obras buenas que hemos hecho durante todo el curso de nuestra vida, no solamente no corresponden a la inmensa cantidad de luces y ayudas que hemos recibido de Nuestro Señor, sino que han estado acompañadas de grandes defectos e imperfecciones, y que quizás en numerosos casos le faltó aquella pureza de intención de hacerlas únicamente para gloria de Dios y bien de las almas. Y si las examinamos bien, quizás en vez de producirnos vanagloria nos llenarán de confusión al ver cuánto mejor las podríamos haber hecho, y cómo las manchamos con tantas imperfecciones.

Una comparación provechosa. Cuando alguien cree haber llegado a un alto grado de perfección en un arte, por ejemplo la música, basta que vaya a un concierto donde un gran maestro da unas demostraciones de sus altísimas cualidades artísticas. Al escucharlo se le disminuye muchísimo al principiante su creencia de que ha llegado a muy alto grado en ese arte. Así nos puede suceder si comparamos nuestras buenas acciones con las de los santos. Tendremos entonces que repetir lo que decía aquel gran predicador: «Comparados en santidad y buenas obras con los grandes santos, nosotros no somos más que unos pollos mojados y unos burros muertos». Y ¿qué diremos si comparamos nuestra virtud y nuestras buenas obras con las de Jesucristo? Sería como comparar a un insignificante gorgojo con una altísima montaña. ¿Qué son nuestros sufrimientos y nuestro amor a Dios y a las almas comparados con los del Salvador?

¿Y si nos comparamos con Dios? ¿Con su santidad infinita. Con sus maravillosas obras y su continuo obrar en favor de todos y su generosidad sin límites y su capacidad inagotable de perdonar, y su pureza total? ¿Quién podrá sentir orgullo comparándose con Dios?

No exponer los tesoros. Cuenta la Sagrada Escritura que una vez el rey Ezequías mostró a los embajadores de Babilonia todos los tesoros que había en Jerusalén, y el profeta Isaías le avisó que los babilonios al conocer tantos tesoros se iban a llenar de codicia, llegarían, se los robarían todos y se los llevarían para Babilonia. Y así sucedió (cf. 2R 13, 20). Algo parecido puede suceder a quien vive descubriendo ante los demás las gracias y dones que ha recibido de Dios, pero hace ostentación de esto no para hacer bien a las almas, sino para inflar su propio orgullo. Vienen los enemigos del alma y le roban todos sus méritos y ganancias que habría podido atesorar para el cielo.

La base de todo. San Agustín repetía: «Si alguien quiere llegar a la santidad que empiece a cultivar la humildad. No porque está sea la principal de las virtudes (pues la virtud número uno es la caridad) sino porque la humildad es la base más segura para poder construir el edificio de la perfección». Y es que mientras más vayamos cavando al recordar nuestras miserias y debilidades, y más vayamos descubriendo el fondo de nuestra propia nada, tanto más el Divino Arquitecto irá colocando en nuestra vida las piedras más sólidas para edificar el edificio de la perfección. Jamás creamos que ya hemos llegado a conocer perfectamente la propia miseria y debilidad. Pues si en algo pudiera darse lo infinito en la creatura humana, lo sería en nuestra fragilidad y debilidad.

Un secreto. Para obtener que Dios venga a conceder muchos triunfos es necesario mantenerse muy humilde, pues Él se aleja de los que se elevan más de lo debido y se acerca a los que se bajan humillándose. Sus favores y gracias son como las aguas de las lluvias que no se quedan en las elevadas cumbres sino que bajan a reposarse en los profundos valles. Siempre se cumplirá aquello que decía Jesús, que a quien se coloca en el último sitio del banquete, viene el Señor y lo hace subir hacía uno de los principales puestos (cf. Lc 14, 10).

Un favor que hay que agradecer. Si Dios en su infinita bondad nos concede la gracia de acostumbrarnos a permanecer siempre en un buen grado de humildad, no dejemos de darle gracias portan grande favor, pues así nos asemejamos a Jesucristo, quien siendo el Hijo del Altísimo, y Señor de los Señores, se hizo humilde hasta lavar los pies de sus apóstoles y hasta la muerte y una muerte de cruz. Y por eso Dios le ha concedido una gloria inmensa y un nombre ante el cual doblan las rodillas los cielos, la tierra y los abismos. Y es que todo el que se humilla será engrandecido.

CAPITULO 31

PEQUEÑOS COMBATES QUE HAY QUE HACER TODOS LOS DÍAS

Quien desea conquistar la santidad no puede dejar nunca de combatir contra todo lo que se opone a la perfección. El primerísimo y más frecuente combate que tendrá que sostener día por día será el atacar a sus pasiones, especialmente a aquellas que más le atacan su alma, y el tratar de ir consiguiendo poco a poco pero sin cansase ni desanimarse, las virtudes contrarias a sus malas costumbres, pasiones, e indebidas inclinaciones. Y no olvidar que las virtudes y las pasiones están tan unidas unas a otras, que cuando se progresa en una virtud, crecen también las demás, y cuando se combate a un vicio, disminuyen también los otros.

No ponerse plazos. Algo que puede llenar de afanes y de ilusiones es el ponerse plazos para adquirir una virtud o para vencer un vicio o mala costumbre. En esto lo importante no es en cuánto tiempo se consigue la victoria, sino el no dejar de luchar, aunque los éxitos que se van consiguiendo no sean muy rápidos y notorios. Dios no sólo premia las victorias conseguidas sino sobre todo los esfuerzos hechos por obtenerlas. Nuestro deber no es alcanzar la perfección sino tender continuamente hacia ella.

No detenerse. En el combate contra las malas tendencias es necesario no dejar un sólo día sin hacer algo por progresar en la virtud, porque en esto sucede como a los que van remando río arriba: si sueltan por un momento los remos se los lleva la corriente.

No creer jamás que ya hemos llegado. Si alguien se imagina que ya llegó al grado de perfección y santidad que Dios desea de cada uno, se equivoca totalmente. Esto llevaría a no aprovechar las nuevas ocasiones que se presentan cada día de practicar la virtud y de rechazar el mal, pues se imagina que ya es lo que debía hacer.

Una figura ideal. Una persona muy espiritual vio en sueños a un personaje maravilloso, practicando las más excelentes virtudes y luchando valientemente contra todo lo que se le oponía a la santidad, y con un alma verdaderamente bella y admirable. Y con gran emoción preguntó: «¿Quién es? ¿De quién se trata? Y una voz celestial le dijo: «Esto es lo que Dios quería que tú llegaras a ser. Lástima que estés tan lejos todavía de lo que Nuestro Señor desea que seas». Despertó suspirando de desilusión, pero se propuso no dejar de trabajar día por día por conseguir su perfección, pues se dio cuenta de lo lejos que estaba todavía de la verdadera santidad. Y yo, personalmente ¿qué tan lejos estaré? Me aterraría si lo supiera.

No perder ninguna ocasión. De alguien que al sufrir una ofensa estalló en gritos y quejas, afirmó su director espiritual: «¡Lástima. Perdió una ocasión de callarse y de ganar un gran premio para la eternidad!». Que no se pueda decir esto de nosotros en ninguna ocasión. Que más bien por el contrario aprovechemos

86 lo más posible cada ocasión que se nos presente de practicar cualquiera de las virtudes, ya sea la paciencia, el silencio, la humildad, la caridad, la alegría, la piedad, el perdón etc.

Y huyamos con pavor de toda ocasión de pecar. Huir, huir siempre, porque la seducción o atracción hacia el mal es de todas las fuerzas la que más arrastra, y aún a las personas más fuertes se las lleva como a una hoja el viento.

Practicar las pequeñas virtudes. Existen algunas virtudes o costumbres de hacer el bien que no son de gran apariencia pero que si se las práctica cada día van haciendo progresar de manera admirable en santidad, su práctica y ejercicio no hace daño al cuerpo. Así por ejemplo ser amables y tener un trato bondadoso con los demás, el hablar bien de todos y nunca mal de nadie, el hacer pequeños favores, el prestar servicios humildes; la puntualidad en levantarse por la mañana y en llegar a tiempo a todas partes y tratar de no llegar tarde a ninguna de nuestras obligaciones; el dedicar cada día unos minutos a leer unas páginas de un libro espiritual, aunque ello nos cueste algún pequeño sacrificio (sacrificio que Dios sabrá premiar muy bien en esta vida y en la eternidad) el saber guardar silencio en las horas en las que es mejor callar que hablar; el mostrar siempre un rostro alegre, aunque en el alma o en el cuerpo se tengan sufrimientos; el rezar para que Dios bendiga a quienes nos han ofendido; el recordar frecuentemente los favores de Nuestro Señor y darle gracias; el dejar de comer algo que nos atrae y gusta mucho etc. Son virtudes pequeñas quizás, pero a ellas les puede suceder como a las arenas del mar que son tan pequeñitas pero unidas todas forman una muralla que no deja pasar las olas destructoras que tratan de inundar la tierra. Y estas olas pueden ser nuestras pasiones y tentaciones.

Enfocar todos los esfuerzos hacia un mismo punto. Un sabio antiguo afirmaba: «Mucho espero de quien enfoca todos sus esfuerzos hacia la consecución de una sola virtud o la derrota de un solo vicio. Va a obtener resultados admirables». Enfoquemos todos nuestros pensamientos, todos los deseos, esfuerzos y las oraciones que hacemos, a tratar de combatir algún defecto determinado y a conseguir la virtud o cualidad contraria. Esto es sumamente provechoso y muy del agrado de Dios.

Así como san Pablo decía: «Ya sea que coman, ya sea que beban, ya sea que se dediquen a hacer cualquier otra cosa, háganlo todo para mayor gloria de Dios» (1Co 10, 31) así digamos acerca de esto que estamos recomendando: ya sea que trabajemos, ya sea que descansemos, ya sea que recemos, ya sea que meditemos, ya estemos en casa o fuera de ella, tengamos siempre un fin delante de nuestros ojos y de nuestras intenciones, para lograr mover a la voluntad: luchar contra algún defecto que nos domina y conseguir la virtud o cualidad contraria.

SACRIFICAR LOS DESEOS INDEBIDOS

Aquel filósofo oriental llamado Buda, que tanto ha influido en los pueblos del Asia, repetía siempre a sus discípulos: «Si quieren tener paz en el alma y progresar en el espíritu tienen que luchar sin compasión contra todo deseo indebido o moderado y contra lo que sea solamente buscar el placer. (Placer es lo que produce satisfacción a los sentidos. En cambio gozo es lo que produce satisfacción al espíritu). Los vicios reciben su fuerza y su vigor de todo lo que produzca placer y deleite a los sentidos. Por eso evitando esto último, necesariamente los vicios se van debilitando y perdiendo poder sobre la voluntad y el espíritu.

CUIDADO CON LOS PEQUEÑOS DELEITES

Un principio que nunca falla en la espiritualidad es que quien no se mortifica en los pequeños deleites tampoco será capaz de dominarse cuando lleguen los más impactantes atractivos del placer. Aquí sí que se cumple lo que decía Jesús: «Quien no es capaz de ser fiel en lo pequeño, tampoco será capaz de ser fiel, en lo grande» (Lc 19, 17). Aunque los pequeños placeres no sean culpas graves ni ofendan a Dios, notoriamente, sin embargo el no ser capaz de hacer el sacrificio de abstenerse de ellos, va debilitando la voluntad y la prepara negativamente para que cuando lleguen los grandes combates ya no sea capaz de resistir. Así por ejemplo ciertas demostraciones muy sensibles de cariño: miradas demasiado afectuosas, apretón de manos, pequeñas caricias en el rostro, comer frecuentes golosinas durante el día, andar mirando con curiosidad a los alrededores, vivir oyendo con curiosidad noticias del mundo y habladurías de los demás, no ser capaz de callar ciertas vivezas que llegan a la mente, etc. Todo esto no será una ofensa grande a Dios, pero si contribuye mucho a debilitar la voluntad. No olvidemos nunca el aviso de san Pablo: «Si vivimos dándoles gusto a las inclinaciones de la carne, terminaremos muy mal. Pero si con la ayuda del Espíritu Santo refrenamos los deseos del cuerpo, terminaremos teniendo vida plena» (Rm 8, 13).

Un consejo muy provechoso. Si alguien no ha hecho una confesión general de toda su vida, sepa que le servirá de gran provecho para su adelantamiento espiritual y para la paz de su espíritu el que se consiga un librito que hable acerca de cómo hacer una buena confesión y lo lea despacio dos o tres veces, y después busque un sacerdote comprensivo y muy espiritual y haga una confesión de todos los pecados que recuerde de su vida. Verá qué alegría tan profunda la que va a sentir. Es un comenzar una nueva etapa de su vida en cero pecados. Es un «borrón y cuenta nueva». Y pídale al confesor que le conceda también la absolución de todos aquellos pecados que se le hayan olvidado o se le hayan quedado sin confesar. Entonces sí que se cumplirá lo que dijo Jesús: «A todo el que le perdonen los pecados le quedan perdonados» (Jn 20, 23).

Pedir esto es como repetir lo que el salmista le suplicaba al Señor: «Oh Dios: perdóname los pecados que se me ocultan» (Sal 18). Y Cristo nos dirá lo que dijo al paralítico y a la pecadora: «Tus pecados quedan perdonados». ¿Qué mejor nos puede decir? Será la más consoladora de todas sus noticias.

QUIEN ES FIEL EN LO POCO, TAMBIÉN, LO SERÁ EN LO MUCHO (LC 16,10)

CAPITULO 32

HAY QUE CONTENTARSE CON ADQUIRIR POCO A POCO LAS VIRTUDES Y EJERCITARSE PRIMERO EN UNA VIRTUD Y DESPUÉS EN OTRA

Un error de principiante. Muchas personas cuando empiezan su empeño de adquirir la santidad y de combatir contra los enemigos de su perfección, caen en un error que les puede hacer mucho daño, y consiste en proponerse con un indiscreto y exagerado fervor de espíritu adquirir de una vez todas las virtudes y abandonar para siempre todos los defectos y vicios. Y como esto de ninguna manera les resulta posible, les llega luego el desaliento y se llenan de desánimo. Se les olvidó lo que tanto repetía el sabio Salomón: «Quien mucho abarca, poco aprieta».

Poco a poco. Los campesinos dicen: «De grano en grano llena la gallina el buche» y algo parecido sucede en la alimentación del alma para obtener la santidad. Es necesario contentarse con ir creciendo poquito a poco en la perfección. Así crecen las plantas, los animales y los seres humanos: casi sin que nadie se dé cuenta, pero si ese crecer es continuo se llega a resultados muy satisfactorios.

Por ejemplo: alguien desea obtener la paciencia. No es que hoy se acueste siendo un cascarrabias y mañana se levanta poseyendo ya la paciencia del santo Job. No. Pretender eso sería querer cosechar manzanas de una mata de cebolla. Hubo un hombre que era tan colérico que llegó hasta matar a un enemigo. Y de ese individuo se cuenta que después de 40 años de intenso trabajo por obtener la paciencia llegó a ser el hombre más manso y humilde de su tiempo. Su nombre fue: Moisés, el libertador de Israel. Pero no fue paciente en una semana ni en un mes. Aquí se sigue cumpliendo lo que decía Jesús: «Con su perseverancia se salvarán». Los que perseveren, esos serán los triunfadores (Mt 24, 13).

Una sola virtud cada vez. Muchos han hecho el ensayo de dedicarse a cultivar todas las virtudes al mismo tiempo, y han terminado sin fuerzas y sin ánimos. Les faltó recordar aquel principio de combate que tenían los famosos guerreros romanos: «Divídanlos y los vencerá». Uno por uno sí se pueden vencer los enemigos de la santidad. Una por una sí se logran conseguir las virtudes. Pero todas en montón nos resultan un peso demasiado grande, para nuestros hombros tan débiles.

Repetir, repetir, que algo queda. Tenemos que proponernos cada mes y cada año cultivar alguna virtud especial, determinada, que estemos necesitando. El Espíritu Santo si se lo suplicamos nos iluminará cuál debe ser la virtud que nos propongamos adquirir con mayor esmero que las otras. Y acerca de esa virtud o cualidad hay que repetir y repetir actos buenos hasta que se nos vuelvan una costumbre. Porque eso es una virtud: la costumbre de hacer ciertos actos buenos. Así como al cerebro de tanto repetirle algunas enseñanzas se les hace una zanjita y allí queda grabado para siempre eso que por la repetición se aprendió, así en la voluntad de tanto repetir acto buenos se forma un gusto y facilidad para repetir esos mismos actos. Y volvamos a decirlo: en eso consiste el poseer una virtud: en adquirir la costumbre de hacer ciertos actos buenos.

Motivarse. Los santos dicen que no hay que afirmar que la gente no quiere hacer ciertas obras buenas, sino más bien decir que lo que les sucede a esas personas es que no las han motivado suficientemente para que se dediquen a esas buenas obras. Así le sucede a nuestra voluntad. Puede ser que lo que está haciendo falta es motivarla más acerca de lo mucho que ganaremos si nos dedicamos a la virtud que queremos practicar. Ya veremos que si motivamos la voluntad ella se inclinará con mayor actividad a adquirir dicha virtud.

CAPITULO 33

PARA LOGRAR CONSEGUIR UNA VIRTUD ES NECESARIO AMARLA Y ESTIMARLA MUCHO

En filosofía se enseña este principio: «Nadie ama lo que no conoce. Nadie se entusiasma por aquello que no aprecia». Por eso si deseamos llegar a tener alguna virtud o modo excelente de obrar, es necesario que fomentemos en nuestro corazón un gran amor hacia esa virtud y que en el cerebro tratemos de formarnos una verdadera admiración hacia dicha cualidad. Si logramos esto, la voluntad se moverá y tratar resueltamente de conseguirla, y a esforzarse por vencer las dificultades que se presenten y aguantar con valor las penas y contrariedades que la consecución de dicha virtud exija.

Doble ganancia. Resulta que si nos entusiasmamos por una virtud y trabajamos por conseguirla, junto con ella ¡remos consiguiendo otras virtudes más, porque ellas están sumamente unidas entre sí y lo que se hace en favor de una resulta en favor de otra, y el trabajo que se hace por conseguir una virtud, sirve muchísimo, como preparación para adquirir otras varias cualidades más. Así por ejemplo quien se esfuerza por obtener la paciencia con esto irá obteniendo también la amabilidad, y quien se ejercita en la humildad irá consiguiendo al mismo tiempo la mansedumbre. Y al practicar la mortificación se va adquiriendo de manera admirable la virtud de la castidad. Cada virtud que crece y se perfecciona, va perfeccionando a su vez otras virtudes. Y por lo tanto salimos ganando enormemente cada vez que tratemos de crecer y progresar en alguna virtud.

CULTIVAR EL AFECTO Y LA ADMIRACIÓN

Es de especial importancia que tratemos de aumentar nuestra afecto e inclinación hacia la virtud que deseamos conseguir o aumentar. Este afecto y admiración se consiguen pensando frecuentemente en cuán agradable es para Dios esa virtud, cuán bella y excelente es en sí misma y cuán útil y provechosa es para quien la practica. Para esto ayuda bastante leer algún escrito que pondere esa virtud. Así san Bernardo se entusiasmó grandemente por la virtud de la generosidad en dar limosnas al leer los sermones maravillosos de san Juan Crisóstomo y de san Basilio acerca de los enormes frutos que se consiguen ayudando a los necesitados.

Miles, y hasta diríamos, millones, de personas han logrado conservar la santa virtud de la pureza, o recuperarla si la habían perdido, al oír explicar las grandezas y maravillas de esa virtud, o al leer escritos que la alaban y presentan su gran valor.

Hacer plan de combate. Cada mañana hay que preguntarse: ¿Qué voy a hacer hoy por crecer en esta virtud que me he propuesto conseguir este año? ¿Qué peligros se me podrán presentar en el día de hoy? ¿Cómo podré vencerlos o evitarlos? Es necesario concentrar todas las fuerzas (físicas, emocionales y espirituales) y enfocarlas hacía la consecución de esa virtud. Esto produce una fuerza irresistible. Es convenientísimo poner el corazón entero, o sea toda nuestra personalidad al servicio de la concusión de la virtud que deseamos obtener. A la gente se le vuelve imposible adquirir ciertas virtudes, no porque no tengan capacidad para obtenerlas sino porque les falta una consagración total y perseverante al esfuerzo por llegar a poseerlas. No alcanza resultados verdaderamente positivos quien sólo trabaja a medias y con desgano por llegar a tener lo bueno que desea. Aquello que deseamos intensamente, si es para nuestro bien, tarde o temprano lo podremos obtener de la bondad de Dios. Los sabios dicen: «Cuidado con lo que desea, porque si le conviene, lo va a conseguir», si no se cansa de tratar de conseguirlo.

Buscar modelos. Para adquirir una virtud es muy conveniente buscar ejemplos de personas que la han practicado. A quien desea triunfar en una profesión le aprovecha leer biografías y estudiar la vida de personas que han ejercido con éxito esa profesión. Y lo mismo sucede con las virtudes. ¿Y qué mejores modelos que la vida de Jesús y de los santos? Así que si la virtud que se desea conseguir es la pureza o castidad, leamos y recordemos por ejemplo los casos de José en Egipto que prefiere perder su alto empleo e ir a la cárcel con tal de no cometer un pecado de impureza (y después Dios lo recompensó haciendo que llegará a ser Primer Ministro del país) o el ejemplo de la casta Susana de la cual narra el libro de Daniel que prefirió ser condenada a muerte injustamente pero no aceptó cometer una falta contra la virtud de la castidad (y Dios hizo luego que se reconociera su inocencia) el caso de santa Inés que a los sólo 12 años ya llegó a ser una heroína de la santa virtud de la pureza y por los siglos ha sido venerada y glorificada en la Iglesia Católica.

Y si se trata de conseguir la virtud de la paciencia pensemos en los ejemplos del santo Job que al perder todos sus bienes y su salud no pecó con la lengua y decía: «Dios me lo dio, «Dios me lo quitó, bendito sea Dios». Y sobre todo en el ejemplo admirable de Nuestro Señor Jesucristo en su Santísima Pasión y Muerte, que acepta todos los sufrimientos ofreciéndolos por la salvación de las almas, y se calla cuando le inventan las más terribles calumnias: y cundo cometen contra él las más espantosas injusticias. ¿Quién no se admirara a sufrir con paciencia en silencio, después de meditar tan sublimes ejemplos?

UN REMEDIO PRODIGIOSO

La experiencia de muchos siglos ha enseñado que uno de los medios más provechosos que existen para enamorarse de una virtud y entusiasmarse por practicarla es recordar las frases de la Sagrada Biblia que hablan en favor de dicha virtud. Grandes maestros de espíritu aconsejan copiar varias de esas frases y ojalá aprender algunas de memoria y recitarlas frecuentemente hasta que lleguen a formar parte de nuestro haber intelectual.

Así por ejemplo: si la virtud que deseamos poseer es la fe, podemos recordar frases como estas: «Según sea tu fe, así serán las cosas, que te sucederán» (Mt 15, 28). Si tuvieran fe como un granito de mostaza le dirían a este monte que se traslade de aquí y se vaya al mar, y les obedecería (Mt 17, 20). Tengan fe en Dios. Cuanto pidan en la oración, crean que ya lo han conseguido, y lo conseguirán (Mc 10, 24) Todo es posible para quien tiene fe (Mc 9, 23). ¿Por qué tener temor, gente de poca fe? (Mt 8, 26). Es un ejercicio verdaderamente provechoso y agradable el seguir buscando en las Sagradas Escrituras otras frases que hablan acerca de la fe o de otras virtudes. Encontraremos tesoros progresáremos espiritualmente.

Si lo que tratamos de conseguir es la paciencia recordemos por ejemplo estas frases: «La persona que tiene paciencia, vale más que quien logra dominar una ciudad» (Pr 16, 32). Con su paciencia lograran salvar su alma (cf. Lc 21, 19). Una de las señales para ser buen apóstol es tener mucha paciencia (cf. 2Co 12, 12): La caridad es paciente. (cf. 1Co 13).

JACULATORIAS. En las guerras antiguas se llamaban «jáculas» o algunas flechas encendidas que se lanzaban para propagar incendios o llevar, mensajes en pleno combate. Ojalá estas pequeñas frases de la Sagrada Escritura nos sirvan como Jaculatorias, o flechas encendidas que enviamos al cielo para llevar nuestros mensajes a Dios, pidiendo su ayuda y protección para lograr que en nuestra alma se encienda un verdadero fuego de amor y de entusiasmo acerca de las virtudes que deseamos conseguir.

CAPITULO 34

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [34 – 38]

QUE EN EL COMBATE ESPIRITUAL, NO ADELANTAR ES RETROCEDER, Y NO CRECER ES DISMINUIR

En el combate por adquirir las virtudes tenemos que tener siempre presente el lema de los grandes formadores de personalidad: «En lo espiritual, El no adelantar es retroceder y quien no crece se va enanizando».

El Papa san Gregorio Magno repetía: «Recordemos que en la lucha por ser mejores, si no avanzamos hacia adelante, retrocedemos hacia el abismo, y si nos detenemos en el camino, nos sucede como a la esposa de Lot: «nos convertimos en estatuas que ya no crecen».

Cuidado con ser momias. Las momias o cadáveres secos que se han encontrado en Egipto y en otras partes, llevan siglos y siglos sin crecer ni un centímetro. Como los dejaron cuando los embalsamaron, así se encuentran ahora después de tanto tiempo. Algo parecido le puede suceder a quien deja de luchar por progresar en la virtud y por disminuir sus defectos y pecados. Personas hay que parecen haber echado entre hielo sus virtudes, sus defectos, sus cualidades y sus malas inclinaciones, después de años y años se conservan tal cual eran al principio de su vida de espiritualidad. ¡Qué lástima! Les sucedió como a las momias. Es verdad que no se pudrieron, pero tampoco han tenido ningún crecimiento. Y en lo espiritual no crecer es disminuirse.

EL EMPLEADO QUE NO EMPLEÓ EL TALENTO

A las personas que dejan de luchar y esforzase por ser mejores y por crecer en la virtud, les puede pasar lo que Jesús dijo que le sucedió al empleado perezoso que recibió un talento. Esa parábola del empleado perezoso es una invitación a la actividad, a atreverse. Al decir Jesús que el empleado que no trabajó su talento fue castigado, no anuncia ninguna injusticia por parte de Dios, sino que avisa seriamente que a cada uno se le exigirá según la capacidad que tiene de obrar. Aunque alguien crea que las capacidades que ha recibido son muy poquitas (sólo un talento) recuerde que al empleado del talento también se le habría dicho como al de los 5 talentos: «Venga y entre al Reino de su Señor», si se hubiera esmerado por hacer producir lo que recibió. Pero buscó excusas. Amó más su propia comodidad que el bien que habría podido hacer y conseguir. No se amargó la vida. Demostró poquísimo interés por hacer producir aquello que había recibido del Señor, y Jesús lo llamó: «Empleado malo y perezoso». Y ese mismo Jesús va a ser nuestro Juez. Que no nos tenga que decir algo parecido. Quien deja de trabajar por ser mejor, dejará de recibir muchas gracias y ayudas espirituales que le iban a llegar del cielo si se esmeraba por luchar con entusiasmo por mejorar su modo de obrar.

Quien se detiene se enfría. Cuando vamos subiendo una empinada montaña y empezamos asentarnos en la orilla del camino para descansar, el guía nos dice: «Cuidado, si se detienen, se enfrían y pierden el entusiasmo». Lo mismo sucede en el camino espiritual. Dejar de ascender trae mucha pérdida de ánimo y un enfriamiento muy dañoso en el espíritu.

La práctica produce felicidad. Un gran actor decía que si se dejaba de ensayar unos días ya sus oyentes lo notaban o por lo menos lo notaba él mismo, y en cambio muchísimos artistas declaran que el trabajar todos los días por progresar en su propio arte les va produciendo un gusto o, una facilidad, y un progreso que los admira. Eso mismo sucede en la virtud. Si trabajamos día por día por hacer algo a favor de la virtud que estamos tratando de conseguir y en contra del vicio que queremos evitar, iremos consiguiendo una facilidad muy consoladora para crecer en el bien y lograr hacerlo con mayor gusto y provecho. Muchas penas y dificultades que se encontraban al principio de esta dura labor espiritual, se irán disminuyendo hasta llegar así a desaparecer, a base de practicar, practicar y de no dejar nunca de practicar actos de virtud y que ejerciten y hagan crecer nuestras buenas cualidades. ¿Lo haremos de verdad ahora en adelante?

HAN VISTO A ALGUIEN QUE SE ESMERA POR CUMPLIR BIEN LO QUE TIENE QUE HACER? NO QUEDARÁ ENTRE LOS ÚLTIMOS. ESTARÁ ENTRE LOS PRIMEROS

(Proverbios)

CAPITULO 35

HAY QUE EXPONERSE AL COMBATE PARA ADQUIRIR VALENTÍA, AGILIDAD Y FUERZA DE VOLUNTAD

Ninguna cualidad crece sino se ejercita, y muchas cualidades se van disminuyendo y debilitando por falta de ejercicio. Por eso es necesario no dejar pasar ninguna ocasión que se presente de ejercitar alguna virtud. Y tengamos cuidado para no huir de aquellas ocasiones que son contrarias a nuestras malas inclinaciones, porque mediante estas ocasiones se puede llegar a un gran crecimiento y perfección en las cualidades y virtudes que queremos cultivar y conseguir.

Una excepción. En lo único que no podemos ni debemos jamás exponernos a las ocasiones, es lo que se refiere a la santa virtud de la pureza o castidad. En eso quien se expone cae irremediablemente. Es inútil acercar un papel a una llama encendida y decir: «No quiero que se queme». Por más fuerza de voluntad que tengamos, el papel se enciende. Las pasiones impuras son tan esclavizantes y enceguecedoras que nos derrotan cada vez que nos expongamos a la ocasión de pecar. En este campo no queda sino una solución: huir, alejarse, apartarse del peligro. Pero en otras virtudes sí podemos exponernos al ataque. Por ejemplo.

En la paciencia. Cuentan de una santa muy famosa que cuando iba a los hospitales a atender enfermos pedía que le dejaran cuidar a los más desagradecidos, asquerosos, maleducados y malgeniados, porque así podía ejercitarse más en la virtud de la paciencia. Y es que nadie va a crecer en la paciencia si no hay quien le ofenda y le lleve la contraria. A Jesús lo hicieron crecer más en santidad los que lo insultaron, lo abofetearon, lo escupieron, lo azotaron y crucificaron, que los que le cantaban el «Hosanna». Porque los que lo ofendieron le permitieron practicar en grado heroico la santa virtud de la paciencia. Si no aceptamos tratar con gentes que nos tratan mal ¿cómo vamos a adquirir la virtud de la paciencia?

Los oficios cansones. Uno de los modos más prácticos para ir creciendo en la paciencia es aceptar oficios cansones y monótonos, ocupaciones incómodas, con superiores o compañeros que nos tratan mal, y dedicarnos a esas tareas con alegría y perseverancia. Ese tener qué hacer todos los días a las mismas horas los mismos oficios agotadores y que no tienen ningún atractivo, es lo que el evangelio llama: «La cruz de cada día» (Lc 9, 23). Y si no nos resignamos aceptar estos trabajos, nunca aprenderemos a padecer con paciencia.

Las humillaciones. Nadie llega a la humildad sino tiene quién le humille. Por eso decía una gran mística que ella les tenía compasión a las personas a las cuales todos las trataban sumamente bien y nadie las trata mal, porque, ¿cómo hacen entonces para ser humildes si de nadie reciben humillaciones? Oh: cuánto creció nuestro Redentor en humildad cuando fue comparado con el asesino Barrabás y la gente prefirió a ese criminal antes que a Jesús, y cuando fue coronado como rey de burlas, y paseado por las calles vestido de loco, y crucificado entre dos ladrones, abofeteado, escupido y despreciado con las peores burlas. Con razón decía san Ignacio de Loyola: «Si en el sitio donde vivo nadie me humilla, me vestiré de loco y me iré por las calles para que las gentes me humillen y me insulten y así pueda practicar la virtud de la humildad». No huyamos de los que nos humillan. Su trato nos santifica.

El luchador bisoño. Cuando un soldado empieza a entrenarse para la guerra o un luchador olímpico comienza a prepararse para sus futuras lides en los estadios, los ponen a entrenarse con otros luchadores más veteranos que ellos, y con más técnicas y habilidades. Sufren caídas, derrotas, golpes y hasta heridas y a veces les parece que nunca van a lograr salir triunfadores: pero entrenan y entrenan y van adquiriendo tal facilidad para combatir que cuando menos piensan resultan vencedores. Así en la virtud: si no nos cansamos y dejamos de entrenarnos, un día formaremos parte del grupo de los triunfadores.

NI EL QUE SIEMBRA ES NADA, NI EL QUE CULTIVA. ES CRISTO EL QUE CONCEDE LOS FRUTOS Y LA COSECHA (San Pablo)

CAPITULO 36

QUE PARA APRENDER A TRIUNFAR HAY QUE ACEPTAR LAS OCASIONES QUE SE PRESENTAN PARA COMBATIR Y NO DISGUSTARSE POR AQUELLO QUE VA CONTRA NUESTRAS INCLINACIONES

Para aprender a triunfar en cuanto a la virtud no basta con exponerse al combate, sino que hay que aceptar también y hasta con alegría aquellas cosas que se oponen a nuestras inclinaciones, sabiendo que cuanto más penosas y dolorosas nos resulten, tanto más provechosas llegarán a ser para nuestro adelanto espiritual. Y si imploramos constantemente la gracia y las ayudas de Dios, nada nos parecerá imposible de soportar y todo redundará a favor de nuestra perfección.

Doble efecto de la oración. Cuando le rogamos a Dios que nos conceda una virtud le estamos pidiendo también que nos conceda los medios para obtenerla, si nos disgustamos porque nos envía esos medios entonces ya estamos haciendo inútil la oración, porque por un lado pedimos una virtud y por otra no queremos que se nos conceda la manera de ponerla en práctica. Así por ejemplo cuando pedimos la virtud de la paciencia, lo más probable quizás (o sin quizás) será que Dios nos enviará sufrimientos, contrariedades, ofensas de personas, asperezas en el trato que nos dan, disgustos y otros medios que hacen crecer mucho la paciencia. Y si le rogamos a Nuestro Señor que nos conceda la virtud de la humildad, seguramente que Él permitirá que nos lleguen humillaciones y tratos duros y hasta debilidades que nos desprestigien un poco. Es que sin humillaciones jamás seremos humildes y sin contrariedades nunca adquiriremos la paciencia. Muchas de las más admirables virtudes son fruto de adversidades que Dios permite que nos lleguen, las cuales si se sufren aceptando la voluntad del Señor, contribuyendo maravillosamente para formar en nosotros las virtudes que más estamos necesitando.

Dominarse en lo pequeño. Todo director espiritual que sea verdaderamente sabio, insiste en que las grandes virtudes se consiguen a base de ir mortificando la voluntad en pequeñas ocasiones en detalles casi insignificantes, porque las victorias que obtenemos contra nosotros mismos en las grandes ocasiones son más gloriosas, pero las que alcanzamos en las pequeñas ocasiones son incomparablemente más frecuentes.

Aceptar lo que sucede. Hay que partir de un principio enseñado por san Pablo y que nunca nos cansaremos de repetir: «Todo sucede para bien de los que aman a Dios» (Rm 8, 28). Todas las cosas que suceden en este mundo las permite Dios para nuestro beneficio, utilidad y provecho. Al final de nuestra existencia veremos como Dios escribió derecho con renglones torcidos, y lo que nos parecía que era para nuestro mal, resultó ser para nuestro bien.

Aceptar lo que Dios permite. Alguien dirá: pero ¿cómo va a venir de Dios lo que es malo y pecaminoso, si Él aborrece la iniquidad y la maldad? Claro está que esto no viene de Dios, pero si lo permite Dios. Él podía muy bien hacer que eso no sucediera. Pero sí permitió que nos sucediera y nos ama inmensamente, por algo habrá permitido que nos haya sucedido. A Job los que le quitaron sus bienes eran ladrones y los que le mataron sus empleados eran unos asesinos, pero él no se dedicó a echarles la culpa a ellos, sino que exclamó: «Dios me los dio, Dios me los quitó, bendito sea Dios». A Jesús los que lo crucificaron y azotaron eran unos malvados, pero Él decía: «Padre, sino es posible que se aparten de mí estos sufrimientos, que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú». No dice: «Lo que quiere Pilato, o lo que quiere Caifás, sino «lo que quieres Tú». Porque era el Padre Dios el que permitía que esto sucediera, y era para gloria de Jesús y salvación nuestra.

¿Y SÍ LOS ATAQUES VIENEN DE LOS QUE NOSOTROS HEMOS FAVORECIDO?

Algunos dicen: «Yo sí aceptaría con paciencia que me ofendieran y me trataran duramente las personas a las cuales no les he hecho ningún favor. Pero lo que no puedo tolerar es que las ofensas y menosprecios me las hagan personas que yo he favorecido y ayudado». Ante esta situación hay que recordar quiénes fueron algunos de los que ofendieron a Jesús. Por ejemplo Judas, uno que durante tres años lo había visto hacer saltar a los cojos, cantar a los mudos, ver a los ciegos, y quedar libres a los endemoniados. Le había escuchado a Jesús los más bellos y conmovedores sermones que se han pronunciado en el mundo y había presenciado día por día y hora por hora lo que es la vida y el comportamiento de un ser totalmente santo. Y ¿qué hizo este hombre que había recibido del Redentor el honor más grande de la tierra: ser uno de sus 12 apóstoles? Pues venderlo por 30 monedas y entregarlo con un beso traidor.

¿Y Pedro? Lo negó tres veces con juramento. Y ¿cuándo fue eso? La noche en que había recibido de manos del mismo Jesús la Primera Comunión; la noche misma en que había sido ordenado sacerdote. Él, que había recibido el inmenso honor de ser nombrado jefe de la Iglesia y reemplazo visible del mismo Cristo, cuando éste dejara de estar visible ante la gente. Y ¿qué dijo Jesús ante tamaña ingratitud? Pues nada menos que esto tan sublime: «Pedro: he rogado por ti… Sí me amas… Apacienta mis ovejas. Apacienta mis corderos».

En estos dos casos sí que pudo Jesús repetir lo que dice el Salmo 55: «Si fuera un enemigo el que me atacara, trataría de esconderme de él. Pero eres tú mi compañero, mi amigo y confidente, a quien me unía una dulce intimidad; juntos íbamos entre el bullicio por la casa de Dios». Si al Hijo de Dios le sucedió que le fallaron sus más íntimos amigos, ¿qué diremos nosotros que somos unos miserables pecadores? ¡Mucho más nos merecemos, por nuestras maldades!

Lo que me disgusta es que las ofensas me las hacen gentes muy pecadoras. Existen personas que protestan porque los sufrimientos les llegan de gentes muy enemigas de Dios, y exclaman que esto no puede venir de la Voluntad de Nuestro Señor, pues Él aborrece a quiénes viven obrando el mal. Pero recordamos quiénes fueron los que atacaron a Jesús: el mismo Satanás que lo llevó a la parte más alta del templo para proponerle que se lanzara desde allí por orgullo y vanidad. Herodes, impuro y escandaloso, que lo vistió de loco y se burló de él. Caifás y Anás que eran unos envidiosos y avarientos, que odiaban con toda el alma. Si Jesús aceptó los sufrimientos que le venían de personas tan malvadas, ¿no vamos a aceptar también nosotros los padecimientos que nos llegan de gentes que son más débiles que malas?

¿Y las tentaciones? Algo que seguramente no desearíamos tener de ninguna manera y nunca, son las tentaciones, especialmente aquellas que más nos humillan. Esos sentimientos inconfesables que no somos capaces de hacer que no nos lleguen. En este caso sí que se necesita valor, paciencia y resignación para no protestar contra lo que nos está sucediendo. Y recordar lo que Dios le respondió. Y recordar lo que Dios le respondió a san Pablo cuando este apóstol le rogaba con tanta insistencia que le alejara aquel «aguijón de la carne que lo abofeteaba». Le dijo el Señor: «Te basta mi gracia y mi ayuda. Porque en la debilidad brilla mejor mi poder» (cf. 2Co 12, 9).

Ciertas tentaciones nos hacen progresar más en humildad y en paciencia que muchos sermones, y nos van convenciendo hasta la saciedad de aquello que decía Jesús: «Sin mí nada pueden hacer». La tentación no nos hace más débiles, pero sí descubre todo lo miserables y débiles que somos… Y si Dios no llega con sus ayudas muy especiales, tendremos que repetir con el salmista: «Antes de sufrir tentaciones yo decía: ‘No vacilaré jamás’. Pero retiraste tu mano Señor, y caí en el más profundo abismo». Parodiando lo que exclamaba el santo Job, repitamos en tiempo de tentación: «Si recibimos de Dios los bienes que nos consuelan, por qué no aceptar también las tentaciones humillantes que Él permite que nos lleguen». Dios sabe sacar bienes hasta de los mismos males.

Todo sucede para bien de los que aman a Dios (Rm 8)

CAPITULO 37

APROVECHAR TODA OCASIÓN PARA CRECER EN TODA VIRTUD

Los adultos comerciantes aprovechan hasta las más pequeñas ocasiones que se les presentan para conseguir ganancias y aumentar así su capital. Algo parecido deberíamos hacer nosotros en cuanto a las virtudes: no dejar pasar ninguna ocasión que se presente, sin conseguir alguna ganancia en alguna virtud, y así ir aumentando nuestra santidad y el premio para la eternidad.

Una principal y muchas secundarias. Hemos venido insistiendo en que en cada época de la vida hay que proponerse conseguir alguna virtud, poniendo en su consecución mayor esfuerzo que el que se les dedica a las demás, porque esa virtud la estamos necesitando más que las otras. Pero esto no quiere decir que dejemos de tratar de crecer en toda otra virtud. Hay que hacer como los buenos estudiantes que se proponen especializarse en una ciencia determinada, que es la que más les va a servir en su futura profesión, pero no por ello dejan de estudiar también varias ciencias más.

Algunos ejemplos. Supongamos que nos critican por una buena acción que hemos hecho con buena intención. Esta es una buena oportunidad para practicar la virtud de la rectitud de intención, que consiste en no preocuparnos sino de lo que opine Dios, y no de lo que opine la gente. O que nos dan una corrección con palabras duras y hasta ofensivas, o nos niegan de manera fría y áspera un favor que pedimos. ¡Qué buena ocasión para practicar la virtud de la humildad! Y sí un alimento está desabrido o desagradable y la comida no es de nuestro gusto y es escasa y mal preparada, o servida de mala gana… maravillosa ocasión para practicar la virtud de la templanza o mortificación. Y cuando nos llega algún dolor o enfermedad, ¿qué mejor ocasión para cultivar y hacer crecer la virtud de la paciencia?

¿Y qué debemos pensar entonces? Supongamos que nos tratan mal o nos sucede algo desagradable. Pensemos entonces: «No hay castigo alguno que pueda igualarse a mis culpas. Muchísimo más es lo que merezco por tantas maldades que hemos cometido». Cuando un pobre nos pide una limosna y no sentimos mucho deseo de darla, recordemos lo que dice el Libro de los Proverbios: «Quien da al pobre, le presta a Dios, y Dios le devolverá», y pensemos: voy a dar a este pobre, y el buen Dios me sabrá devolver todo multiplicado. Si nos llegan contrariedades y las cosas suceden de manera muy distinta a la que deseábamos, pensemos: «En Nuestro Señor el que ha permitido estos males que me suceden. Él me ama y sí permite que sucedan es seguramente porque de ellos va a sacar un gran bien».

La mosca y la leche. Los campesinos cuentan que dos moscas cayeron en una taza de leche. La una se desanimó y se dejó ahogar, pero la otra pataleó y movió tanto sus paticas que logró formar nata y se sentó sobre dicha nata y consiguió sobrevivir. Así nosotros: cuando llegan los momentos difíciles y amargos podemos tener dos modos de obrar: el uno: desanimarse y dejarse derrotar. El otro, tratar de sacarle la mayor ganancia posible a esa dolorosa situación, «patalear», o sea esforzarse por superar esa situación difícil, y así lograr conseguir victorias en la tierra y premio en el cielo.

El que fue atacado a limonazos. Dicen que un actor principiante no supo actuar en el teatro de manera que agradara al público, y los asistentes llenos de disgusto salieron a la calle, compraron limones y vueltos al escenario lo atacaron a limonazos. Y el paciente actor recogió todos los limones, los puso en una carretilla, salió a la calle, los vendió y así consiguió sus buenos centavos. ¿No será esta una figura de lo que nosotros podemos hacer cuando la vida nos ataca con incomprensiones, amarguras y malos momentos? ¿Recoger todo esto y hacer una buena limonada ofreciéndolo todo a Dios con la mayor paciencia que nos sea posible?

CAPITULO 38

QUE ES NECESARIO HACER UN PLAN DE VIDA. TRATAR DE CUMPLIRLO CADA DÍA Y NO IMAGINAR JAMÁS QUE YA LO ESTAMOS CUMPLIENDO EXACTAMENTE

Muchísimas personas que se han dedicado a educarse a sí mismas, han constatado que uno de los medios que más ayudan a progresar en la virtud es el hacerse un plan de vida y esforzarse día por día para cumplirlo lo mejor posible.

Es necesario proponerse darle una gran importancia a llegar a ser «una persona virtuosa, alguien que se dedica a obrar el bien y a tratar de tener contento a Dios», y concederle más valor a esto que a cualquier título de honor o de gloria. Desde ahora mismo hay que proponerse trabajar en la propia personalidad y hacer el propósito de no dejar un solo día de luchar por conseguir la propia perfección.

Algo que no es fácil. Los principiantes se imaginan que el crecer en perfección no les va a resultar difícil, porque como creen saber qué es lo que deben hacer y evitar, no ven por qué no van a ser capaces de hacer lo uno y evitar lo otro. Pero muy pronto se darán cuenta de que esa tarea emprendida es mucho más difícil de lo que se habían imaginado y de lo que su engañoso optimismo les decía. Mientras dirigen toda su atención a evitar una falta les sorprende otra; sus malas costumbres antiguas se aprovechan de sus descuidos y les hacen jugadas muy dañinas, sus malas inclinaciones resultan a veces más fuertes que su voluntad y más astutas que su inteligencia; y llegan a convencerse de que no basta tener buena voluntad y deseo de ser mejor, sino que se necesita una gracia o ayuda especial de Dios, vez por vez, y hay que repetirle mil y mil veces a Jesús lo que los enfermos le decían suplicantes: «Señor, si quieres, puedes curarme».

Y Él nos responderá muy frecuentemente lo que tantas veces dijo a los que iba a curar: «Sí, quiero. Quedas curado».

Una lista importante: hay que hacer una lista de las virtudes que nos parecen más importantes y que más necesitamos conseguir, y dedicarse a repetir y repetir actos de esas virtudes hasta irse formando la costumbre de obrar conforme a ella. Pero no afanarse por conseguirlas todas de una vez, sino una tras otra. La adquisición de la virtud anterior facilita la de la siguiente. Los maestros en arte aconsejan siempre hacerse un plan de lo que se va a hacer o conseguir. Así hay que hacer en lo espiritual: trazarse un plan: ¿qué es lo que deseo obtener? ¿Cuáles virtudes quiero practicar? ¿Cómo las estoy practicando? ¿Qué éxitos y qué fracasos voy teniendo en su consecución?

Quitar malezas. El que trabaja en una finca extensa no se propone de una vez acabar con todas las malezas de su finca, sino que las va arrancando poquito a poco, hasta ir despejando de malas yerbas el campo. Así hay que hacer en el alma: proponerse poco a poco ir eliminando esas faltas que cometemos contra las virtudes que tratamos de practicar e ir arrancando las que van volviendo a aparecer. Y para esto decir frecuentes oraciones jaculatorias encomendando al Señor que nos ayude e ilumine.

Impresionantes descubrimientos. Si nos examinamos frecuentemente acerca del modo como estamos cumpliendo nuestro Plan de Vida nos vamos a sorprender al encontrar en nosotros mismos muchas más faltas de las que habíamos esperado, pero tendremos también la satisfacción de comprobar que poco a poco va disminuyendo el número de nuestras faltas.

Jamás creer que ya hemos llegado. No debemos persuadirnos nunca de que hemos adquirido un grado eminente de virtud, o que hemos triunfado enteramente de alguna pasión. Esto nos llevaría a dejamos llevar por el orgullo, a descuidar nuestras defensas y a tener luego las más humillantes caídas. Sigamos el consejo del Apóstol: «Quien está en pie, tenga mucho cuidado para no caer»(1Co 10, 12).

CAPITULO 39

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [39 – 41]

QUE QUIEN DESEA OBTENER VICTORIAS EN EL COMBATE ESPIRITUAL TIENE QUE ACEPTAR RECIBIR HERIDAS, SUFRIR DOLORES, TENER CAÍDAS Y PADECER DESILUSIONES

Los dos caminos de Hércules. La antigua leyenda contaba que cuando el futuro campeón Hércules era todavía muy joven, una vez soñó que se le presentaban dos caminos: el uno ancho, fácil en suave descenso, lleno de rosas sin espinas, de restaurantes y bailaderos, de juegos y de delicias, y tenía un letrero que decía: «Este es el camino de la facilidad y del no esfuerzo. Por él se llega a la ruina y al fracaso». Luego vio otro camino angosto, en subida, lleno de pedregales ásperos, y de matorrales espinosos, sin bebidas fáciles a la mano, ni descansos muy refrescantes, y un letrero decía: «Este es el camino de la dificultad y del esfuerzo, de la lucha por mantenerse bueno. Lleva a la cumbre de la perfección y de la santidad». Y cuenta la leyenda que Hércules al despertar se propuso seguir siempre el camino de la dificultad y del esfuerzo y que llegó a ser campeón mundial.

Los dos caminos de Jesús. 500 años después del sueño de Hércules, vino Cristo y nos dejó esta advertencia de enorme importancia: «Tengan cuidado para que viajen siempre por el camino angosto de la dificultad, porque ancha es la vía y espacioso el camino que lleva a la perdición y son muchos los que caminan por allí pero qué dificultosa es la vía y qué angosto es el camino que lleva a la Vida Eterna, y qué poquitos son los que viajan por esa vía» (Mt 7, 13).

Por eso tenemos que tener cuidado para no escuchar las voces de los enemigos de nuestra santidad que quieren que evitemos todo lo que sea difícil o nos haga sufrir. Eso sería un engaño muy perjudicial.

Los pequeños sufrimientos van preparando para los grandes. Cuentan de un rey de la antigüedad que para evitar que algún día lo quisieran envenenar se fue acostumbrando a tomar cada día alguna pequeña dosis de «antiveneno». Y más tarde cuando en un momento de desesperación y desánimo quiso suicidarse tomándose un veneno, ya no logró envenenarse porque su organismo estaba entrenado para resistir. Algo parecido sucede a quien se va acostumbrando a sufrir con paciencia y por amor a Dios las pequeñas dificultades y contrariedades que le van llegando cada día. Cuando le lleguen las penas enormes y las catástrofes, ya tendrá su voluntad tan fortalecida que será capaz de resistir sin desanimarse ni rendirse.

Una regla muy provechosa. Algo que produce gran paz y serenidad es acostumbrarse a aceptar de buena gana siempre y en todo lo que Dios permite que suceda. Nunca llueve demasiado ni hace demasiado calor, sino que cae la lluvia que a Dios le pareció bien que cayera y hace el calor que Nuestro Señor dispuso

105 que hiciera. No se cae un cabello de nuestra cabeza sin que Dios haya dado la orden de que se cayera. Y lo que este Padre misericordioso permite que les suceda a sus hijos que tanto ama, seguramente es para el bien de ellos.

Buen negocio. Una santa decía: «Siempre me sucede lo que yo quiero que me suceda». Y alguien le dijo: «Eso es imposible, porque en la vida a todos nos suceden cosas que no quisiéramos que nos sucedieran». «Y ella respondió: ‘Es que yo quiero siempre lo que Dios quiere y permite’. Y como únicamente sucede lo que Dios permite que suceda, así sucede siempre lo que yo quiero». Como deberíamos tener muchas veces en nuestros labios aquella bellísima oración de Jesús en el Huerto: «Padre Celestial, que no se haga lo que mí naturaleza humana desea, sino lo que quieres Tú» (Mc 14, 36).

¿Y los pecados y tentaciones? Nuestros pecados no son voluntad de Dios sino fabricación nuestra. Pero hasta de ellos puede sacar bienes Nuestro Señor porque nos vuelven más humildes, más comprensivos con los débiles y nos hacen sentir más necesitados del perdón y de la ayuda de Dios. Pero debemos odiarlos y aborrecerlos siempre.

¿Y las tentaciones? Estas sí que son una cruz pesada, cansona y dura de llevar. Nos atacan como perros rabiosos en todos los caminos de la vida. Ladran y aúllan ante la puerta de nuestra alma como lobos buscando una presa para destrozar. Como moscas cansonas e inoportunas zumban en nuestros oídos frecuentemente. Quisiéramos no tenerlas y nos llegan. Desearíamos vencerlas y nos derrotan. Como murciélagos tenebrosos revoletean frente a nuestros ojos constantemente. Cuando arde el fuego de la lujuria la carne se rebela como una loca enfurecida. Hasta los más grandes santos como san Pablo tuvieron que suplicarle a Dios que les alejara este aguijón de la carne que los abofeteaba. Afortunadamente también para todos los que las sufrimos dijo Jesús: «Vengan a Mí todos los que están agobiados que yo los aliviaré» (Mt 11, 28). Y a cada uno nos repite lo que le dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia. Que en la debilidad brilla más mi poder» (cf. 2Co 12, 9).

Debilidad total. Cuántas veces pensamos que vamos a tener un día perfecto. No se ve ninguna nube en el horizonte. Y se presenta una ocasión y ya no nos detenemos, y no oponemos ninguna resistencia y no pensamos en las consecuencias de nuestra maldad… A los pocos momentos quedamos fuera de combate… del máximo deseo de no pecar pasamos, enseguida al pecado. No somos capaces de hacer llegar a la memoria el recuerdo de las amarguras que nos trajo la falta pasada… estamos sin defensa ante la primera excitación… a nuestra mente no acuden las tremendas consecuencias que nuestra falta va a tener… creemos que ahora sí seremos capaces de controlarnos y fracasamos una vez más… No nos queda sino una solución: lanzarnos como un cohete a las alturas a buscar la ayuda de Dios.

Lo que dijo una santa. Un alma de elevadísima espiritualidad decía: «Vi que me rodeaba una gran cantidad de enemigos espirituales con toda clase de armas mortíferas y yo no tenía por dónde huir sin que me hirieran gravísimamente, y entonces clamé al Señor y Él extendió su mano, me sacó de allí y me dijo: «Confía en mí y te libraré». Hagamos algo semejante en los momentos de tentación y ofrezcamos al Señor este sufrimiento tan molesto y humillante de sufrir

106 continuos ataques espirituales y recordemos que la ventaja de sufrir tentaciones es que nos conservan comprensivos con los demás.

¿Y LOS RECUERDOS AMARGOS Y LAS DESILUSIONES?

Otro de los sufrimientos que nuestro Creador permite que tengamos que padecer es el recordar lo triste y humillante y doloroso que nos ha sucedido en lo pasado. Quisiéramos olvidarlo y borrarlo de nuestra memoria pero ahí se queda todo esto. Como un zumbido perpetuo en un oído, como una nube que no se aleja de un ojo. Aceptando todo esto con paciencia y por amor a Dios estamos ganando más premio para la eternidad que el que quizás imaginamos.

Los remordimientos. En la vida seremos capaces de olvidar muchas cosas: nombres de personas, sitios por donde hemos pasado, palabras que hemos oído, etc. Pero algo que no podremos olvidar nunca jamás: son los pecados graves que hemos cometido. Éstos se quedan imborrables como un tatuaje, en la memoria. Cuando un enamorado va a una playa pide a un costeño que le escriba como tatuaje en su brazo el nombre de su amada. Pero sucede después que pelea con esa mujer y deja de amarla, y sin embargo tendrá que llevar para siempre en la piel de su brazo ese nombre, porque quedó allí imborrable. Así sucede con nuestros pecados: ya no los amamos, ahora, los aborrecemos, pero su recuerdo estará para siempre grabado en nuestra memoria. Que nos sirva este tormento como penitencia por todo el mal que hemos hecho. Y lo mismo digamos de tantos recuerdos tristes de la vida pasada que no logremos evitar. Con razón decía un psicólogo: «Si la gente no recordara lo triste que le ha pasado en la vida, sino lo alegre y gozoso que le ha sucedido, no habría neuróticos». Que el Señor tenga piedad y vaya borrando de nuestra mente esos dolorosos recuerdos, pero mientras Él no permita que se vayan, ofrezcámoslos como penitencia por nuestros pecados.

DICE JESÚS: «VENGAN A MÍ TODOS LOS QUE ESTÁN CANSADOS Y AGOBIADOS, QUE YO LOS ALIVIARE» (Mt 11, 28)

CAPITULO 40

QUE ES NECESARIO EVITAR LAS EXAGERACIONES, PORQUE ÉSTAS TRAEN MÁS MAL QUE BIEN

Existe un grave peligro en el combate por adquirir las virtudes y consiste en exagerar en los actos buenos que hacemos y en las penitencias que nos imponemos. San Pablo dice que: «Satanás se disfraza de ángel de luz para engañarnos» (cf. 2Co 11, 14) y esto lo hace muchas veces incitándonos a que cometamos exageraciones en la piedad, y así nos debilitemos y nos cansemos pronto y tengamos que abandonar el camino hacia la santidad. Le interesa que nos convenzamos de que estamos realizando cosas grandes y así nos llenamos de vanagloria.

Las lecturas. A ciertas personas principiantes les llega tal fervor por la lectura (al notar que las buenas lecturas elevan su espíritu y transforman su alma) que se dedican con demasiada voracidad a leer y leer hasta cansarse mentalmente. Cuando el gobernador de Judea quiso desacreditar a san Pablo le dijo: «Está loco Pablo. Las demasiadas lecturas le han hecho perder la cabeza» (Hch 26, 24). Esto no era cierto, y por eso el Apóstol le respondió: «No estoy loco, y las palabras que he dicho son verdaderas y provienen de una mente equilibrada y de buen juicio». Pero en algunas personas sí se da el caso de que les llega un apetito desordenado de leer y leer, de todo, y casi sin digerir lo que leen, y con afán y precipitación y queriendo llegar a la máxima sabiduría en muy poco tiempo, y lo que obtienen es un cansancio mental. Así como el no leer o el leer muy poco lleva al raquitismo mental y al enanismo espiritual, el leer demasiado y con precipitación y afán, lleva al cansancio y agotamiento. Con razón dice el Libro de los Proverbios: «La miel es sabrosa y provechosa, pero si se come en demasía empalaga. Debes comer únicamente lo suficiente, porque si exageras te producirá hartura y hasta vómito» (Pr 2, 16). Y una miel muy provechosa para el alma son las buenas lecturas. Claro está que para la inmensa mayoría de los católicos, más que avisarles que no lean demasiado, lo que hay que aconsejarles es que lean un poco más, porque leen demasiado poco, y quizás el 90% de lo que leen es más alimento de animales que manjar para el espíritu. Leen noticias, curiosidades, escándalos y otras cosas mundanas, pero lecturas que lleven al alma hacia la santidad, ¡qué poquitas son en realidad las que leen! Un gran director espiritual aconseja siempre: «Lean, lean libros religiosos, y prefieran siempre los de aquellos autores que tienen detrás de su nombre una S., o sea libros escritos por santos».

Las penitencias. Uno de los errores más dañosos para quienes principian la vida de santidad es dedicarse a imitar a los grandes santos en hacer penitencias exageradas, desproporcionadas a sus fuerzas. Los campesinos repiten un adagio: «Más útil es para nuestro trabajo un burro vivo que nos ayude a llevar las cargas, que un sabio que esté muerto en el cementerio». Algo parecido deberíamos decir en la vida espiritual: «Más trabajo puede hacer uno que conserva su salud teniendo prudencia en no exagerar en las penitencias que uno que pierde su salud exagerando en sus mortificaciones». A los santos los podemos imitar en su amor al silencio, en su aprecio por la humildad, en su inmensa caridad hacia los demás y su intenso amor a Dios, en sufrir con paciencia las ofensas que nos hacen y las contrariedades y enfermedades que nos llegan, en no comer ni beber de gula, en luchar por evitar el pecado y corregir los propios defectos. Pero en cuanto a sus pavorosas penitencias, si no hemos recibido una gracia especialísima como la que recibieron ellos, será mejor no tratar de imitarlos porque podemos dañarnos irremediablemente la salud y desanimarnos en el camino de la santidad.

CAPITULO 41

EL PELIGRO DE VIVIR JUZGANDO Y CONDENANDO A LOS DEMÁS

San Pablo dejó escritas unas frases que se han hecho famosas. Dice así: «No tienes excusas, quienquiera que seas, tú que te dedicas a juzgar y a condenar a los demás, pues juzgando a otros te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que en los demás vives condenando» (Rm 2, 1).

Nuestro orgullo y el desprecio que sentimos hacia el prójimo hacen que nos formemos baja idea de otras personas. Y cuánto más alta es la opinión que el orgullo nos hace formar de nosotros mismos, tanto más baja es la opinión que nuestro desprecio va formando de los demás, y nos persuadimos de que nos hallamos libres en las imperfecciones que tanto criticamos en los otros. Y esto es una mentira y un engaño.

La fábula de Esopo. Este poeta que vivió 500 años antes de Cristo pintaba a quienes critican y desprecian a los demás, con dos morrales colgados al cuello. El uno con los defectos de los prójimos bien enfrente de sus ojos para mirarlos y condenarlos continuamente. Y el otro con los defectos propios, a la espalda, para no verlos ni conocerlos. Ese es nuestro retrato cuando condenamos y juzgamos.

Remedios para este mal. Cuando empecemos a pensar en los defectos o vicios del prójimo, tratemos inmediatamente de alejar ese pensamiento y neguémonos a formar juicios negativos acerca de ellos. En esos momentos hay que decirse a sí mismo: «Yo no tengo autoridad para juzgar ni condenar a otros; no poseo los suficientes datos para formar juicio acerca de sus pasiones, defectos y malas inclinaciones. Tengo que considerar como escritas para mí mismo aquellas palabras del Apóstol: «¿Te imaginas tú que te dedicas a juzgar y condenar, que cometes lo mismo que condenas, que vas a escapar del juicio de Dios?» (Rm 2). Y aquella otra promesa tan consoladora hecha por el mismo Jesús que será nuestro juez: «No juzguen y no serán juzgados. No condenen y no serán condenados» (Lc 6, 37).

Mirar hacia dentro. Para evitar el dedicarse a juzgar y condenar a los demás es necesario enfocar toda nuestra atención hacia nuestras propias miserias y debilidades. Si así lo hacemos, hallaremos tantas cosas que corregir y reformar dentro de nosotros que ya no tendremos tiempo ni gusto para dedicarnos a juzgar a los demás, y aprenderemos a mirar las faltas de los otros con una bondadosa caridad. Hay que pensar que si vivimos juzgando que otros tienen algún vicio, puede ser que nosotros también lo tengamos, porque según el antiguo refrán: «El ladrón juzga por su condición». Así como alguien que en su niñez sufrió la corrupción de parte de algún adulto, cuando llegue a la edad mayor vive juzgando continuamente que los adultos están corrompiendo a los menores, de la misma manera atribuyendo a otros ciertas miserias, y malas inclinaciones, ello puede ser indicio de que nosotros las tenemos, o las sentimos.

Un promedio impresionante. Si analizamos fríamente las veces que hemos condenado en nuestro entendimiento o con palabras a los demás, veremos que la mayor parte de las veces que hemos condenado, nos hemos equivocado. ¿Entonces para qué dedicarse a una actividad que tiene tan grande posibilidad de error? Cuando sintamos la inclinación a hacerlo digámonos a nosotros mismos: «¿Cómo me puedo atrever a juzgar y condenar a los otros si yo tengo los mismos defectos y peores inclinaciones que ellos? ¿Si tengo una viga en mis ojos, por qué criticar a los que tienen una basurita en los suyos?

¿Y si la falta es verdadera y pública? En esos casos pensemos que esa persona debe tener muchas cualidades y virtudes ocultas y que probablemente ha hecho muchísimas obras buenas que nosotros ignoramos. Y consideremos que si Dios le ha permitido caer en esta falta probablemente ha sido para curarle su orgullo y aumentarle la humildad y para que se vuelva más comprensible con los demás. Y que por lo tanto su ganancia al hacerse pública esta falta va a ser mayor que la pérdida que ha sufrido con el descrédito que le ha llegado.

¿Y si la falta es enorme? ¿Y si el pecador es impenitente, endurecido y no demuestra inclinaciones a la conversión? En esos casos, después de hacer el propósito de rezar todos los días por la conversión de los pecadores (que éste será quizás el mayor favor que a ellos les podemos hacer y sólo en el cielo sabremos cuánto bien les hicimos rezando por su conversión) elevemos nuestro espíritu hacia el cielo y pensemos en cuántos y cuántas están allá arriba gozando del Paraíso Eterno después de haber llevado por muchos años una vida de pecado que parecía impenitente y sin esperanza de conversión, y de pronto, quizás por las oraciones y sacrificios que alguien ofreció por los pecadores, recibieron una gracia de esas que los místicos llaman: «tumbativas» y cambiaron de vida y lograron después llegar a la santidad, como el ladrón de la derecha en la cruz o como la pecadora del Evangelio, cambiaron una vida horrible de pecado por una situación de conversión y se salvaron. En cambio cuántos y cuántas que ya andaban muy alto en la vía hacia la santidad se llenaron de orgullo y presunción, y vanagloria y desprecio a los demás, y cayeron después en un abismo de miserias y debilidades. Por eso el sabio dice en el Libro el Eclesiástico: «De nadie demos un juicio antes de que haya llegado al final de la vida, porque hay gente que empezó bien y terminó mal, y otros pueden empezar muy mal y terminar muy bien».

Pedir esta cualidad. Uno de los favores que más deberíamos pedir al Espíritu Santo es aquel regalo que según san Pablo acostumbra a dar el Santo Espíritu a los que le suplican: La benignidad, o sea la cualidad de pensar amablemente y bien de todos, (Ga 5). Si Él nos concede ésta feliz inclinación, tendremos la seguridad de que en el día del Juicio no vamos a recibir una sentencia condenatoria, porque Jesús prometió: «Con el juicio con el que juzguen, serán juzgados, y con la medida con la miden, serán medidos» (Mt 7, 1).

Con la mayor frecuencia deberíamos tener en nuestros labios aquella jaculatoria que tantas personas han repetido miles de veces y que a tantos corazones duros e inflexibles los transformó en corazones comprensivos y amables. Dice así: «Jesús manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo». Entonces se cumplirá en nosotros lo que el Señor prometió por medio del profeta Ezequiel: «Les cambiaré el corazón de piedra por un corazón de carne» (Ez 36, 26) el corazón duro y condenador por un corazón comprensivo y perdonador. Muchos han hecho el ensayo de pedir esta gracia, y la han obtenido. ¿Por qué no ensayar también nosotros?

Si vamos a ser juzgados con la medida que nosotros empleemos para juzgar a los demás, lo mejor será entonces emplear una medida ancha y generosa, para que esa mecida sea la que se emplee en favor nuestro. Así se cumplirá aquella promesa de Jesús: «Se les dará una medida amplia, buena, generosa y rebosante» (Lc 6, 38).

CAPITULO 42

EL ARMA MÁS PODEROSA PARA VENCER EN EL COMBATE ESPIRITUAL

Hemos venido recordando que para salir vencedores en los combates del espíritu son necesarias tres condiciones: desconfiar de que por nuestras solas fuerzas lograremos vencer a los enemigos de la salvación; confiar inmensamente en Dios, y emplear lo mejor posible las cualidades que se han recibido. Ahora vamos a recordar la cuarta arma, y las más poderosa y efectiva, que es la oración. De la oración se pueden repetir las palabras que la Sagrada Escritura dice acerca de la sabiduría: «Todos los demás bienes me vinieron junto con ella». La oración es el canal por el cual se nos envían todas las ayudas que recibimos del cielo. Es la espada que Dios ha puesto en nuestras manos para que combatamos a los enemigos de nuestra salvación y los derrotemos.

La oración tiene sus condiciones. Orar es hablar con un Dios que nos ama y nos escucha con infinita bondad y con gran interés por ayudarnos y defendernos. Pero al orar hay que tener cuidado de cumplir ciertas condiciones para que la oración le agrade a Nuestro Señor. Los santos dicen que al orar debemos hacer cuatro acciones: adorar, dar gracias, pedir perdón y suplicar favores. Puede existir un peligro: que sólo oremos para pedir favores y se nos olvide adorar, dar gracias al buen Dios y suplicarle perdón por las ofensas que le hemos hecho. Cuando se va a pedir un favor a alguien es muy importante ganarnos la amistad y buena voluntad de quien va a conceder ese favor. ¿Lo hacemos así con Dios? ¿Le pedimos excusas por las ofensas que le hemos hecho? ¿Le agradecemos tantos favores que nos ha concedido? ¿Le decimos muchas veces que lo amamos? ¿O solamente pedimos, pedimos, y nada más?

Al pedir conviene que lo que se pide agrade al dador. Decía un santo que el cielo debe cansarse al oír que algunos sólo piden bienes materiales para esta tierra, se les olvida pedir la conversión, la salvación del alma, el crecer en santidad y el conseguir la vida eterna. Esas sí son cosas que en verdad agradan muchísimo a Nuestro Señor y las concede con inmenso gusto. ¿Es eso lo que más pedimos? No se nos olvide que de las siete peticiones del Padrenuestro, sólo una es material. Las otras seis son espirituales.

Ventajas de la oración. Una de las mayores cualidades que Dios nos ha concedido a algunos de nosotros es que nos guste orar. Porque la oración nos ayudará a cruzar sin fracasar, los traicioneros lugares donde se encuentra la tentación. Por la mañana la oración es la llave que nos abre los tesoros de Dios y por la noche es el manto que nos coloca bajo su Divina Protección. Los milagros más maravillosos y los cambios más portentosos han sido preparados por muchas oraciones. En algunos apostolados lo que falla es que se dedica mucho tiempo a hacer planes y poco tiempo a hacer oración. Así el apostolado se vuelve estéril. Toda persona fervorosa debe dedicar el diez por ciento de su día a la oración. Defecto que empecemos a encomendar a Dios con toda fe, irá desapareciendo y disminuyendo notoriamente.

Una condición sin la cual no. Para que la oración tenga efecto es necesario que la hagamos con mucha confianza en el poder y la bondad de Nuestro Señor. Dice san Pablo: «Dios tiene poder y bondad para darnos mucho más de lo que nos atrevemos a pedir o a desear» (Ef 3, 20).

Podemos estar seguros de que si le pedimos con la fe y sin cansarnos, no nos negará las ayudas que necesitamos en lo material y en lo espiritual. El santo profeta repetía: «¿Saben a quiénes prefiere el Señor? A los que confían en su misericordia». Tratemos de pertenecer a ese número de los preferidos de Dios. Cuanto más confiemos en Él, más seremos ayudados por su bondad y por su infinito poder.

Otra condición. Para que nuestra oración sea respondida favorablemente por el Creador es necesario que nuestro deseo sea el que se cumpla la Voluntad de Dios, lo que Dios quiere, y no nuestra voluntad o los propios caprichos. Porque nuestra propia voluntad puede estar equivocada y nos puede hacer pedir cosas que no nos convienen, y en cambio la Voluntad Divina jamás se equivoca y lo que quiere para nosotros es lo que más nos conviene. Por eso digámosle a nuestro Señor de vez en cuando que si lo que le pedimos no va a servir para nuestro mayor bien, por favor no nos lo vaya a conceder. Aun en las virtudes y en el progreso espiritual, que si son bienes que nos aprovechan siempre y muchísimo, pidamos todo esto al Señor, pero no por darnos el gusto de ser más buenos y más estimados, sino para agradarle más a Él y cumplir mejor su santísima Voluntad.

OBRAR DE MANERA QUE MEREZCAMOS LO QUE PEDIMOS

Los especialistas en oración recomiendan que para obrar con mayor seguridad lo que pedimos al cielo al orar, conviene muchísimo que tratemos de obrar de tal manera que con nuestro buen comportamiento nos ganemos la simpatía de Dios Santo a quien pedimos esos favores. Es lo que hacen os hijos cuando tratan de que su padre les conceda algún favor muy especial que desean conseguir: entonces tratan de comportarse de tal manera bien, que el papá muy agradado por su buen comportamiento esté más inclinado a concederles lo que piden. Desafortunadamente muchas veces nosotros hacemos lo contrario: pedimos a Dios algún favor o gracia que necesitamos o deseamos, pero mientras tanto nos seguimos comportando de tal manera mal, que en vez de ganarnos la simpatía divina lo que estamos consiguiendo es aborrecimiento y antipatía por nuestro mal proceder. Y se cumple entonces aquello que decía una gran mística: «Con Dios, a las buenas, conseguimos todo lo que deseamos y mucho más. Pero a las malas, no conseguimos sino fracasos».

Antes de pedir, agradecer. Es sumamente conveniente que antes de pedir favores de Nuestro Señor le demos gracias por tantas bondades que ha tenido hasta ahora por nosotros. Eso lo saben hacer las gentes de mundo cuando van a pedir alguna ayuda a los poderosos. Antes les recuerdan cuán agradecidos están por sus dádivas anteriores. Así se ganan su buena voluntad para concederles nuevas ayudas. Es que el recordar con reconocimiento los favores que se han recibido, es señal de que se tiene un corazón noble y agradecido. Por eso no dejemos pasar ningún día sin dar gracias a Dios por algunos favores determinados que nos ha concedido. Así cumplimos el mandato del Libro Santo: «Hay que ser siempre agradecido. Demos gracias a Dios en todo, que ésta es su santa voluntad» (1 Ts 5, 18).

EMPLEAR SIEMPRE UN ABOGADO, UN INTERCESOR

Cuando se va a hablar con una altísima autoridad conviene sobremanera hacerse acompañar de alguien que goce de gran estimación y buen nombre entre el alto gobierno, por ejemplo un senador, un familiar muy estimado por el gobernante, un amigo suyo etc. Algo parecido es lo que nos conviene hacer al dirigirnos al Altísimo Dios. Presentarnos a Él por medio del ser que más ama y más estima, su amadísimo Hijo Jesucristo. Por eso el Redentor nos dejó esta bella promesa: «Todo lo que pidan en mi nombre, Yo lo haré (Jn 14, 13). Lo que pidan al Padre en mi nombre, Él lo concederá» (Jn 15, 16). Cualquier favor que deseamos obtener del Padre Celestial supliquémoslo siempre diciéndole que lo pedimos en el nombre de su amado Hijo Jesucristo. Y a Jesús digámosle que le suplicamos en nombre de su amadísima Madre y de los santos. Así, apoyados por tan poderosos abogados e intercesores seremos escuchados con mayor seguridad.

La oración irresistible. Es la oración perseverante, la oración de quien no se cansa de suplicar la ayuda divina. Jesús nos cuenta en el Evangelio (cf. Lc 18) que una viuda a base de no cansarse de rogar y de suplicar, obtuvo que un juez malvado y frío le hiciera justicia y le librara de un enemigo que le quería dejar en la miseria. Y añade al Señor: «Si esto lo hizo un hombre malo y frío, ¿cuánto más hará mi Padre Celestial si no se cansan de suplicarle?».

La que no aguardó. Una señora fue a una familia rica a pedir un vestido para su hijita que era muy pobre. Aquellas gentes se pusieron a buscar en los armarios el mejor vestido que tenían, pero cuando bajaron al primer piso ya la mujer se había ido creyendo que no le iban a dar nada. Le faltó saber aguardar.

Pero ¿y si tarda demasiado? Uno de los peligros para nuestra oración consiste en que si Dios demora bastante en concedernos lo que estamos pidiendo, nos desanimemos y dejemos de rogarle. Es necesario que nos repitamos hasta la saciedad la noticia tan hermosa que nos contó san Pablo: «Dios tiene poder y bondad para darnos mucho más de los que nos atrevemos a pedir o a desear» (Ef 3, 20). Si Él quiere y puede ayudar ¿por qué dejar de pedirle sus ayudas? Partimos siempre de un principio: «Aquel a quien pedimos es Todopoderoso». «Dios nos oye, dice san Juan, y si nos oye nos ayuda» (1Jn 5, 14).

¿Y sí la gracia que le pedimos no nos conviene? En este caso Dios que es infinitamente sabio y bondadoso nos concederá entonces otras gracias y ayudas

115 que sean más útiles y provechosas. Pero lo cierto es que siempre cumplirá aquello que prometió por medio de su profeta: «No han terminado de hablar en su oración, y ya les estoy enviando una respuesta en su favor» (Is 65, 24).

¿Y si somos indignos de ser escuchados? Cuando Dios parece no querer hacer caso a nuestras peticiones debemos humillarnos y reconocer que somos indignos de que Él nos oiga y nos ayude, pero no nos quedemos en el recuerdo de nuestras miserias y maldades sino más bien pensemos en cuán grande es su misericordia y su admirable generosidad y que Él nos ayuda no porque nosotros somos buenos sino porque Él es bueno; y estemos seguros que cuanto mayor sea nuestra confianza en la misericordia divina, tanto más grandes serán los favores que conseguiremos de Nuestro Señor. De quien tiene mayores riquezas y más generosidad se pueden obtener más ayudas que de uno que es pobre y tacaño. Pero ¿quién más rico, más generoso y más buen amigo nuestro, que el mismo Dios?

Nuestro Creador no necesita que le «informemos» acerca de lo que necesitamos pues «bien sabe el Padre Celestial todo lo que necesitáis» (Lc 12, 30) pero quiere que acudamos a Él para confiarle plenamente lo que nos está haciendo falta y que dejemos en sus manos la solución, aceptando su santa voluntad.

San Juan Crisóstomo dice: «No hay creatura más poderosa que la que ora con fe, porque tiene a su favor una promesa infalible que dice: «Pedid y se os dará».

Jesús no puso límites a lo que Dios nos va a conceder. A nosotros nos toca no tener miedo en pedir, aunque lo que pidamos sea tan raro como pedirle a un árbol o a un monte que se arranque de donde están y se lancen al mar (Mc 11, 23).

Orar sin tanto afán. Es necesario no profundizar tanto en los problemas. De tanto rasguñar una herida se va enconando más y más. Dejemos que Dios actúe. Dejemos tanto miedo. El miedo no está bien en quien confía en la bondad del Señor. No nos dediquemos a analizar tanto los problemas ni a querer resolverlos nosotros solos. Dejemos que Dios los resuelva.

No pedir sólo lo material. Dice la gente: «Crecen para que se me solucione tal o cual problema». ¡Muy bien! Pero ¿por qué no piden también: recen para que yo me convierta? Si esto sucede, se cumplirá lo que anunció Jesús: «Todo lo demás se nos dará por añadidura». La mejor oración es la que parte del deseo de agradar a Dios, del deseo de salvar almas, del anhelo de lograr la propia conversión y la de muchos más. Nada hay que más agrade a Nuestro Salvador que esto. Y sí le pedimos estas gracias estará siempre dispuesto a responder a nuestra oración.

«CUANTO PIDAN EN LA ORACIÓN, CREAN QUE YA LO HAN RECIBIDO, Y LO OBTENDRÁN» (MC 11,24)

CAPITULO 43

LAS DOS CLASES DE ORACIÓN Y CÓMO HACERLAS

Orar es elevar la mente a Dios para adorarlo, darle gracia, suplicarle perdón y pedirle las gracias y favores que necesitamos.

La oración puede ser de dos maneras: con palabras, o sólo con la mente. La primera se llama oración vocal. La segunda: oración mental.

ORACIÓN VOCAL. Es aquella en la cual le hablamos con palabras a Dios. Así por ejemplo le decimos: «Señor y Dios mío, si es de tu agrado, si es para mi mayor bien, concédeme tal o cual favor… Perdóname tal o cual falta… Gracias por éste u otro beneficio tuyo».

Cuando sentimos peligrosas tentaciones y estamos en peligro de caer en pecado conviene decir: «Señor, mira que me están venciendo. Ven pronto a ayudarme… Dios mío, ven en mi auxilio. Señor, date prisa en socorrerme… Mira Señor que en el camino por donde avanzo me han tendido una trampa… No me abandones, Dios de mi salvación… No me dejes caer en tentación… Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal, líbranos Señor de todo mal… etc.

Cuando nos sentimos débiles e incapaces de resultar vencedores en las luchas espirituales podemos decir las palabras del hermoso Salmo 86: «Inclina Señor tu oído; escúchame que soy un pobre desamparado; salva a tu siervo que confía en Ti. En el día del peligro te llamo y tú me escuchas. Grande eres Tú y haces maravillas. Dame una señal propicia. Que la vean los enemigos de mi alma y se alejen, porque Tú, Señor, me ayudas y consuelas».

LA ORACIÓN MENTAL. Consiste en elevar la mente a Dios pero sin decirle nada con palabras. Por ejemplo cuando nos ponemos a pensar que por nosotros mismos no somos capaces de defendernos del mal y de obrar el bien, y llenos de amor a Dios elevamos a Él nuestra confianza con la seguridad de que su ayuda no nos faltará jamás. Esta desconfianza en nosotros mismos y este acto de fe en el poder y en la bondad de Dios es una verdadera oración aunque no se hayan dicho palabras.

Se hace también una oración mental cuando le representamos a Dios nuestra pobreza, miseria y debilidad absoluta, y recordando las bondades con las cuales nos ha auxiliado otras veces pensamos que también en lo presente y en lo futuro nos va a ayudar y socorrer. Esta oración mental es extremadamente útil para el alma y siempre provechosa.

ALGUNAS REGLAS PARA ORAR CON SENCILLEZ

1 o Ante todo separemos cada día algunos minutos para estar a solas, en paz y hablar con Dios. 2° Hablemos con Nuestro Señor con sencillez y naturaleza como un hijo muy amado como el más bueno y cariñoso de los padres. Contémosle lo que nos preocupa. No hace falta que empleemos fórmulas raras. Hablémosle con nuestras propias palabras, que Él las entiende muy bien. 3 o Entremos en diálogo con Dios también cuando estamos en el trabajo. Digámosle que lo amamos, que le damos gracias. Que le ofrecemos lo que estamos haciendo. 4 o Convenzámonos de esta gran verdad «Dios está con nosotros». Viaja con nosotros. Nos acompaña como el aire y como la luz a todas horas en el día. Está a nuestro lado las 24 horas y 60 minutos de cada hora. Y nos quiere ayudar. Desea ayudarnos. Goza ayudándonos. Pero espera nuestra petición de ayuda. 5 o Oremos con la absoluta seguridad que nuestra oración sí es oída y respondida por Dios todas las veces y siempre. Y encomendémosle a los pecadores que deseamos convertir y a todos los que han tratado o tratarán con nosotros. 6 o Al orar tengamos ideas positivas y no negativas. «Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?». 7o Siempre debemos declarar o pensar cuando nos ponemos a orar, que aceptamos lo que Dios permita que nos suceda, pues aunque no nos conceda lo que le pedimos, siempre nos concederá lo que sea para nuestro mayor bien. Demasiado nos ama y por eso nos da lo que más nos conviene. 8 o Cuando oremos dejemos todos los problemas en manos de Dios. Recordemos lo que dice el Salmo 55: «Coloca tus problemas en manos del Señor, y Él actuará». Pidámosle que nos conceda fuerza para hacer lo que tenemos que hacer, y lo demás dejémoslo todo en sus manos Todopoderosas. 9 o Cada día digamos alguna oración por nuestra ciudad, por nuestro país. Es lo que aconseja el profeta Jeremías diciendo: «Orad por la ciudad y el país donde estáis viviendo, porque su bien será vuestro bien» (Jr 39, 17).

CAPITULO 44

CÓMO ORAR POR MEDIO DE LA MEDITACIÓN

Entendemos por Meditar el aplicar atentamente el pensamiento a considerar algún tema religioso. Meditar es elevarse hacia Dios por medio de la reflexión. La meditación es uno de los mejores medios para progresar en la vida espiritual.

Quien desea llegar a un buen grado de perfección y santidad debe emplear por lo menos media hora cada día en este ejercicio de oración que se llama meditación. Y uno de los temas que más ayudan a obtener un verdadero amor a Dios y un rechazo total a todo pecado es de la Pasión y Muerte de Jesucristo.

¿CÓMO MEDITAR ACERCA DE LA PASIÓN?

Supongamos que deseamos conseguir la virtud de la paciencia. Para conseguirla será de enorme provecho meditar en los sufrimientos de Jesús en la Pasión. Por ejemplo en La Oración en el Huerto: cómo después de pedir varias veces al Padre que le alejara ese cáliz de amargura .porque tenemos todo el derecho a pedir a Dios que aleje de nosotros ciertos sufrimientos, si le parece bien el alejaros) viendo que el Padre Celestial no pensaba librarlo de aquellos tormentos que le esperaban, dijo con la más admirable paciencia: «Padre, si no es posible que se aleje de mí este cáliz, que no se haga como yo quiero, sino como quieres Tú. Que se haga tu santa voluntad». Jamás en la historia se había visto una agonía tan espantosa como la de Jesús aquella noche (que le hizo sudar gotas de sangre) pero tampoco nunca se había oído una oración que demostrara una paciencia tan admirable. Esto es lo que debemos repetir cuando nos llegan las horas amargas de la vida: «Padre que se haga tu Santa Voluntad». Y como premio a su admirable resignación, recibió Jesús la visita de un ángel que lo consoló, y ya no volvió a tener en toda su admirable Pasión y Muerte ningún momento de desaliento. Es que el Señor da el dolor, pero también da el valor, si recurrimos a su bondad.

Y en la flagelación: podemos meditar cuán agudos y atroces debieron ser aquellos dolores en los cuales su cuerpo fue literalmente destrozado a fuetazos, no quedando sitio sin heridas desde la cabeza hasta los pies. Y allí en tan insoportables tormentos no se le oye gritar ni protestar sino que con impresionante paciencia va ofreciendo al Padre Dios todas sus torturas por nuestros pecados y por la salvación de nuestra alma. Sea bendito el Señor Jesús.

En la coronación de espinas: lo escupen, le vendan los ojos, le dan puñetazos, lo visten con un manto de burlas, le colocan una caña como bastón de mando y le clavan en la cabeza unas muy punzantes y destrozadoras espinas… Y todo este tiempo está silencioso. «Como una oveja mientras la trasquilan, sin protestar» (dijo el profeta). Todo lo contrario a nosotros que no somos capaces de recibir la más mínima ofensa ni el más pequeño desprecio sin demostrar disgusto y sin protestar. Jesús: enséñanos a sufrir, como sufriste Tú.

El Juicio de Pilatos. Absolutamente injusto, sin una sola prueba en su contra. El mismo juez declarara que Jesús es justo y que no encuentra en Él ninguna falta. Y sin embargo lo condena a muerte por temor a perder su empleo. ¡Cuánta mansedumbre demostró Jesús durante este juicio y qué gran paciencia. Qué lección formidable para nosotros!

La subida al calvario. El profeta había dicho que lo llevarían «como un cordero al matadero, sin oponer ninguna resistencia». El santo por los pecadores. El justo por los injustos. Ah, cómo nos enseña Jesús a aceptar la cruz de nuestros sufrimientos de cada día y llevarla con paciencia por nuestros propios pecados y por la conversión de los pecadores.

Y su agonía en la cruz. Meditemos cómo rechazó el vino mezclado con hiel porque lo podía adormecer, anestesiar y Él quería sufrir al vivo todos los tormentos por salvar nuestra alma. Pensemos que en aquellas horas el tiempo en que no estaba en santo silencio estaba rezando. Para enseñarnos a sufrir rezando. Y rezaba por los que no deseaban que los perdonara y para ellos pedía perdón y buscaba la excusa de que no sabían lo que hacían. Qué posición tan dolorosa en esas tres horas que le parecieron siglos. Si se apoyaba en los pies sentía agudísimos dolores. Si se colgaba de las manos se le desgarraban por los clavos. Si miraba al frente veía a los enemigos insultándolo. Si se dirigía hacia la derecha contemplaba a su Madre Santísima agonizando de angustia y de amor por Él. Si volvía la vista hacia la izquierda veía al mal ladrón burlándose de Él. Si miraba hacia el cielo, también el Padre Celestial se había ocultado y le dejaba sufrir el peor martirio que pueda sufrir un ser humano, al verse abandonado por Dios, y gritó emocionado: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». La sed le atormentaba enormemente a causa de tanta sangre que había derramado y tuvo que exclamar: «Tengo sed» y le dieron a beber vinagre y lo tomó. Y con su paciencia admirable abrió para nosotros las puertas del Paraíso Eterno. Bendito seas por siempre Señor.

¿Quién por quién? Mientras vamos meditando en estos temas tan importantes hagamos la pregunta que se hacía santo Tomás de Aquino: «¿Quién sufrió? ¿Cómo sufrió? ¿Por quiénes sufrió? y pensemos en el mismo Hijo de Dios. Aquel Jesús que pudo desafiar a todos sus enemigos diciéndoles: «Si a alguien le consta que yo haya cometido algún pecado que lo diga». (Jn 8,46) y nadie pudo decir nada contra Él porque en su vida jamás hubo ni la más pequeña falta. Y sin embargo siendo Él tan extremadamente puro y santo, permitió Dios que sufriera tanto. Y de ahí deducimos que el sufrimiento lo permite Nuestro Señor no porque nos quiere castigar o porque nos ha olvidado, sino para que crezcamos en santidad y logremos salvar muchas almas. Ésta consideración nos ayudará mucho a sufrir con mayor paciencia.

¿Y cómo sufrió? Con la más impresionante paciencia y lleno de amor por el Padre Dios y por nosotros los pobres pecadores. Y esto tiene que servirnos de ejemplo para aprender nosotros también a sufrir de la misma manera, sin renegar, sin maldecir, sin protestar, por amor a Dios y a las almas.

Conclusión: pidámosle frecuentemente a Jesús que ya que él supo sufrir con tanta paciencia, en tan impresionante silencio y con un amor tan grande hacia el Padre Dios y a las almas, nos conceda también a nosotros la gracia de saber sufrir con Él: sin demostrar impaciencia, rezando y llenos de silencio; por amor a Dios y al prójimo y con la mayor dosis de paciencia que nos sea posible. Si le pedimos muchas veces esta gracia nos la va a conceder en cantidad admirable.

Propósito. Tomemos la resolución de pedir muchas veces la virtud de la paciencia porque la necesitamos todos los días, y si no la pedimos no la tendremos. Demos gracias al Padre Celestial por habernos dado en su amadísimo Hijo tan sublimes ejemplos de la más santa paciencia. Y miremos de vez en cuando el crucifijo y repitamos lo que decía san Bernardo: «Sería una verdadera vergüenza que siguiendo a un Jefe coronado de espinas, azotado, escupido, insultado y clavado en una cruz, silencioso y lleno de paciencia, nosotros vivamos disgustados por tener que padecer algunos pequeños sufrimientos». Si Cristo sufrió tanto por nosotros es justo que también nosotros suframos las penas que Dios permita que nos sucedan, y que las ofrezcamos por su reino y por la salvación de las almas, especialmente de las más necesitadas de su misericordia. Muchas almas se pierden, porque no hay quien sufra con paciencia por la salvación de los pecadores. El sufrimiento es una gran arma para ganar almas si se acepta con paciencia, en silencio, y por amor a Dios.

CAPITULO 45

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [45- 50]

CÓMO PODEMOS MEDITAR ACERCA DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

Nadie ama lo que no conoce. Nadie aprecia a la persona de la cual no sabe las cualidades que posee. Por eso si deseamos en verdad amar y apreciar a la Santísima Virgen debemos meditar de vez en cuando en sus maravillosas cualidades y en su grandeza admirable.

La más bendecida de todas las mujeres. Levantemos el Espíritu hacia Dios y pensemos que entre todos los miles de millones que han existido en el mundo, la mujer que Dios ha bendecido más que todas las demás es María Santísima. Santa Isabel al saludarla le dijo iluminada por el Espíritu Santo: «Tú eres la más bendecida de todas las mujeres» (Lc 1, 42). Dios bendice mucho a las mujeres. (Bendecir es consagrar algo al servicio de Dios. Es también desear que lleguen favores, ayudas y gracias del cielo para quien recibe la bendición). Algunas mujeres son sumamente bendecidas por Dios porque llevan una vida muy piadosa y muy llena de buenas obras, pero entre todas las mujeres santas y virtuosas que han existido y existirán en la tierra, la que más bendiciones y ayudas y gracias ha recibido y recibirá siempre es la Virgen María. Por eso debemos sentir hacia Ella admiración, veneración y enorme estima.

Llena de gracia, El Arcángel Gabriel la llamó «llena de gracia» y le dijo: «No temas porque has hallado gracia delante de Dios». La gracia es la amistad con Dios. La buena voluntad y preferencia de Nuestro Señor hacia una persona. Y ninguna otra creatura en toda la historia ha sido tan agradable al Creador y ha recibido tantas preferencias de Él, como María Santísima. Ella sí que puede conseguirnos ese regalo tan maravilloso que se llama «Gracia de Dios», amistad con Nuestro Señor. O sea: que le «caigamos bien» a Él, que seamos de su agrado y del número de sus preferidos. Es un favor que debemos pedir muchas veces por medio de Nuestra Señora. (Lo contrario a la «Gracia de Dios» es el pecado. María fue preservada de todo pecado y puede interceder ante su Divino Hijo para que Él nos libre de la esclavitud del pecado, que es la peor de todas las esclavitudes, y que nos perdone todas nuestras culpas y así vivamos en su Divina amistad aquí en la tierra y para siempre en el cielo. Pidamos muchas veces a Ella ese gran favor).

MARÍA POSEE TODAS LAS VIRTUDES

Si meditamos en las virtudes de la Virgen Santa la amaremos más y hasta quizás logremos imitarla en algunas de ellas. Por eso meditemos en su fe: ella creyó a pesar de todas las apariencias en contra. En un niñito que lloraba, que sentía hambre, que necesitaba de todas las ayudas de una madre, Ella tenía que creer que era Dios. Ante un sencillo obrero del pueblo, al cual la gente lo llamaba «el hijo del carpintero», María creía que era el salvador del mundo. Ante su hijo clavado en una cruz como un malhechor, Ella seguía creyendo que era el Redentor Universal y que su reino no tendría fin. Con razón le dijo su prima Isabel: «Dichosa tú, que has creído. Se cumplirá en Ti todo lo que te dijo el Señor» (Lc 1, 45). Admiremos la fe de María y pidámosle un favor especial: que nos obtenga de su Divino Hijo que aumente nuestra fe.

SU CARIDAD Y ESPÍRITU DE SERVICIO

Fue corriendo a ayudar a Isabel porque siempre tenía prisa cuando se trataba de prestar ayuda a quienes se la solicitan o la necesitan con urgencia. En Caná insiste ante su Divino Hijo y hace que Jesús adelante su hora de hacer milagros y transforme el agua en vino y ese mismo favor lo sigue haciendo ante tantas personas que necesitan que Jesús les cambie el agua desabrida de una vida sin buenas obras, en ese vino generoso que se llama caridad, bondad, conversión y santidad.

María, Madre Dolorosa. Muy provechoso puede resultar para nosotros el meditar de vez en cuando en los dolores o sufrimientos que padeció la Madre de Dios, porque esto nos anima a sufrir con mayor paciencia nuestras penas y a ofrecerlas por amor de Dios y por la salvación del prójimo.

Su primer dolor: ver nacer a su hijito amadísimo en un pesebre, en una canoa de echar de comer a los animales, y en la más absoluta pobreza. Su segundo dolor: oír de labios de Simeón que mucha gente iría contra Jesús y que a causa de Él una espada de dolor atravesaría el corazón de la madre. El tercer dolor: la huida a Egipto con el niño recién nacido. El cuarto dolor: a los 12 años padecer durante tres dolorosísimos días la ausencia de su hijito perdido y hallado luego en el templo. El quinto dolor: oír la sentencia de muerte que Pilatos lanzó contra Jesús el Viernes Santo hacia mediodía y encontrarse luego con Él en el camino del Calvario y verlo así de destrozado, humillado y sangrante. El sexto dolor: ver morir a Jesús, minuto por minuto en el Calvario sin poder prestarle ninguna ayuda. El séptimo dolor: asistir a su santa sepultura que fue uno de los funerales más pobres y con menos asistencia de amigos que han existido en el mundo. Aquella separación de su Hijo fue para Ella dolorosísima. María Madre Dolorosa ha aprendido con el sufrimiento a comprendernos a los que tenemos que padecer en esta vida y por eso viene a consolarnos y a darnos valor en nuestras horas de dolor si pedimos su intercesión.

MARÍA: LA QUE CONSIGUE FAVORES

Los grandes santos han repetido muchas veces que jamás se ha oído decir que alguna persona se haya encomendado a la Virgen Santísima y Ella le haya abandonado y no le haya concedido su protección. Después de su Divino Hijo no tenemos una ayuda más poderosa y eficaz que Nuestra Señora. Si no hemos sido más ayudados por Ella es porque no hemos tenido más fe en su intercesión. María puede muchísimo ante nuestro Señor porque sus ruegos son ruegos de Madre y Jesús es el mejor Hijo que ha existido y jamás le va a negar a su Madre Santísima lo que ella pida para nosotros. Por eso no nos cansemos jamás de implorar su valiosa protección.

MARÍA: LA QUE MÁS AMA A JESÚS

El grado de nuestra felicidad en el cielo va a depender en gran manera el grado de amor que hayamos tenido a Jesucristo en esta tierra. María, por su inmenso amor a Jesús fue llevada al puesto tan alto que ocupa en el cielo. Durante 33 años estuvo junto a Él y llegó a amarlo con un amor inmenso, tan grande como no lo ha tenido ni tendrá criatura alguna en la tierra. La devoción a María debe llevarnos a amar más a Jesús. Ella le decía a santa Brígida: «Lo que yo más deseo es que la gente ame a mi Hijo Jesucristo». Pidámosle muchas veces: «Oh María: haz que nosotros amemos a Jesús como lo amas Tú». Ella, aún más que san Pablo podía decir: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en Mí».

LO PROPIO DE MARÍA ES HACERNOS AMAR A JESUCRISTO

María no es rival de Cristo que le quita el amor que a Él le debemos, sino que cuanto más la amamos a Ella, más amaremos a su Hijo, porque es causa de Él por lo que tanto la amamos. Por eso digamos de vez en cuando: «Oh Jesús: que amemos a tu Madre Santa como la has amado Tú. Oh María: que Jesús sea siempre el centro y el fin de todo lo que hacemos, decimos, pensamos y sufrimos. Que lo amemos como Tú, con todo el corazón en esta vida y logremos seguirlo amando para siempre en el cielo».

CAPITULO 46

MEDITEMOS EN UNA DEVOCIÓN QUE NOS HACE MUCHO BIEN: LA DEVOCIÓN A SAN JOSÉ

La experiencia enseña que quien vive junto a un horno que tenga altísima temperatura, necesariamente se conserva con mayor calor que los que están retirados del fuego, y que una tela que se adhiere a un perfume finísimo adquiere también su suave aroma. San José vivió durante muchos años junto al más alto horno de caridad que ha existido en la tierra que es Jesucristo, y junto a la Madre de Dios que siempre ardió en amor hacía Nuestro Señor y en caridad hacía los demás. Y nadie como ellos dos ha exhalado tan exquisito perfume de santidad. Por eso necesariamente san José tuvo un altísimo grado de amor a Dios y de caridad hacia el prójimo y se contagió con la santidad de Jesús y María. Imposible que quien se acerca a un grande incendio no participe del calor de sus llamas. ¿Y qué mayor llama de amor sobrenatural puede haber que el que ardió en los corazones de Jesús y María? Y José estuvo allí con ellos durante mucho tiempo.

Cuando Dios confiere a una persona una responsabilidad especial le concede por justicia las cualidades que necesita para ejercer el oficio que se le ha encomendado. Y a san José le encomendó Nuestro Señor la altísima responsabilidad de ser el custodio de los dos más grandes tesoros que el Creador ha enviado a este mundo: El Hijo de Dios y la Madre del Redentor. Por lo tanto sin duda alguna le concedió al Santo Patriarca todas las excelsas cualidades que necesitaba para una responsabilidad tan delicada e inmensa.

Intervenciones admirables. Son muchas las maravillas que se cuentan acerca de las intervenciones que este gran santo ha hecho a favor de quienes se le encomiendan con fe. Concede ayudas en lo espiritual y en lo material; consigue luces e iluminaciones del cielo para poder resolver problemas y dificultades, y se convierte en un magnifico director invisible para enseñar a orar y a meditar. Si alguien no tiene quien le enseñe a orar y a meditar que se encomiende a este poderoso santo y verá resultados que superan todo lo que esperaba.

Cristo le demuestra su gratitud. Si nuestro Señor concede tantísimos favores a los devotos por intercesión de los demás santos, por haberle sido ellos tan fieles en esta tierra y haberle demostrado tanto amor, ¿cuántos más favores concederá por intercesión del que por 30 años se dedicó día y noche a atender, proteger, ayudar, amar y hacer felices a Jesucristo y a su Santísima Madre? Jesús que es el mejor de todos los hijos ¿podrá dejar de recompensar eternamente a este padre adoptivo suyo que no hizo sino amarlo e interesarse por él en esta tierra? Cristo tiene en el cielo las mismas cualidades que tenía en la tierra. Y aquí amó y apreció inmensamente a san José. Por lo tanto en el cielo lo sigue amando y le concede cuanto le pida para nosotros.

Un favor especial. Santa Brígida y san Bernardino de Siena propagaron mucho la devoción a san José, y estos dos santos recomendaban que le pidamos a tan amable patrono una gracia muy especial: que nos enseñe a amar a Jesús como él lo amó.

Algo digno de envidiar. San Juan evangelista recostó su cabeza sobre el corazón de Cristo en la Última Cena. Esto es algo que merece una santa envidia. Pero san José tuvo a Jesús niño sobre su corazón muchas veces, en sus brazos por mucho tiempo y en su casa hasta los 30 años. Qué felicidad digna de santa envidia.

Agradable experiencia. Al tratar con personas fervorosas se logra constatar que no se encuentra alguien que tenga la devoción a san José y le demuestre que sí lo ama y confía en él, y que no aproveche y crezca en la virtud. Son asombrosos los favores que se reciben encomendándose a él y los peligros de que logra librar. Basta hacer la experiencia de rezarle con devoción, y pronto se nota cuán provechosa es esta devoción. Otros santos tienen especialidad para ayudar en determinados asuntos, pero a san José le ha concedido Dios la especialidad para ayudar en toda clase de problemas. Los santos son grandes porque obedecieron a Cristo. San José es grande porque Cristo le obedeció a él.

Gran santidad. El Evangelio dice que san José era ya justo antes de casarse. ¿Cuánto más santo llegaría a ser al vivir junto a la más santa de las mujeres y al que es santísimo por excelencia Cristo Jesús? San José: pídele a Jesús y María que nos concedan la gracia de amarlos a ellos como tú los amaste, y de lograr llegar a ser santos. Amén.

SAN JOSE: PATRONO DE LA VIDA INTERIOR: ENSÉNANOS A ORAR, A SUFRIR Y A CALLAR

CAPITULO 47

ALGUNOS SENTIMIENTOS AFECTUOSOS QUE PODEMOS SACAR DE LA MEDITACIÓN EN LA PASIÓN DE JESUCRISTO

El sitio donde mejor se aprende. Cuentan del gran sabio de san Buenaventura que alguien admirado ante la sabiduría de este admirable doctor le preguntó: ¿dónde aprendió tanta ciencia? Y que el santo lo llevó a un Cristo Crucificado ante el cual pasaba muchas horas rezando y meditando, y le dijo: «Aquí es donde he logrado aprender lo bueno que sé», Y dicen que el Crucifijo de san Buenaventura tenía los pies y las manos desgastadas de tantos besos que recibían de labios del santo. En verdad que la meditación en la Pasión de Cristo le produciría muy buenos sentimientos de afecto hacia Nuestro Señor.

Algo que logró conmover. Un hombre tremendamente vengativo entró un día a un templo y vio un cuadro de Jesús atado a la columna y un letrero debajo que decía: «No devolvía insulto por insulto». Luego vio otro cuadro donde estaba Jesús azotado y esta inscripción: «Cuando lo hacían sufrir no amenazaba» (1P 2, 23) y un cuadro de Cristo crucificado con esta leyenda: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Se puso a mirar esas imágenes y a meditar en sus letreros y desde ese día no volvió a vengarse de nadie. Es que la meditación en la Sagrada Pasión llena de buenos sentimientos.

LOS CINCO TORMENTOS

Cinco heridas le hicieron a Jesús en sus manos y pies y costado en la cruz, pero antes tuvo que sufrir también cinco dolorosos tormentos que conviene meditar de vez cuando.

1 o El tormento de la angustia. Tres horas duró este martirio de Jesús en el Huerto de los Olivos. Él quiso padecer en su propia persona lo espantoso que es el sufrimiento de la depresión, de la tristeza, de la preocupación. Como tenía que ser el consolador de todos los que tuvieran que pasar por estos espantables tormentos del alma, los padeció primero, para que no haya pena ni angustia que nosotros padezcamos que Él no la haya sufrido primero. Dice la Sagrada Escritura que sufriendo aprendió a comprender a los que sufrimos. De muy pocas personas se cuenta en la historia que hayan tenido una angustia tan espantosa que les haya hecho sudar sangre. Y Jesús la sufrió. En los momentos de tristeza y de depresión pensemos que también, Nuestro Salvador pasó por estos padecimientos y en vez de desesperarnos hagamos lo que hizo Él: oremos con confianza al Padre, y seremos consolados por su gran bondad. San Ignacio dice: «recordemos que Jesús en el Huerto, mientras más grandes eran sus sufrimientos, más y más oraba. Imitémoslo en eso también».

127 2° El tormento de las humillaciones. Cuando a media noche del Jueves Santo, Judas lo entregó dándole un beso, empezaron para Jesús las horas más humillantes de toda su vida. Un soldado de Caifás le dio un terribilísimo puñetazo en la cara por haber dado una franca respuesta. Luego fueron pasando senadores, soldados y chusma de toda clase a darle puñetazos y a escupirle en la cara. En las horas de la mañana Herodes lo hizo vestir de loco y así lo pasearon por las calles. Los soldados lo coronaron como rey de burlas y vendándole los ojos le daban puñetazos y le decían: «¿Adivine quién le pegó?». Pilatos puso al pueblo a escoger a quién preferían si a Jesús o al bandido Barrabás y el populacho dirigido por escribas y fariseos prefirió a Barrabás. Y al crucificarlo lo colocaron en medio de dos ladrones… Es que Jesús quería sufrir toda la amargura de las más espantosas humillaciones. Al contemplar estos hechos admirables sintamos el deseo de aceptar como Él y por amor a Dios y a las almas, las humillaciones que Dios permita que nos lleguen.

3 o El martirio de las injusticias. Jesús soportó en su Sagrada Pasión las mayores injusticias. Caifás y los demás senadores llevaron un montón de testigos falsos que inventaban mentiras y que se contradecían unos a otros, y sin permitir defensa alguna condenaron a Jesús a pena de muerte. Pilatos declaró que no encontraba razón alguna para condenarlo, y sin embrago lo condenó a muerte de cruz. Dijo que Jesús era justo y santo pero lo mandó azotar como si fuera un criminal. Soltaron a Barrabás que había cometido un homicidio, y en cambio a Jesús que no había cometido ni la más mínima falta lo llevaron a crucificar. Y todo eso por nuestros pecados. Porque nosotros juzgamos y condenamos a otros injustamente. Y para enseñarnos a sufrir con paciencia cuando los demás sean injustos en juzgarnos a nosotros.

4° El martirio de la crueldad. Le dieron bofetones. Y el Evangelio emplea para ello una palabra que significa «golpes como para despellejar». Lo azotaron con unos fuetes de correas afiladas, que tenían en los extremos pedacitos de plomo o de huesos. Le clavaron en su sensibilísima cabeza una corona de muy agudas espinas que traspasaron dolorosamente su piel. Todo su cuerpo fue destrozado en su dolorosísima Pasión, y todo esto, para pedir perdón al Padre Dios por los pecados que cometemos dando gusto a las pasiones desordenadas de nuestro cuerpo, y para enseñarnos que debemos hacer algún sacrificio de vez en cuando para dominar las malas inclinaciones de nuestra carne.

5 o El martirio de la cruz. Pensemos en los dolores que sufrió cuando al llegar al Calvario le arrancaron su túnica que estaba pegada a la sangre que había derramado en la flagelación y así le arrancaron partes de su piel, con gran dolor. Pensemos en aquellos martillazos que fueron dando en los clavos de sus manos y de sus pies, y cómo Él «con gran clamor y muchas lágrimas clamaba al Padre Dios» (Hb 5, 7). Taladraron sus manos y sus pies y se podían contar sus huesos (Salmo 21). Al meditar en los dolores tan intensos que en aquellas horas de la cruz sufrió en las heridas de sus manos y de sus pies, excitemos nuestro corazón a amar más y más a tan buen Redentor que ha derramado hasta la última gota de su sangre para salvarnos. Preguntémosle: «¿Por quién sufres buen Jesús?», y Él nos responderá: «Por tus pecados, por salvarte, por llevarte al cielo». Y digámosle que lo amamos, que le damos gracias, que queremos morir antes que volver a ofenderlo con el pecado. Al meditar en Jesús crucificado hagamos actos de arrepentimiento por haberlo ofendido, y propósitos de enmendar nuestra vida de ahora en adelante. Un arrepentimiento que no provenga de la meditación en la Pasión y Muerte de Cristo, es un arrepentimiento que poco logrará que se obtenga la conversión.

Sintamos consuelo y esperanza al pensar que Cristo Jesús con su muerte pagó nuestros pecados, aplacó la justa irá de Dios (Ef 6) y abrió para nosotros las puertas del Paraíso Eterno. Pensemos que la mejor consecuencia que podemos obtener de la meditación en la sagrada Pasión de Jesucristo es adquirir un odio total al pecado, una repugnancia absoluta hacia todo lo que sea ofensa de Dios y un deseo intenso de luchar contra todas aquellas pasiones y malas inclinaciones que nos conducen a cometer faltas y desagradar a nuestro Salvador.

Pensemos: Jesucristo, el Hijo de Dios, el Creador y dueño de todo lo que existe aceptó con paciencia esta muerte tan ignominiosa a manos de sus creaturas, ¿y yo no voy a aceptar que las gentes me ofendan, me humillen y me traten mal? Jesús padeció tan espantosas angustias, con tal de salvarnos, ¿y yo no aceptaré las penas de cada día con tal de ayudarle a salvar almas? ¿Qué haré yo para demostrar mi gratitud a este gran amigo que tan enormes sacrificios ha hecho por conseguir mi salvación?

CAPITULO 48

LOS FRUTOS QUE PODEMOS OBTENER DE LA MEDITACIÓN EN LA CRUZ Y EN LAS VIRTUDES DE JESUCRISTO

Lo primero que podemos obtener al meditar en la cruz y en las virtudes de nuestro Salvadores un profundo arrepentimiento de nuestros pecados que fueron los que ocasionaron su Pasión y su Muerte, un deseo grande de desagraviarlo por las ofensas que le hemos hecho y un esfuerzo continuo por conseguir la conversión de los pecadores.

Lo segundo que debemos hacer al meditar en la pasión y cruz del Redentor es pedirle confiadamente perdón de todas nuestras faltas, convencidos de que fue por obtenernos el perdón que sufrió tan atroces tormentos. Al recordarlos deberíamos sentir un verdadero odio y asco hacia nuestras maldades, y un gran amor hacia quien tanto ha sufrido por salvarnos.

Lo tercero debe ser esforzarnos con toda la voluntad en alejar del corazón y sofocar en nuestra vida las indebidas inclinaciones que nos llevan al pecado.

Lo cuarto que nos propongamos imitar las admirables virtudes de Jesús, el cual según dice san Pedro «sufrió por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1P 2, 21).

UN MODO PRÁCTICO PARA HACER CON FRUTO ESTA MEDITACIÓN

Recordemos un método que produce buenos frutos cuando se hace la meditación acerca de este tema tan importante. Consiste en cuatro puntos:

1 o Pensar en lo que hacía Jesucristo mirando hacia el Padre Dios mientras sufría.

2 o Meditar en lo que hacía el Padre Dios mientras su Hijo padecía en la cruz.

3 o Pensar en lo que sentía Jesús hacia nosotros mientras padecía su Sagrada Pasión.

4° Meditar en lo que nosotros debemos hacer por el que tanto sufrió por salvarnos.

1o . Jesús, mientras sufría en la cruz elevar su mente hacía su Padre, hacia la Divinidad infinita de quien dijo el profeta Isaías: «Todas las naciones son ante él como una gótica de agua, y las islas más grandes parecen un granito de polvo, y toda la tierra es como nada ante Él» (/s 40, 17) y le ofrecía a la santidad de Dios todos sus padecimientos en el desagravio por las infidelidades, las injurias y los desprecios de todas las creaturas humanas y le daba gracias por sus infinitos favores y pedía que a los humanos concediera la gracia de lograr agradar al Creador y obedecerle.

2° El Padre Dios desde el cielo miraba con gran satisfacción el amor inmenso de su Hijo, que se ofrecía con tan enorme generosidad para pagar ante la Justicia Divina los pecados de todos los descendientes de Adán. El Libro de Génesis dice que Dios al contemplar desde el cielo la gran maldad de la gente «se arrepintió de haber creado a los seres humanos» (Gn 6, 6). Pero después al ver en la cruz ofrecerse con tan infinito cariño para pagar las maldades de toda la humanidad, el Padre Dios sintió verdadera alegría de haber creado a la a creatura humana, porque en éste su Hijo Preferido encontraba todas sus complacencias y abrió Dios de nuevo las Puertas del Paraíso Eterno que estaban cerradas desde que Adán y Eva se revolucionaron contra su Creador, y en adelante por parte de Dios ya no hay impedimento alguno para que sus hijos de la tierra vayamos a su gozo del cielo. Basta que queramos ir y que cumplamos su santa ley, pues por su parte, con el sacrificio de Cristo ha quedado totalmente aplacada la Justicia Divina y amistado el Creador con sus creaturas tan débiles y rebeldes.

3 o Imaginemos qué sentía Jesús hacia nosotros mientras sufría su martirio en la Sagrada Pasión. Nos veía tan débiles, tan mal inclinados, tan atrozmente atacados por el mundo, el demonio y las pasiones de la carne, tan espantosamente inclinados hacia el mal desde que nuestros primeros padres perdieron la amistad de Dios en el Paraíso Terrenal. Veía los grandes peligros de condenarnos que íbamos a tener siempre. Observaba claramente la espantosa fealdad de nuestros pecados y la gravedad de nuestras faltas. Sabía perfectamente que «Dios perdona pero no deja sin sanción ninguna falta» (Ex 34, 7) y que por tanto las consecuencias de cada pecado son dolorosas y dañinas. Y comprendía también que sin la ayuda del poder divino somos totalmente incapaces de convertirnos y de mantenernos en la amistad con Dios. Por eso durante su Sagrada Pasión oraba por nosotros. Pedía perdón por todas las culpas de los pecadores y borraba con su Santísima Sangre la sentencia de condenación que deberíamos haber recibido por los pecados.

San Pablo dice en bellísima comparación que: «Jesús tomó la factura de nuestros pecados y de nuestras deudas para con Dios, la lavó con su sangre y la colgó en la cruz como algo ya cancelado» (Col 2, 14). Durante su Pasión estuvo orando por nosotros los pecadores. ¡Bendito sea!

4 o Pensemos ahora qué debemos hacer por el que tanto sufrió por salvarnos. Amor con amor se paga. ¿Qué será lo que Jesucristo quiere que ofrezcamos en respuesta a todo lo que sufrió por redimirnos? ¿Será que aceptamos con alegría y con paciencia la cruz de sufrimientos que Dios permite que nos llegue cada día y así le ayude a salvar pecadores, y disminuyamos las penas que nos esperan para el purgatorio? ¿Será que luchemos un poco más por evitar esos pecados que tanto desagradan a la Divinidad? ¿Será que nos sacrifiquemos más generosamente por los demás, a imitación del Salvador que dio su vida por redimirnos? Consideremos la cruz de Jesús como un libro abierto en el cual debemos leer y aprender todos los días de nuestra vida. En la vida de san Francisco de Asís se cuenta que ya moribundo decía: «Tráiganme mi libro». Le llevaron varios libros más, pero él ya ciego los rechazaba. Al fin le acercaron su

131 crucifijo, y entonces llenándolo de besos en sus manos, en sus pies, en sus heridas del costado y en su corona de espinas, repetía gozoso: «En este libro aprendí a amar a mi Redentor». Y murió diciendo al Salvador que lo amaba con todo su corazón. Miremos a Cristo clavado en la cruz y recordemos cuánto nos ha amado, y en cambio digámosle muchas veces: «Te amo Jesús. Señor Tú sabes que te amo. Oh buen Jesús: que te ame mucho más. Que todos te amemos siempre más y más».

Peligro. Puede suceder que nos ocupemos durante buenos ratos en meditar en lo que Jesús sufrió en la cruz, y el modo como sufrió, pero que después cuando nos lleguen penas, sufrimientos y contradicciones, nos dediquemos a renegar y maldecir, como si no hubiéramos jamás pensado en la cruz del Salvador. Entonces nos sucedería como a aquellos militares que ante sus jefes juran y prometen defender la bandera de la patria, pero apenas aparece el enemigo a atacarlos, salen huyendo y abandonan el campo de batalla. Qué triste sería que después de haber contemplado en la cruz de Cristo, como en un espejo, el modo como debemos sufrir, después cuando se nos presente la ocasión de padecer algo, se nos olvide todo y en vez de imitar al Salvador nos dejemos dominar por la impaciencia y el desánimo. A Jesús crucificado pidámosle que nos conceda la gracia de saber sufrir con paciencia y valor como sufrió Él por la salvación del mundo.

CAPITULO 49

DETALLES ACERCA DEL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA

Hasta ahora hemos aprendido a emplear ciertos medios espirituales sumamente útiles para progresar en la virtud y salir vencedores contra los enemigos de nuestra santificación. Ahora vamos a ver el medio más excelente que existe para progresar en perfección. Es la Sagrada Eucaristía. De todas las armas espirituales es la más eficaz para lograr vencer a los enemigos de nuestra virtud y santificación.

Diferencia. Los otros sacramentos reciben toda su fuerza en los méritos de Cristo, de la gracia que Él nos ha obtenido y de su poderosa intercesión en favor nuestro. Pero la Eucaristía contiene al mismo Jesucristo, con su Cuerpo y su Sangre, su Alma y su Divinidad. Con los demás sacramentos combatimos a los enemigos del alma con los medios que nos proporciona Jesucristo. Con éste combatimos apoyados y acompañados por el mismo Redentor en persona, ya que Él dijo: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y yo en él» (Jn 6, 56).

LO QUE DEBEMOS HACER ANTES DE COMULGAR

Si en el alma tenemos una falta grave es necesario que nos confesemos antes de comulgar, pues san Pablo dijo: «Quien coma indignamente de este pan, será reo o culpable contra el cuerpo del Señor» (1Co 11, 27). Si solamente tenemos pecados veniales conviene, sin embargo que le pidamos perdón al Señor por tantas pequeñas infidelidades de pensamiento, palabra y obra que cometemos a diario: «Un corazón humillado arrepentido, Dios no lo desprecia» (Sal 51). Debemos pensar «Quién viene a quién». El Creador de cielos y tierra a una pobre y miserable creatura. El puro y santo a un alma pecadora y manchada. Jesucristo viene con muchísimo amor a nosotros, y en cambio le recibimos con frialdad, indiferencia y hasta ingratitud. Pidámosle a Él que nos ayude a preparar bien su venida a nuestra alma. Invoquemos a la Virgen Santísima, al Ángel de la guarda y a algún santo de nuestra devoción para que nos consiga la gracia de prepararnos bien a la Sagrada Comunión. No pasemos inmediatamente de las labores diarias a recibir a Jesús en la Eucaristía sin dedicar unos minutos a prepararnos. Cuanto mejor sea la preparación, más grandes serán los frutos de la comunión.

Pongamos alguna intención a cada comunión. Esto le dará más interés y emoción a tan santo sacramento. Así por ejemplo un día ofreceremos la comunión para pedir al Señor que nos conceda la victoria sobre nuestro defecto dominante. Otro día comulgaremos para pedirle que nos aumente la fe o la caridad, o que nos conceda la paciencia que tanto estamos necesitando, o que nos conserve la santa virtud de la pureza, o convierta a algún pecador, etc. Cuando se comulga con la intención especial de conseguir alguna ayuda especial del cielo, se siente mayor fervor. Que Jesús no nos tenga que seguir diciendo aquellas palabras suyas: «Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre». El sigue repitiéndonos su gran promesa: «Si me piden algo en mi nombre, Yo lo haré» (Jn 14, 13).

Algo que conviene recordar y no olvidar. Antes de recibir a Jesús en la Sagrada Eucaristía es conveniente recordar cuán grande aversión le tiene Él al pecado y qué asco total siente su pureza infinita por todo lo que es maldad y mancha del alma. Y por eso pedirle perdón y declararle que odiamos nuestros pecados y que deseamos declarar guerra total y constante a nuestras perversas inclinaciones y a las malas costumbres que hemos adquirido. Nada odia tanto Nuestro Señor como el pecado. Hemos sido rebeldes e ingratos con el Redentor, y sin embargo, viene a visitarnos. Digámosle que en adelante no le queremos ofender.

CAPITULO 50

MÉTODO PRÁCTICO DE PREPARARNOS A LA SAGRADA COMUNIÓN PARA QUE PODAMOS PROGRESAR EN EL AMOR A DIOS

Si queremos que la Sagrada Comunión produzca en nosotros sentimientos y afectos de amor a Dios tenemos que acordarnos del Inmenso amor que Nuestro Señor nos ha tenido y ojalá la noche anterior ir pensando ya en la comunión que vamos hacer el día siguiente. Pensemos que este Dios cuyo poder y majestad no tiene límites, no contentándose con habernos creado y habernos enviado a su propio Hijo a pagar con sus sufrimientos las deudas de nuestros pecados, nos ha dado a éste su Santísimo Hijo como alimento del alma en la Sagrada Eucaristía. En verdad, que aquí se cumplió lo que decía san Agustín: «Siendo Dios tan poderoso, tan sabio y tan bondadoso, no encontró otro regalo mejor para hacernos sino su propio y Santísimo Hijo».

Comparación. Pensemos: ¿es posible que el que es eterno e infinito, venga a hospedarse en mi pobre alma que es tan pequeña y miserable? Tan grande es su amor por nosotros. ¿Qué mérito podía yo tener para que el Salvador del mudo venga a visitarme? Ninguno. ¿Acaso busca alguna ganancia el buen Dios con esta demostración de su amor infinito hacía mí? Nada. Soy nada y menos que nada y por lo tanto nada podrá ganar con amarme. Su amor es infinitamente gratuito. Su bondad y sólo su bondad es la razón de que venga a visitarme en la Sagrada Comunión. En Dios no existe ni el menor interés de conseguir utilidades con el amor que nos demuestra, porque ni las necesita ni se las podemos dar. Todo es fruto de su infinita generosidad.

Indigno hospedaje. Pensaré cuán indignamente recibo en mi alma al Divino Visitante. Con un alma manchada, desagradecida, infiel, fría y llena de maldades. El pesebre de Belén por más pobre y miserable que haya sido no fue ni remotamente tan indigno de recibir al Rey del cielo como lo es mi pobre alma manchada con toda clase de infidelidades. Ante esta consideración debo hacer actos de admiración. ¿Que el Dios Purísimo y Santísimo venga a visitar a un alma tan pecadora como la mía? ¿Mayores demostraciones de su amor podría pedirle? Ahora sí que me puede repetir las palabras del profeta: «¿Qué más podía hacer por ti que no lo haya hecho?».

Peticiones. Antes de comulgar, o si se quiere, después, conviene hacer a Jesús Sacramentado algunas peticiones como éstas: «Señor: Tú haces el sacrificio de venir a mí. Concédeme que también yo sea capaz de santificarme por Ti. Tú eres amor eterno. Haz que este corazón mío que es como un témpano de hielo se encienda en amor hacia mi Creador y Redentor. Tú vives eternamente en el cielo. Concédeme la gracia de irme independizando de lo que es meramente mundanal, terrenal y material. Tú te interesas por venir a mí. Haz que yo viva pata Ti, por Ti y en Ti. Tú eres la santidad en persona. Líbrame a mí, pobre pecador, de la esclavitud en la que me tienen las pasiones y los vicios. Tú eres la belleza total e infinita. Adorna mi alma con la hermosura de las virtudes».

Esto conviene pensarlo ojalá antes de comulgar. Y cuando se llega el momento de pasar a recibir a Jesús Sacramentado pensemos brevemente a ¿quién es que vamos a recibir? A Jesús, el mismo que estaba en los brazos de la Virgen María en Belén. El mismo que estuvo pendiente de la cruz en el calvario. El que está resucitado. El Hijo preferido de Dios Padre. El Juez de vivos y muertos. El Redentor y Salvador. El más amable y el más humilde de tos seres que ha vivido en la tierra. Y ¿a quién viene? a un alma muy pecadora. Y digámosle con todo el corazón: «Señor, yo no soy digno que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

CAPITULO 51

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [51- 55]

DEL MODO DE DAR GRACIAS DESPUES DE LA COMUNIÓN

Después de haber recibido la Sagrada Comunión debemos recogernos en piadosa meditación y adorando con profunda humildad y reverencia al Señor, decirle lo siguiente o algo parecido: «Señor y Dios mío, Tú sabes bien con cuánta facilidad te ofendo; Tú conoces el dominio que tienen sobre mí las pasiones, especialmente alguna, y cuán pocas y débiles son mis fuerzas para vencerlas y dominarlas. De tu poder y bondad dependerá en gran parte la victoria, y aunque yo deseo hacer lo que me sea posible para triunfar contra mis malas inclinaciones, sin embargo solamente si me envías tu poderosa ayuda podré esperar el obtener buenos resultados».

Luego dirigiéndonos al Padre Celestial, le daremos gracias por habernos dado a su Santísimo Hijo en la Sagrada Eucaristía, y le ofreceremos esta comunión por alguna intención especial, sobre todo para conseguir la victoria contra algún pecado que más comentamos y repitamos. Y le ofrecemos el propósito de luchar de la mejor manera que nos sea posible contra las tentaciones y peligros espirituales que mayor guerra le hacen a nuestra alma, repitiendo actos de fe y de esperanza recordemos que si «hacemos de nuestra parte lo que podamos, el poder de Dios hará lo que nosotros no podemos obtener».

Sabiendo que «todo bien espiritual proviene de Dios» (St 1, 17) es muy justo que le demos gracias frecuentemente por tantísimos favores que vive concediéndonos a diario, por las victorias que nos permite conseguir contra los enemigos de nuestra santidad, y por las obras buenas que nos permite hacer y los males de los cuales nos libra tantas veces. Pero del favor que más conviene darle gracias es por la visita que Nuestro Señor Jesucristo nos hace en la Sagrada Comunión. Sólo en el cielo sabremos el valor infinito que tiene este regalo de Dios: darnos el Cuerpo y la Sangre de su Santísimo Hijo, como alimento.

Una razón. Para animarnos a ser más agradecidos con Nuestro Señor debemos pensar en cuál es el fin que lo mueve a concedernos tantos y tan grandes favores. Lo hace únicamente porque nos ama, porque desea nuestro mayor bien, porque para Él somos muy importantes, porque su generosidad es infinita, y siente mayor gusto en dar que en recibir. ¿Cómo no bendecir y alabar a un Dios tan bueno?

Otra razón. Pensemos también: ¿qué hay en nosotros que merezca tantas bondades del buen Dios? Nada bueno, sino por el contrario infidelidades, ingratitudes, maldades. Por eso debemos decirle: «Oh Señor: ¿cómo es posible que vengas a visitar a un ser tan miserable y lleno de manchas y de culpas como soy yo? ¿Cómo puedes vivir llenando de favores a una pobre creatura que no corresponde a tus bondades? Que seas bendito y alabado por los siglos de los siglos». Y ¿qué nos pide? Nuestro Señor sólo nos pide que lo amemos. Que le paguemos amor con amor. Que nos esforcemos por servirle de la mejor manera posible; que tratemos que nuestra vida le sea agradable a Él. Tengamos sentimientos de gratitud hacia un Dios tan bueno y llenémonos de deseos de hacer y cumplir siempre y en todo su Santísima Voluntad.

CAPITULO 52

LA COMUNION ESPIRITUAL

La comunión espiritual consiste en un deseo intenso de que Jesucristo venga a nuestro corazón, y una petición fervorosa de que venga en verdad.

Se diferencia de la Comunión Sacramental en que en esta última Jesús viene en forma visible bajo las apariencias de pan, en la Santa Hostia, mientras que en la Comunión Espiritual su visita es invisible. También hay la diferencia de que la comunión Sacramental no se puede recibir muchas veces cada día, y en cambio la Comunión Espiritual se puede hacer a cualquier hora, desde cualquier sitio, y cuántas veces lo desee la persona.

¿Cómo hacerla? Los autores piadosos recomiendan la siguiente manera para hacer la Comunión Espiritual. 1 o Pedirle perdón a Nuestro Señor por las ofensas que le hemos hecho. Luego suplicarle con viva fe y humildad que quiera venir a nuestra alma, a pesar de lo manchada e indigna que ella es. Decirle que necesitamos su visita porque somos débiles, llenos de flaqueza y miserias, y atacados por terribles enemigos espirituales. Que se digne traernos sus ayudas y gracias espirituales y venir a fortalecernos en nuestras luchas. No todas las veces le diremos todo esto: podemos decirle algo parecido o mejor. Pero lo esencial es que tengamos deseo de que Jesucristo venga a visitar nuestra alma y le roguemos que en realidad nos haga esa sagrada visita.

Las ventajas. Cuando necesitamos mortificar y vencer algunas de las pasiones o perversas tendencias que nos atacan, o deseamos crecer en alguna virtud o cualidad que nos está haciendo falta, o si se nos presentan angustias, problemas, o dificultades especiales, sirve muchísimo pedir a Jesús que venga a nuestra alma. Para hacer esta Comunión Espiritual no se necesita haberse confesado en esos días, pero sí es necesario que le pidamos perdón de nuestros pecados y tengamos firme resolución de no querer cometerlos en adelante. Porque para que el visitante se sienta contento es necesario que la persona visitada y el sitio a donde llega le sean agradables. Y ¿cómo se va a sentir contento Nuestro Señor si la persona que lo invita quiere seguir pecando y su alma está demasiado manchada y no se notan esfuerzos por purificarse y enmendarse?

Después de la Comunión Espiritual, debemos darle gracias al buen Jesús por esa visita que tan generosamente nos hace. Él nunca llega con las manos vacías. Así que cada vez que nos visita, si encuentra en nosotros buenas disposiciones, alguna gracia o ayuda espiritual nos trae.

LA FÓRMULA. Generalmente la fórmula que se emplea para hacer la Comunión Espiritual es esta (pero se pueden emplear otras): «Jesús mío: creo firmemente que estás en el Santísimo Sacramento del altar. Te adoro sobre todas las cosas. Te amo con todo mi corazón. Deseo que vengas a mi corazón, pero ya que no puedo recibirte ahora sacramentalmente, te pido que vengas espiritualmente a mi alma (breve pausa. En este momento detengámonos algunos instantes para hacer actos de amor, confianza y pedirle algunas gracias que necesitemos). Como si ya hubieras venido te agradezco profundamente tu visita, y te suplico que no permitas que jamás me aparte de Ti. Ven, Señor, Jesús. Padre Eterno: te ofrezco la Sangre preciosísima de Jesucristo en expiación de mis pecados y por las necesidades de la Santa Iglesia y a la conversión de los pecadores. Amén.

CAPITULO 53

CÓMO OFRECERNOS DEL TODO A DIOS

Como Abel. Dice el libro del Génesis que Abel ofrecía a Dios las primicias o primeros frutos de su rebaño, y añade: «Dios miró con muy buenos ojos y satisfacción el ofrecimiento que le hacía Abel». Como este santo varón deberíamos tener por lema «para el Señor lo mejor». En el Salmo 49 nos dice Dios: «Ofréceme un sacrificio de acción de gracias. Y Yo te libraré y tú me darás gloria».

Una condición provechosa. Es sumamente conveniente que le ofrezcamos con frecuencia a Dios lo que hacemos, decimos, pensamos y sufrimos, lo que poseemos y todos nuestros buenos deseos. Pero para que este ofrecimiento sea totalmente del agrado del Señor es conveniente que lo unamos a los ofrecimientos que Jesucristo hizo al Padre Celestial durante su vida mortal, de todo lo que hacía, pensaba, hablaba y sufría. Esto le da un valor inmenso a lo poquito que en nuestra pobreza podemos ofrecer.

Un ejemplo para imitar. Todo lo que Jesús sufría y obraba, pensaba y decía, lo ofrecía con gran amor al Padre Celestial para la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas. La carta a los Hebreos dice: «Cristo, durante los días de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas a Dios, con poderoso clamor y lágrimas, y fue escuchado por su actitud tan obediente» (Hb 5, 7). Juntemos nuestros ofrecimientos a los que hacía Jesús y así adquirirán un gran valor y especial simpatía ante los ojos del Padre Dios. Esta es la primera condición para que los ofrecimientos que hacemos sean bien aceptados.

La segunda condición. Es no tener ningún apego indebido o exagerado a las creaturas. Porque si nuestro corazón está demasiado apegado a lo que es de esta tierra ya no le ofrecemos a Dios un corazón entero sino un corazón dividido: mitad para Nuestro Señor y mitad para nuestro egoísmo y las creaturas. Y ya lo que estamos ofreciendo no es propio sino ajeno, porque lo hemos regalado a otros seres.

Y así aunque ofrezcamos y ofrezcamos, nos quedaremos siempre en mitad del camino de la santidad y de la perfección, porque permanecemos atados a la orilla del mar de este mundo y nos queda imposible navegar hacia el Puerto Eterno. Y nos sucede como al marinero que de noche rema y rema y al amanecer ve que no se ha alejado de la orilla, porque su barca estaba atada con una cadena a la playa y esto le impidió adelantar y avanzar.

Aunque no sea tan total. Somos creaturas débiles y por lo tanto el buen Dios no nos va a exigir que para que le ofrezcamos lo que hacemos, decimos y pensamos estemos ya totalmente desprendidos de las creaturas. Pero sí pide que nos esforcemos lo más que podamos para irnos independizando del apego exagerado a lo que es terrenal.

Y que le ofrezcamos todas nuestras inclinaciones, pidiéndole humildemente que las vaya enderezando y purificando y que nos conceda las fuerzas necesarias para negarnos a nosotros mismos y alejarnos de todo aquello que nos aleja de Dios. Jesús decía que la primera condición para conseguirlo es «negarse a sí mismo». Pero esto no lo podemos obtener nunca sin una ayuda especial del cielo y una fuerza del Espíritu Santo. Lo cual se consigue con fervorosa y constante oración.

Tercera condición. Para que nuestro ofrecimiento a Dios le sea agradable es necesario que cumplamos aquello que decía Jesús: «Quien desea seguirme que acepte su cruz de sufrimientos de cada día» (Lc 9, 23). Es necesario repetir en las horas de sufrimiento, de angustia y de dolor la bella oración de Jesús en el Huerto: «Padre: si es posible que se aparte de mi este cáliz de amargura; pero que no se haga lo que yo quiero sino lo que quieras Tú» (Lc 22, 42). Señor: haz de mí lo que quieras. En tus manos estoy, y me coloco totalmente bajo tu divina voluntad para que dispongas de mí y de mis bienes como mejor te parezca. Tengo plena seguridad de que todo lo que permitas que me suceda será para mi mayor bien. Pero te suplico que si me das el dolor me concedas también el valor para soportarlo. «Ya sabes cuán débil e impaciente soy ante el sufrimiento». Y ofrezcamos cada pena y padecimiento uniéndolos a los sufrimientos de Cristo, pues esto les concede un altísimo valor ante los ojos de Dios.

Una intención conveniente. Recordemos de vez en cuando las ofensas que en la vida pasada le hemos hecho a Nuestro Señor y ofrezcamos en pago de ellas lo bueno que hacemos y decimos, y los sufrimientos que nos van llegando, y todo esto unido a las buenas obras de Jesucristo y a los terribles padecimientos de su Vida, Pasión y Muerte. (Más me merezco por mis pecados, decía san Ignacio). Así cuando nos llegue el momento del Juicio habremos cancelado ya una buena parte de las cuentas que teníamos para pagar en el Purgatorio. Y no olvidemos que todo esto hay que ofrecerlo no sólo por nosotros mismos sino por la conversión de los pecadores, la santificación a los sacerdotes, las labores de los misioneros, la salvación de los moribundos y el descanso de las benditas almas. Pero el principal fin será siempre el desagraviar a Dios por nuestros propios pecados.

Repetir esto con frecuencia. Cuando se viaja en un barco es necesario que el piloto esté continuamente dirigiendo con el timón hacia la meta a donde hay que llegar, porque los vientos y las olas tienden a desviarlo de la ruta que debe seguir. Así sucede en el viaje hacia las playas eternas del cielo: al menor descuido ya el egoísmo o la pereza, el orgullo o el apego exagerado a lo que es terrenal nos desvía del verdadero fin que debemos proponernos en todo lo que hacemos, decimos, pensamos y sufrimos. Y entonces hay que repetir muchas veces nuestro ofrecimiento al Señor Dios. «Todo por Ti, Dios mío». «Que te sean agradables oh Señor las palabras de mi boca, los pensamientos de mi cabeza y los deseos de mi corazón” (Sal 18). Antes la muerte Señor, que dedicarme a obrar solamente por las creaturas. Para que no nos vaya a suceder lo que criticaba san Pablo a los Gálatas: «¿Cómo es que habiendo empezado a obrar por Dios han terminado obrando equivocadamente?».

El mal de Salomón. En la vida espiritual se llama: «Mal de Salomón» a la terrible equivocación que consiste en que habiendo empezado a obrar por agradar a Dios, se termine dedicándose a darle gusto a las creaturas convirtiéndose en esclavo de ellas. Es lo que le pasó al rey Salomón que al principio era generoso y piadoso y le construyó un bello templo al Señor, pero después se dejó esclavizar por las creaturas y terminó perdiendo la fe. Que nos libre Dios de caer en el terrible «mal de Salomón».

CAPITULO 54

QUÉ HACER CUANDO LLEGAN LAS SEQUEDADES ESPIRITUALES

Cuando una persona empieza su vida espiritual, por lo general siente al principio muchos consuelos y gozos en el alma. Es lo que los autores llaman «las dulzuras de Dios». Le parece hermoso orar. Le encanta leer libros espirituales. Siente fervor al recibir los sacramentos, etc. Esto es muy provechoso porque entusiasma por la vida de fervor, de piedad y anima a seguir adelante en el camino hacia la santidad.

Un peligro y una norma. Pero si estos gozos son muy grandes y hasta exagerados, hay que tener cuidado no sea que el que los está produciendo sea el enemigo de las almas. Y esto es un peligro porque entonces puede suceder que el espíritu se entusiasme por las dulzuras de Dios y no por el Dios de las dulzuras.

En estos casos hay que seguir una norma muy importante: preguntarse: ¿estos consuelos y gozos espirituales producen enmienda en mi vida? ¿Traen reforma en mis costumbres? Si así es, vienen de Dios y podemos estar tranquilos. Si por el contrario los amamos es porque nos causan dulzura y alegría, y porque contribuyen a que los demás piensen mejor de nosotros mismos, entonces hay que tener mucho cuidado porque pueden venir del enemigo del alma.

LA SEQUEDAD. Pero sucede frecuentemente que después de los primeros fervores y gozos empieza a llegar al alma una sequedad espiritual agobiadora. Ya no siente gusto por rezar. La lectura de los libros espirituales no le dice nada. Recibe los sacramentos sin ninguna emoción y hasta con frialdad, por más que desearía tener fervor. Le parece que no adelanta en nada. Esto es lo que los santos llaman «La Noche oscura del alma». Es algo que hace sufrir bastante y puede durar harto tiempo. En algunas almas santas ha durado años y años.

¿De dónde puede provenir esto? Las causas de la sequedad espiritual pueden ser varias. 1 o Pueden provenir del demonio que pretende desanimarnos en la vida espiritual, apartarnos del camino de la santidad, y volvernos otra vez hacia los goces de la vida mundana. 2 o Pueden provenir de nuestra naturaleza humana que es muy mal inclinada y busca siempre lo material más que lo espiritual, y lo terrenal más que lo eterno. El mismo san Pablo se quejaba diciendo: «Siento en mi cuerpo una fuerza que lucha contra el espíritu».

3 o Puede ser que la sequedad espiritual provenga de un plan que Dios tiene para independizarnos de los gustos y goces de este mundo y así irnos entusiasmando por los goces y alegrías de la eternidad. Cuando lo de la tierra ya no atrae ni enamora, entonces lo del cielo puede atraer mucho más. Puede ser también para que con este sufrimiento paguemos a Dios algunas de las deudas que tenemos por nuestros pecados y aprendamos a comprender a quienes están pasando por esta situación dolorosa. Otra razón podría ser: que Nuestro Señor nos tiene preparados tan excelentes premios en el cielo que nos permite fuertes sufrimientos en la tierra para que con ellos nos ganemos esos gozos que nos esperan en la eternidad.

¿Qué hacer cuando nos llega la sequedad? Ante todo examinemos si no será que en nuestra alma hay algún defecto que le está disgustando a Dios, alguna falta repetida que nos quita la devoción sensible. Si así es, tenemos que dedicarnos seriamente a corregir ese defecto y a evitar dicha falta, no tanto por volver a gozar de las dulzuras espirituales del fervor, sino sobre todo por evitar lo que ofende y desagrada a Dios.

Pero si no vemos en nuestro comportamiento ninguna falta especial ni ningún defecto que no estemos tratando de corregir, entonces lo que tenemos que hacer es aceptar humildemente lo que Dios permite que nos suceda. Repetir lo que decía el santo Job: «Si aceptamos de Dios los bienes ¿por qué no vamos a aceptar también los males? (Jb 2, 10) Pero de ninguna manera vayamos a abandonar las prácticas de piedad, las buenas lecturas y la recepción de los santos sacramentos. Aceptemos esta sequedad como «el cáliz de amargura» que el Señor permite que nos llegue, y como Cristo en Getsemaní digamos al Padre Dios: «Si no es posible que se aleje de mi este cáliz, que se haga tu santa voluntad». Quizás con una hora de sequedad espiritual estamos ganando más premios para el cielo y estemos salvando más almas, que con bastantes horas de gozos y dulzuras, alegrías y fervores.

No hay que desanimarse. La sequedad espiritual es una cruz que el Señor envía, y Jesús nos dejó dicho: «Quien quiera ser mi discípulo tiene que aceptar la cruz de cada día». Es necesario decir una y otra vez: «Esto también pasará». «El Señor me dio los gozos y consuelos espirituales y el Señor me los quitó. Bendito sea Dios».

YClamar a Dios. A la gente no conviene andar contando esta situación dolorosa por la que estamos pasando porque no nos van a comprender y más bien se van a burlar de nosotros y nos invitarán a abandonar la vida espiritual. Al director espiritual sí conviene contarle y pedirle consejo. Pero a quien hay que recurrir con toda el alma y sin desanimarse es al buen Dios. Repetirle la frase que Jesús en el momento máximo de su sequedad espiritual, en la cruz, le decía: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Repetir ciertas frases de los Salmos que son muy consoladoras, como por ejemplo «No me abandones, Dios de mi salvación». Decirle lo que san Pedro le repitió tres veces a Jesús: «Señor: Tú sabes que te amo». O lo que decía Tobías: «Señor; Tú permites que descendamos hasta los más profundos abismos de tristeza, pero Tú puedes hacer también que subamos hasta los más altos grados de alegría y de paz. Tú eres el que produce la calma y la tempestad, la alegría y el llanto. Ten pues misericordia de mí y dígnate consolarme, si es esa tu Santa Voluntad (Tb 13, 3).

Un recuerdo muy oportuno. En estas ocasiones hace mucho provecho recordar la terrible angustia y desolación de Jesús en el Huerto, cuando decía: «Triste está mi alma hasta la muerte». Y pensar que Nuestro Redentor cuanto más tristeza y angustia sentía, más y más rezaba al Padre Dios. Imitémoslo también en esto.

CAPITULO 55

¿Y SI LLEGAN LAS TENTACIONES?

Para numerosas personas que se dedican a la vida espiritual uno de los martirios que más les traen sufrimientos son las continuas tentaciones que les llegan. Para ellas fue escrito lo que anunció la Sagrada Escritura: «Si te dedicas a la vida espiritual, prepárate para la tentación». Si Jesús, el Santo de los Santos, padeció las tres tentaciones en el desierto, ¿cuánto más las tendremos que padecer nosotros que somos la debilidad misma? Además al enemigo de la salvación le interesa atacar más a quienes le quieren quitar almas y llevarlas al cielo, que a quienes ya están en la esclavitud del pecado y le obedecen y siguen sus pérfidos consejos.

La visión de san Antonio. De este santo tan antiguo se narra que en una visión contempló que para todo un barrio solamente había un demonio tratando de hacer pecar a la gente, mientras que para una sola persona espiritual estaban siete demonios atacándola. Y preguntando el por qué, le respondieron: «Es que entre mundanos se invitan a pecar los unos a los otros, pero para las personas espirituales sí se necesitan espíritus infernales para hacerlas pecar». ¿Para qué sirven las tentaciones? Un santo decía que el gran peligro para una persona sería no tener tentaciones, le devoraría el orgullo y despreciaría a los débiles; y una santa añadía: «A nadie temo tanto como a quien no siente tentaciones», porque se puede enfriar mucho en su vida de piedad. Los autores de espiritualidad señalan las siguientes razones por las cuales parece que Dios permite que nos lleguen las tentaciones:

1 o Para que confiemos más en Dios e imploremos su misericordia.

2 o Para que desconfiemos de nosotros mismos, de nuestra debilidad y tendencia hacia el mal y falta de fuerza de voluntad para resistir al pecado.

3 o Para que seamos más comprensivos con los débiles. San Bernardo decía que a muchas personas les conviene ser débiles y mal inclinadas y de poca resistencia, para que así sepan comprender a los pobres pecadores que más caen por debilidad que por maldad. San Agustín al recordar su vida pasada tan manchada e indigna repetía: «No hay falta que un ser humano no haya cometido, que yo no pueda cometer». Por eso tengo que tener una gran comprensión para con los que caen y están manchados y empecatados».

No afanarse, ni inquietarse. Cuando el espíritu inmundo nos moleste con pensamientos impuros e imaginaciones abominables no nos angustiemos ni nos desanimemos. Recordemos lo que le preguntaba Jesús a santa Catalina cuando ella se quejaba de los horrorosos pensamientos que le llegaban: «Dime, ¿has consentido en esos malos pensamientos?» – «No Señor, los odiaba con toda mi alma» -le respondía ella,- y el Señor añadió: «Ese odio y aborrecimiento a los malos pensamientos te los concedía Yo que estaba allí presenciando tu batalla espiritual para darte después el premio por tu victoria»-.

No dejar de orar. En estos casos digamos muchas pequeñas oraciones jaculatorias y tratemos de enviar el pensamiento hacia otros temas. Invoquemos a la Virgen Santísima, concebida sin mancha de pecado original. Ella que pisa la cabeza de la serpiente infernal, nos conseguirá de su Divino Hijo la victoria contra el demonio tentador.

CAPITULO 56

El Combate Espiritual – Lorenzo Scúpoli –
Capítulos [56 – 59]

LA IMPORTANCIA DEL EXAMEN DE CONCIENCIA

Otra condición sin la cual nada. Dicen los historiadores que el gran matemático Pitágoras, que vivió 500 años antes de Cristo, y cuya sabiduría era tan estimada en oriente que numerosos alumnos de distintos países iban a que los aceptara como discípulos, no admitía jamás a un alumno si éste no se comprometía a hacer cada día un examen de conciencia en el cual se debía hacer tres preguntas: «¿Qué hice? ¿Cómo lo hice? ¿Por qué lo hice?», y narran las antiguas historias que con este método logró mejorar el comportamiento de bastantes personas.

La exigencia de san Ignacio. Este gran santo que llevó tantas almas a la santidad exigía a sus discípulos que sin ninguna excepción hicieran todos los días un doble examen de conciencia. Uno acerca de su comportamiento en general, y otro acerca del defecto que se había propuesto corregir en ese mes o en ese año. Insistía en que cada mes se hiciera un día de Retiro mensual para pensar en Dios, en el alma, y en la eternidad. Acerca del día de Retiro mensual a quiénes tenían muy graves ocupaciones o debían hacer largos viajes les dispensaba de cualquier otra práctica de piedad, menos de hacer el examen de conciencia acerca de cómo había sido su comportamiento en ese mes, pues afirmaba que sin el examen de conciencia resulta imposible progresar en santidad y en perfección.

Lo primero que hay que hacer. San Ignacio recomienda que al empezar el examen de conciencia pensemos por un momento en la presencia de Dios, en que Nuestro Señor nos está viendo, oyendo y nos acompaña a toda hora como el aire que nos rodea. Y que luego le demos gracias por algún favor en especial, y le pidamos nos conceda sus luces e iluminaciones para conocer cuáles son las faltas nuestras que más le están disgustando y qué será lo que debemos hacer para evitarlas.

Como un rayito de sol. Cuando estamos bajo techo en una habitación, y por una ventana entra un rayo de sol, vemos en el aire muchas pequeñas basuritas que a simple vista no habíamos logrado ver. Así sucede cuando en el examen de conciencia pedimos al Espíritu Santo que nos ilumine: veremos muchas fallas nuestras que se nos estaban pasando desapercibidas y no habíamos notado antes.

LAS CAUSAS. El sabio Pitágoras decía que en el examen de conciencia no basta con preguntarse ¿qué de malo hice? sino también ¿por qué lo hice? Numerosas personas se examinan pero no progresan en santidad porque no averiguan cuáles son las causas que les llevan a repetir sus pecados, y mientras no se acabe la causa no dejará de producirse el pecado, así como mientras no se mate la araña no dejará de haber telaraña. Por ejemplo descubro que he estallado frecuentemente en arranques de mal genio. Tengo que preguntarme: ¿por qué serán estos estallidos de impaciencia? ¿Será que el orgullo me domina? ¿Será que no descanso a tiempo y mis nervios están destrozados? ¿Será que le doy demasiada importancia a hechos y palabras que no la tienen? ¿Me disgusto por cosas que a Dios no le gustan? ¿Y entonces por qué disgustarme por eso?

Evitar las ocasiones. Si yo sé que en tal sitio o tal persona, o en tal situación caigo y peco, sin embargo, voy allá, sin grave necesidad y sigo tratando con esa gente o me expongo a esa situación, ya con esto estoy pecando porque me estoy exponiendo a la ocasión, y la experiencia me enseña que en llegando la ocasión y en agradando, caeré todas las veces. Demasiado me lo ha enseñado la experiencia para que tenga la terquedad de querer seguir insistiendo. Ya lo dijo el sabio en la Sagrada Escritura: «Quien se expone al peligro, en él perecerá».

En el examen es necesario preguntarse «¿qué ocasiones me llevan al pecado?, ¿qué podré hacer para evitar esas ocasiones? San Pablo dice que Dios no permitirá que nos lleguen tentaciones superiores a nuestras fuerzas, pero eso con la condición de no exponernos culpablemente a la ocasión de pecar. Si sí nos exponemos, ya la Justicia Divina no tiene la obligación de darnos fuerzas extraordinarias para vencer. No olvidemos que la tentación es como un perro bravo amarrado a una cadena. Si nos acercamos hasta donde le alcanza la cadena para modernos, nos morderá.

Propósito determinado. En el examen no basta decir: «No lo volveré hacer». Eso y nada es casi lo mismo. Hay que hacer propósitos concretos, determinados: «Haré esto y esto», «evitaré aquella ocasión»… etc. Y luego rogarle a Nuestro Señor que nos conceda fuerza de voluntad para lograr cumplir con los propósitos. En esto sí que se cumple lo que decía Jesús: «Sin Mí, nada podéis hacer». Y repitámosle a Nuestro Señor la oración que le decía aquella alma santa: «Señor: haz que lo que no te agrada a Ti, tampoco me agrade a mí. Señor: que si una amistad me puede hacer daño no sienta hacia esa persona ninguna atracción sino repulsión y antipatía». Esto evita grandes males y pecados.

Pagar la deuda. Si por un descuido rompemos una porcelana o vasija del vecino y le pedimos que nos perdone, él nos puede decir «si, con gusto le perdono. Pero por favor págueme el precio de la vasija». Algo parecido nos podrá decir el Divino Juez cuando le pedimos perdón cada vez que hacemos el examen de conciencia (porque hacer examen sin pedir perdón a Dios sería una falta dañosísima, pues Él es el ofendido y es necesario suplicarle que nos perdone). ¿Qué nos dirá entonces Nuestro Señor? «Con gusto te perdono. Pero ¿Me vas a pagar la falta cometida? ¿Cómo? ¿De qué manera?». «Hacer examen de conciencia sin proponerse ofrecer en penitencia algunos actos buenos por la faltas cometidas será dejar manco, cojo y tuerto el tal examen. ¿Que hablé demasiado? ¿Ofreceré al Señor callarme un poco más en este día? ¿Que trate con dureza a los demás? Pues hoy me esforzaré por ser un poco más amable. ¿Qué me dejé llevar por la pereza? Pues qué bueno sería que como penitencia de estas faltas lea en este día una o dos páginas de un libro espiritual. Así lograremos sacar bien hasta el mismo mal que hemos hecho, y progresaremos en perfección y santidad».

CAPITULO 57

CÓMO EN ESTE COMBATE ESPIRITUAL DEBEMOS PERSEVERAR HASTA LA MUERTE

Lo que más hay que pedir. De todos los favores de Dios, quizás el que más debemos pedirle es el de perseverar en el bien hasta la muerte. A conseguir la virtud de la perseverancia debemos dedicarnos con gran esmero durante toda la vida, y para obtener la gracia de preservar hasta el final es necesario mortificar y dominar siempre las pasiones, porque éstas nunca mueren mientras vivamos nosotros, y crecen siempre en nuestro corazón como las malezas en un campo fértil cuando no se está atento a extirparlas o podarlas.

Un error muy dañoso. Sería una verdadera locura y una dañosa imprudencia pensar que llegará un tiempo en nuestra vida en el que no sintamos el asalto de los enemigos de nuestra santidad, pues esta guerra no se acaba sino cuando termina la vida terrena, y la persona que no está preparada para combatir a sus pasiones y a sus tendencias hacia el mal, cuando menos piense perderá batallas espirituales y hasta la paz de su alma.

En la lucha por obtener la santidad tenemos que combatir con enemigos espirituales irreconciliables, de los cuales no podemos esperar jamás paz ni treguas, porque su oficio es atacar sin cesar y además los espíritus infernales nos odian a muerte. En ese asunto nunca es mayor el peligro de ser derrotados, que cuando nos imaginamos que no vamos a ser atacados.

Pero no hay que desanimarse. Aunque los enemigos de la santificación y de la perfección son muchos, formidables, nos atacan en todas partes y siempre, sin embargo, no debemos desanimarnos a causa de su número y de su fuerza, porque en esta batalla solamente quedan definitivamente vencidos quienes no emplean esas dos formidables armas que son la oración y la mortificación, y quienes no evitan las ocasiones de pecar o se llenan de orgullo, autosuficiencia y demasiada confianza en sí mismos, o les falta la suficiente confianza en el poder y en la bondad de Dios.

Tenemos un buen Jefe. Los que luchamos por conseguir la perfección cristiana podemos andar confiados porque tenemos un Jefe que no es derrotado jamás. Es Jesucristo, el Rey de Reyes y Señor de Señores, a quien el Padre Celestial le ha concedido que salga victorioso contra todos sus enemigos, según lo afirma el Libro del Apocalipsis (cf. Ap 6, 2). Él es más poderoso que todos los que hacen guerra a nuestra alma, y «tiene poder y bondad para darnos mucho más de lo que nos atrevemos a pedir o a desear» (Ef 3, 20). Cristo Señor nos dará muchas victorias con tal de que no pongamos la confianza en las propias fuerzas sino en su gran misericordia.

¿Y si demora en ayudarnos? Puede ser que Nuestro Señor tarde bastante en socorrernos y parezca que nos va a dejar a merced de los peligros que nos rodean. No nos desanimemos por eso, pues Él nunca deja de responder a quienes imploran su protección, y dispondrá las cosas de tal suerte que lo que parece que es para mal, resulte para nuestro bien.

Pero no descuidar ningún enemigo. Es Importante que no dejemos de luchar contra ninguno de los enemigos de la santificación, y que no dejemos de combatir ninguna de las pasiones o vicios o malas inclinaciones, porque una sola de ellas que dejemos de combatir puede hacernos daño como una chispa en un depósito de combustible, o una flecha envenenada que se clave en el corazón.

CAPITULO 58

EL ÚLTIMO COMBATE. EL QUE NOS ESPERA A LA HORA DE LA MUERTE

El Patriarca Job decía que esta vida es como un continuo combatir, como un servicio militar en tiempo de guerra (Jb 7, 1) y quizás las más duras batallas sean la que se presenten hacia el final de la vida, los últimos combates. Y éstos son definitivos porque de ellos puede depender nuestra suerte eterna. El Libro del Eclesiástico enseña: «El Señor el día de la muerte pagará a cada cual según haya sido su proceder; y al final de la vida de cada uno se descubre cómo fueron en verdad sus obras. Sólo al terminar de una existencia se viene a conocer lo que en realidad vale una persona» (Ecl 11, 26).

Como se vive se muere. San Agustín repetía: «Qualis vita, mors et ita», que significa: como haya sido la vida, así será la muerte. Por eso desde ahora que estamos en salud, con vigor, fuerzas y lucidez mental debemos ejercitarnos en combatir contra las pasiones, tentaciones y tendencias hacia el mal, pues cuando ya las fuerzas nos faltan y la mente esté ofuscada y debilitada será mucho más difícil el poder combatir bien. Solamente si ahora nos acostumbramos a salir victoriosos contra los enemigos de nuestra salvación, adquiriremos la costumbre de triunfar contra ellos y a la hora final lograremos derrotarlos.

Un recuerdo saludable. El Libro Santo aconseja: «Pensemos en lo que nos espera al final de la vida, y así evitaremos muchos pecados». Y añade: «prepara tu alma para la prueba, y así tendrás victorias al final de tu existencia» (Ecl 2, 3). Es muy provechoso pensar de vez en cuando en nuestra propia muerte, porque entonces cuando ella llegue nos causará menos espanto y nuestro espíritu estará muy preparado para enfrentar las últimas batallas.

Un peligro. Quien tiene demasiado apego a los bienes de este mundo no quiere pensar en la muerte que le puede sobrevenir, ni en el paso que tendrá que dar hacia la eternidad y así sus efectos desordenados en vez de disminuir crecen sin cesar y van en aumento, esclavizándoles cada vez más. No era así lo que le sucedía a san Pablo el cual exclamaba: «¿Quién me separará del amor de Cristo? Ni siquiera la muerte, para mí la muerte es una ganancia» (Flp 1,21). Estaba tan independizado de lo que es terrenal y material. Que la muerte no lo asustaba sino que su recuerdo lo consolaba al pensar que al llegar ella, recibiría el gran premio prometido para los que sirven y aman a Cristo en este mundo.

Hay que saber ensayar. Un moribundo decía con humor a los que se admiraban de su nerviosismo: «Perdonen mi falta de calma, pero es que esta es la primera vez que tengo que morirme» (y seguramente que era la única y la última): recordemos que el morir será algo que no haremos sino una sola vez y que si lo hacemos mal, ya no lograremos recuperar este error nunca jamás. Por eso conviene irnos preparando bien desde ahora mismo. En el capítulo siguiente vamos a explicar las cuatro últimas batallas que se nos pueden presentar en los momentos finales de nuestra existencia y cómo lograr salir vencedores.

Cada cual tiene que morir una sola vez, y después de la muerte viene el juicio (Hb 9, 27)

CAPITULO 59

LAS CUATRO TENTACIONES DE LA HORA DE LA MUERTE

La experiencia observada en otras personas demuestra que en la hora final pueden llegar al alma cuatro tentaciones que acarrean sufrimientos, angustias y daños, y son: tentación contra la fe, pensamientos de desesperación, tentación de vanagloria e ilusiones vanas y engañosas. Analicémoslas una por una.

1o . TENTACIONES CONTRA LA FE. Aun a personas muy piadosas les pueden llegar dudas muy graves contra su propia fe en las últimas horas de su vida. Es necesario no darles exagerada importancia y hacer muchos actos de fe. «Creo Señor, pero aumenta mi fe. Creo Señor: ayuda mi incredulidad» (Mc 9, 24). Si siguen llegando estas dudas, traídas por los enemigos de nuestra alma, no hay que afanarse, pues el Señor sabe que en lo interior no aceptamos semejantes tentaciones. Un alma muy santa decía en sus momentos finales: «Nunca en mi vida tuve tantas tentaciones contra la fe como en estos últimos días de mi enfermedad. Pero también jamás en mi vida había hecho tantos actos de fe, como los que he hecho en estos últimos meses». Total: salió ganando, porque aunque las dudas que le llegaron fueron frecuentes y graves, en cambio los repetidos actos de fe que hizo le consiguieron enormes bendiciones de Dios.

Cuando lleguen estas dudas atormentadoras ofrezcamos a Nuestro Señor el sufrimiento que ellas nos proporcionan, y pidámosle que nos conceda la fortaleza para resistirlas, y encomendémosle a aquellas personas que estén sufriendo este mismo tormento de las tentaciones contra la fe. Digámosle: «Señor: creo por los que no creen. Auméntanos a todos la fe. Amén».

2° LA TENTACIÓN DE DESESPERACIÓN. Consiste en un exagerado temor y en un verdadero terror al recordar las culpas tan numerosas y graves que hemos cometido durante toda nuestra vida. En este caso conviene recordar aquellas palabras tan consoladoras de Jesús: «Al que viene a Mí, yo no lo echaré fuera» (Jn 6, 37). Vamos a Él con nuestra oración y nuestro arrepentimiento y Jesús cumplirá su Sagrada Palabra y no nos echará fuera, porque antes pasarán el cielo y la tierra a que deje de cumplirse ni siquiera una sola palabra de la Sagrada Escritura.

Si la tentación de desesperación sigue, recordemos lo que dice el hermoso Salmo 103: «Como está lejos el oriente del occidente, así el Señor aleja de nosotros nuestros pecados. Él perdona todas tus culpas. El Señor es compasivo y misericordioso. No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas».

Tengamos algunas frases de la Sagrada Escritura, grabadas en nuestra mente para recordarlas cuando nos ataquen las tentaciones de desesperación especialmente en las horas finales de nuestra vida. Por ejemplo: «Dios envió a su Hijo al mundo, no para condenar sino para que el mundo se salve por medio de Él» (Jn 3,17). «Yo no vine a buscar justos, sino pecadores», decía Jesús. Recordemos la frase tan famosa que Él le dijo a la pecadora arrepentida: «Se le perdona mucho porque demuestra mucho amor» (Lc 7,47) y digámosle repetidas veces: «Jesús te amo».

Recordemos aquella bella noticia que nos dijo el profeta Miqueas: «Dios echará al fondo del mar nuestros pecados, para no volverlos a ver» (Mil, 19). Y digámosle muchas veces: Señor, confío en tu misericordia. Padre he pecado contra el cielo y contra Ti. «Misericordia Señor que soy un pecador». Y no olvidemos la noticia que nos narró Jesús, que el publicano que repitió esta última oración fue perdonado por el Señor y recobró su santa amistad (cf. Lc 18). Como el publicano del evangelio si pedimos perdón a Dios, seremos perdonados por Dios.

3 o LA TENTACIÓN DE LA VANAGLORIA. Se llama vanagloria el enorgullecerse por lo que no se es, o por cosas que no merecen enorgullecerse. Si nos vienen pensamientos de orgullo al recordar el poco bien que hemos logrado hacer, recordemos la frase de san Pablo: «¿Qué tienes tú que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿de qué te enorgulleces?» (cf. 1Co 4, 7). No vayamos a creer que los éxitos y triunfos que la bondad y generosidad del Señor nos permitió conseguir son un premio a nuestros méritos. Todo es regalo gratuito del buen Dios. «Cuando nos venga un pensamiento de orgullo por triunfos conseguidos, pensemos en faltas y debilidades cometidas en el pasado». Esto lo aconsejan los maestros de espíritu. Y recordemos que todos nuestros esfuerzos y cualidades habrían sido inútiles sin la bendición y sin la ayuda de Dios. El Libro de los Proverbios afirma: «Lo que nos produce éxitos es la bendición de Dios; nuestro afán no añade nada».

4° LA TENTACIÓN DE LAS ILUSIONES Y FALSAS APARIENCIAS. San Pablo dice que el enemigo de las almas se disfraza de «ángel de luz», para engañarnos (cf. 2Co 11) y puede hasta presentarnos alucinaciones, o sensaciones o imágenes que no corresponden a la realidad, para así tratar de que nos creamos más santos y adelantados en virtud de lo que en realidad somos. No les hagamos caso. El cerebro enfermizo sabe fabricar imágenes que no son verdaderas. Unas para asustar y otras para llenar de exagerada alegría. Convenzámonos de que a esas imaginaciones y falsas representaciones no conviene darles mayor importancia que la que se da a un sueño que sucede mientras la voluntad no está dirigiendo o gobernando nuestro pensamiento. O sea: ninguna importancia.

FINAL FELIZ. Vayamos mentalmente hacia nuestra muerte antes de que ella nos llegue. Lo bueno que a la hora de la muerte quisiéramos haber hecho, vayámoslo haciendo desde ahora. Hagamos un inventario diciendo: «A la hora de la muerte ¿qué será lo que desearé tener y a qué desearé haber renunciado? Lo que no resista al juicio de la hora final tengo que irlo dejando desde ahora». Para tener un final feliz hay que prepararlo bien.

Corta edad. A un sabio muy anciano le preguntaron: «Cuántos años tiene? Y respondió: «Ocho o nueve años» ‐¿por qué dice eso? le dijeron. Y contestó- Es que yo no tengo sino los ocho o nueve últimos años en los que he vivido preparándome para morir. Los demás los he perdido. Así como no tengo sino las monedas que ahora poseo. Las demás, las que he gastado, ya no las tengo».

Alegre sorpresa. Uno de los más grandes sabios que ha tenido la Iglesia Católica, gran devoto de la Virgen María y de san José, decía ya moribundo: «Nunca había pensado que fuera tan suave el morir». Me deseo, y deseo a todos los lectores, una muerte así: feliz y en paz con Dios. Amén.

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