Regla de San Isidoro de Sevilla

La Regla de San Isidoro de Sevilla

Regla de San Isidoro de Sevilla

San Isidoro de Sevilla es una figura destacada en la historia de la Iglesia Católica y de la cultura hispana. Nacido en el año 556 en Cartagena, España, y fallecido en 636 en Sevilla, fue obispo, teólogo y erudito. Es considerado uno de los Padres de la Iglesia y fue proclamado Doctor Universal de la Iglesia por su contribución a la teología y la educación.

Características

Las reglas monásticas son un conjunto de normas y directrices que rigen la vida de los monjes y monasterios en la tradición cristiana. Estas reglas varían según la orden y la época, pero en general, se enfocan en aspectos como la oración, la vida en comunidad, la obediencia, la humildad, el trabajo y el estudio. Aunque no se encuentra una regla monástica específica atribuida a San Isidoro de Sevilla, se sabe que intentó mitigar la dureza de las reglas orientales y escribió en un lenguaje sencillo y llano.

Momento histórico

San Isidoro de Sevilla vivió durante el período visigodo en la Península Ibérica, siendo obispo de Sevilla desde el año 599 hasta el 636. Durante su vida, San Isidoro influyó en la conversión de la Casa Real Visigoda al catolicismo y presidió el segundo Sínodo Provincial de la Bética en Sevilla.

Utilidad

Las reglas monásticas tienen como objetivo proporcionar una estructura y guía para la vida espiritual y comunitaria de los monjes. Estas reglas ayudan a mantener la disciplina, la organización y la cohesión dentro de los monasterios, así como a promover el crecimiento espiritual y la dedicación a la vida religiosa. Además, las reglas monásticas han influido en la cultura, la educación y la preservación del conocimiento a lo largo de la historia, ya que los monasterios a menudo han sido centros de aprendizaje y copia de manuscritos.

Curiosidades

  1. San Isidoro de Sevilla fue un prolífico escritor y erudito, siendo autor de las «Etimologías», una auténtica enciclopedia del saber humano de aquellos tiempos.
  2. San Isidoro nació en Cartagena pero se trasladó a Sevilla con su familia debido a la ocupación bizantina en la región.
  3. San Isidoro fue canonizado en 1598 y en 1722 el papa Inocencio XIII lo declaró Doctor de la Iglesia.

En resumen, aunque no se ha encontrado una Regla Monacal específica atribuida a San Isidoro de Sevilla, la vida monástica y las reglas que la rigen han sido fundamentales en la historia del cristianismo y la cultura en general. Estas reglas han proporcionado una base sólida para la vida espiritual y comunitaria de los monjes y han influido en la educación y la preservación del conocimiento a lo largo de los siglos.


La Regla de San Isidoro de Sevilla

Isidoro, a los santos hermanos residentes en el monasterio honorianense

PREÁMBULO

Son muchas las normas y reglas de los antepasados que se encuentran acá y allá expuestas por los Santos Padres, y que algunos escritores transmitieron a la posteridad en forma excesivamente difusa u obscura. Por nuestra parte, a ejemplo de éstos, nos hemos lanzado a seleccionaros unas cuantas normas en estilo popular y rústico con el fin de que podáis comprender con toda facilidad cómo debéis conservar la consagración de vuestro estado. Además de esto, todo el que aspira esforzadamente a la disciplina total de los antiguos, marche y continúe a su gusto por esa vía ardua y angosta sin tropiezos; mas el que no pudiere con tan altos ejemplos de disciplina de los mayores, eche a andar por el camino de esta regla, a fin de que no se desvíe en exceso, ni con el desvío se decida por una disciplina relajada, y venga a perder la vida y el nombre de monje. Por lo cual, así como aquellas reglas de los antepasados pueden hacer a un monje perfecto en todo, así ésta hace monje aun al de ínfima categoría. Aquéllas han de observarlas los perfectos, a éstas han de ajustarse los conversos de su vida pecadora.

I. Del monasterio

Es de gran importancia, hermanos carísimos, que vuestro monasterio tenga extraordinaria diligencia en la clausura, de modo que sus elementos pongan de manifiesto la solidez de su observancia, pues nuestro enemigo el diablo ronda en

nuestro derredor como león rugiente con las fauces abiertas como queriendo devorar a cada uno de nosotros2. La fábrica del monasterio solamente tendrá en su recinto una puerta y un solo postigo para salir al huerto. Es preciso que la ciudad, por su parte, quede muy alejada del monasterio, con el fin de que no ocasione penosos peligros o menoscabe su prestigio y dignidad si está situada demasiado cerca. Las celdas de los monjes han de estar emplazadas junto a la iglesia para que les sea posible acudir con presteza al coro. La enfermería, en cambio, estará apartada de la iglesia y de las celdas de los monjes, con objeto de que no les perturbe ninguna clase de ruidos ni voces. La despensa del monasterio debe estar junto al refectorio, de modo que por su proximidad se presten los servicios sin demora. El huerto, asimismo, ha de estar incluido dentro del recinto del monasterio, en cuanto que, mientras trabajan dentro los monjes, no tengan pretexto alguno para andar fuera del monasterio.

II. Del abad

Por supuesto debe elegirse un abad que sea experimentado en la observancia de la vida religiosa y notable por las pruebas dadas de paciencia y humildad, y que además haya ejercitado una vida laboriosa; incluso de una edad que, pasando de la juventud, toque con su juventud los linderos de la madurez; de este modo, los mayores no desdeñarán de obedecerle tanto por su edad como también por la probidad de sus costumbres.

En efecto, el abad deberá mostrarse como ejemplo digno de imitación en toda su conducta, pues a nadie podrá mandar cosa alguna que él no haya practicado. Estimulará a cada uno y a todos a que se animen unos a otros, hablando a todos e impulsando o desarrollando en ellos lo que viere en su conducta que puede aprovechar según el progreso de cada uno; pero guardando la equidad para con todos, sin dejarse arrastrar por la antipatía o el odio, abrazando a todos con su afecto, sin despreciar a ninguno de los conversos; dispuesto asimismo a compadecerse con piedad de la debilidad de algunos, a ejemplo del Apóstol, que dice: Nos hemos hecho pequeños en medio de vosotros como la madre que abriga a sus polluelos.

III. De los monjes

Es de desear en gran manera que los monjes, que son los que mantienen la forma apostólica de vida, así como constituyen una comunidad, así también tengan un solo corazón en Dios, sin reclamar nada como propio ni obrando con el más mínimo afecto de peculio, sino que, a ejemplo de los apóstoles, teniendo todo en común, progresarán si permanecen fieles a la enseñanzas de Cristo. Prestando el honor debido al abad, conservarán la obediencia para con los mayores, y para con los jóvenes el magisterio del buen ejemplo. Nadie debe juzgarse mejor que los demás, sino que creyéndose inferior a todos, ha de brillar por tan gran humildad cuanto más resplandezca entre los demás la perfección de sus virtudes. El monje ha de contener igualmente su cólera, y su lengua ha de abstenerse de la detracción. Tampoco andará con poco decoro o llamativamente. Ha de evitar el contagio de la codicia como de mortal epidemia, apartar su lengua de palabras torpes u ociosas y, en cambio, ha de mostrar continuamente un corazón y lengua puros. Asimismo, debe mantener su intención y pensamiento limpios de afectos torpes, ejercitándose en la práctica de la santa meditación con la compunción del corazón. Ha de huir de la modorra y pereza del sueño y entregarse, en cambio, a la vigilia y oración sin interrupción. Debe reprimir la pasión de la gula y mortificarse con la virtud de la abstinencia, con el fin de esforzarse en dominar las pasiones.

En cuanto lo permita su salud corporal, ha de sojuzgar su carne con el ayuno. En manera alguna ha de consumirse con la roña de la envidia por los progresos de sus hermanos; al contrario, tranquila y pacíficamente ha de alegrarse de los méritos de todos por amor y afecto a los demás. Después de ahuyentar la ira y sus efectos perturbadores, sabiendo aguantar con paciencia todo contratiempo, sin dejarse dominar por la tristeza y la pesadumbre de cosa temporal, sino que, apoyado en un gozo íntimo, sepa rechazar por fin su espíritu las lisonjas de la vanagloria bien lejos y trate de agradar solamente y con sentimientos interiores de humildad a Dios, a fin de que, irradiando con verdad luz de virtudes, conserve la autenticidad de su profesión.

IV. De los conversos

El que, renunciando al siglo, llegare al monasterio, no debe ser destinado al instante y sin más a la comunidad de los monjes. Es preciso, pues, examinar la conducta de cada cual durante tres meses en los servicios de la hospitalidad y, realizados éstos, podrá agregarse a la santa comunidad.

Pues no conviene recibir a nadie dentro si antes, quedando fuera, no diera pruebas de humildad y paciencia.

Quienes después de dejar el siglo, se convierten con piadosa y saludable humildad a la milicia de Cristo, primeramente deben distribuir todos sus bienes a los necesitados o agregarlos al monasterio. En ese momento, pues, entregan los siervos de Cristo su libertad a la milicia divina, porque entonces desarraigan de sí todo vínculo de esperanzas mundanas. El que no se convierte con recta intención, a no tardar se ve dominado o por el cáncer de la soberbia o por el vicio de la lujuria. Por tanto, nunca debe empezar por la tibieza el que renuncia al mundo, no vaya a caer en el apego al siglo por causa de esa misma tibieza. Ningún converso ha de ser admitido en el monasterio si antes no prometiere por escrito su estabilidad en él. Pues así como los que se presentan para la milicia secular no pasan a la legión si antes no son registrados en las listas, así también los que han de ser destinados a la milicia del cielo en el campamento del espíritu, si antes no se obligan con la profesión verbal o escrita, no pueden ingresar en el número y sociedad de los siervos de Cristo. Quien ingresa antes en el monasterio será primero en todo grado y orden, ni hay que preguntarse si es rico o pobre, siervo o libre, joven o viejo, rústico o instruido. En los monjes, pues, no se pregunta la edad ni la condición, porque entre el alma del siervo y del libre no hay diferencia alguna ante Dios. Todo el que está sujeto al yugo de servidumbre ajena, de ningún modo ha de ser admitido si el dueño no soltare su atadura, pues está escrito: ¿Quién dejo libre al onagro y quién soltó sus ataduras?4 Ahora bien, el onagro libre soltado es el monje sin servidumbre o sin impedimento del siglo que sirve a Dios y se mantiene alejado del tumulto, pues precisamente se sirve a Dios con la esclavitud libre de Cristo cuando no se ve constreñido por ninguna presión de condición carnal. Cuando el yugo de Cristo es suave y su carga leve, resulta dura y pesada carga llevar la servidumbre del siglo. Los que se convierten poseyendo algún dinero en el mundo, no tienen por qué engreírse si aportaron algo de sus haberes al monasterio, sino más bien deben temer, no vayan a ensoberbecerse aquí y perecer, pues en este caso más le valiera disfrutar con humildad de sus riquezas en el mundo que, profesando ya pobreza con la distribución de sus bienes, subirse a las cimas de la soberbia. Aquellos conversos, empero, que vienen al monasterio de un origen pobre, no han de ser despreciados por los que dejaron las riquezas del siglo, pues ante Dios son de una misma categoría todos los que se convierten a Cristo. Y no hay por qué discriminar si uno viene a servir a Cristo de una condición pobre o servil o de una vida noble y opulenta, pues muchos procedentes de condición plebeya, por el brillo de eminentes ejemplos de virtud, aventajaron a otros de condición noble y se adelantaron a ellos por sus excelentes méritos; así los que por su origen eran los últimos, se hicieron, merced a su virtud, los primeros sabios. Pues por eso Dios eligió los más débiles del mundo para confusión de los fuertes, y lo despreciable del mundo y lo que no es como si fuera, para que lo que es se reduzca a la nada y no pueda gloriarse ante Él todo hombre5. Los que entraren en el monasterio provenientes de condición pobre no deben alzarse a la soberbia porque se vean equiparados a los que significaban algo en el siglo, pues no es justo que, cuando los ricos, abandonando su posición del mundo, se abajan humildemente, entonces lo pobres, por espíritu de engreimiento, se hagan soberbios. Al contrario, lo que les conviene es que, despojándose de su altanería, se sientan humildes y siempre tengan presente su pobreza y privaciones.

V. Del trabajo de los monjes

El monje ha de ocuparse constantemente en trabajos manuales, de modo que emplee su actividad en los variados oficios de artesanía, siguiendo las palabras del Apóstol: No hemos comido pan de balde, sino trabajando con esfuerzo y fatiga noche y día. Y en otro lugar: El que no quiere trabajar no debe comer6. Pues la ociosidad es combustible de la liviandad y de los malos pensamientos; en cambio, por el esfuerzo del trabajo se echan fuera los vicios. En manera alguna debe desdeñar ocuparse en algún trabajo útil a las necesidades del monasterio. Pues, en efecto, los patriarcas apacentaron rebaños, y los filósofos gentiles fueron zapateros y sastres, y el justo José, que estuvo desposado con la virgen María, fue herrero. Pues que también Pedro, príncipe de los apóstoles ejerció el oficio de pescador, y todos los apóstoles practicaban un trabajo manual para sustentar con ello la vida corporal. Si, pues, hombres de tanta autoridad prestaron servicios en trabajos y obras aun rústicas, ¡cuánto más los monjes, que tienen precisión no sólo de procurarse con sus manos lo necesario para la vida, sino también atender a la necesidad de otros con su trabajo! Los que disfrutan de fuerzas corporales y de salud íntegra, si están ociosos para el trabajo, pecan por duplicado, porque no sólo no trabajan, sino también contagian a otros y los invitan a imitarlos, pues precisamente todos se convierten para trabajar esforzadamente sirviendo a Dios, no para entregarse al ocio y vivir en la indolencia y pereza. Los que pretenden dedicarse a la lectura para no trabajar, son rebeldes contra la misma lectura, porque no hacen lo que leen. Pues en ella está escrito: Los que trabajan, dice, deben comer su pan. Y en otro lugar: Sabéis, pues, cómo debéis imitarnos, porque no anduvimos de acá para allá entre vosotros, ni comimos el pan de balde de manos de otro, sino a fuerza de trabajo y fatiga, trabajando día y noche para no ser gravosos a nadie7. No obstante, los que por debilidad corporal no pueden trabajar, han de ser tratados con mucha suavidad e indulgencia; mas lo que están sanos y tratan de engañar, es claro que son dignos de conmiseración y lástima. Y los que están enfermos, no del cuerpo, sino, lo que es peor, del espíritu, y no pueden ocultar su enfermedad a Dios, aunque no puedan ser convictos ante las miradas de los hombres, estos tales, o han de soportarse, si su enfermedad no es manifiesta, o han de ser castigados, si su salud es patente. Los monjes, mientras trabajan, o han de meditar o cantar salmos, para aliviar su trabajo con el gusto del canto y de las palabras de Dios. Si, pues, los artesanos seglares no cesan de cantar durante sus propias tareas canciones amorosas torpes y emplean su lengua en cantares y parlerías sin dejar de la mano el trabajo, ¡cuánto más los servidores de Cristo, que de tal manera deben trabajar con las manos, que siempre tengan en sus labios la alabanza de Dios y con sus lenguas le ofrezcan salmos e himnos! Por tanto, ha de trabajarse con el cuerpo y con la intención fija en Dios, y las manos han de aplicarse a la tarea de modo que la mente no se aparte de Dios. Es necesario que el monje dedique al trabajo tiempos determinados, y otros a la oración y lectura, pues el monje debe tener tiempos oportunos y señalados para cada obligación. Las partes del año distribuidas para cada tiempo y para cada obra son las siguientes: en verano debe trabajarse desde la mañana hasta la hora de tercia; de tercia a sexta ha de vacarse a la lectura; después debe descansarse hasta nona; después de nona hasta el tiempo de vísperas, de nuevo ha de trabajarse; en otra estación del año, es decir en otoño, en invierno o en primavera, se ha de leer desde la mañana hasta tercia; después del oficio de tercia hasta nona ha de ser hora de trabajar. Después de la refección de nona se ha de trabajar o leer o meditar algo en voz alta. Todo el producto del trabajo manual de los monjes deben presentarlo éstos al prepósito, y el prepósito al jefe del monasterio. No debe quedar en poder del monje nada del fruto de su trabajo, no sea que la excesiva preocupación por ello desvíe al espíritu de entender en la contemplación. El cultivo de las hortalizas y la preparación de los alimentos han de practicarlo los monjes con sus propias manos; pero la construcción de edificios y la labranza del campo será tarea propia de los siervos. Ningún monje debe dejarse enredar por la afición a trabajos privados, sino que todos, trabajando para la comunidad, deben obedecer al abad sin murmurar, no vayan a perecer por la murmuración, como perecieron los que en el desierto murmuraron. Pues, si no se les perdonó a aquéllos, que todavía eran párvulos y rudos en la ley, ¡cuánto más no perdonará a los que han recibido la ley de perfección si obraren del mismo modo!.

VI. Del oficio

En el canto del oficio se guardará la distribución siguiente: dada la señal a las horas ordenadas, acudirán todos a las oraciones canónicas con diligente puntualidad. A ninguno le estará permitido salir antes de concluido el oficio, salvo el que se viere obligado por una necesidad natural. Durante el rezo, al final de cada salmo, los monjes, postrados todos en tierra a la vez, harán una adoración, y, levantándose en seguida, continuarán los salmos siguientes; y cumplirán lo mismo en cada oficio. Cuando se están celebrando los misterios espirituales de los salmos, huya el monje las risas y las charlas, antes ha de meditar en su interior lo que canta con los labios. En la hora de tercia, sexta y nona se han de rezar tres salmos, un responsorio, dos lecciones del Antiguo y Nuevo Testamento, y luego laudes, himno y la oración. En el oficio de vísperas, primero deben rezarse vísperas; a continuación dos salmos, un responsorio y laudes e himno con oración. Después del oficio de vísperas, reunidos los monjes, deben bien meditar, bien tratar de algunas lecturas de Sagrada Escritura en piadosa y saludable conferencia, y permanecer meditando algún tanto hasta que llegue el tiempo de las completas del oficio. Antes de dormir, como es costumbre, una vez rezadas completas y tras la despedida recíproca de los monjes, se ha de ir a descansar con todo recogimiento y silencio hasta que se levanten a maitines. En los oficios cotidianos de las vigilias, primeramente se han de rezar tres salmos canónicos (regulares); después, tres conclusiones de salmos; cuarta (conclusión), de los cánticos; quinta, de los oficios de maitines. En los domingos y festividades de mártires, con motivo de la solemnidad deben añadirse sus propias conclusiones. Pero en las vigilias deberá guardarse el uso del recitado; en los maitines se guardará la costumbre de salmodiar y cantar, para que se ejercite de ambos modos el espíritu de los siervos de Dios con el gusto de la variedad y se exciten con ardor a la alabanza de Dios sin cansancio. Después de las vigilias hasta maitines se ha de descansar. Después de maitines, o se ha de trabajar o se ha de leer. Todos los días deben rezarse lecciones del Antiguo y Nuevo Testamento en la hora del oficio. El sábado y domingo, empero, sólo deben rezarse del Nuevo. Si un monje faltare por el día o por la noche a la vigilia o al oficio diario, debe ser privado de la comunión, si es evidente su buena salud.

VII. De la conferencia

Tres veces por semana, a la señal dada, después de rezada tercia, han de reunirse los monjes en asamblea para escuchar al abad en la conferencia. También deben oír al anciano maestro cuando instruye a todos con saludables enseñanzas; han de escuchar al abad con gran atención y silencio, manifestando sus intenciones con suspiros y gemidos. La misma conferencia servirá asimismo para corregir vicios y formar las costumbres, y para las demás cosas que hacen a la utilidad del monasterio. Y, si tales motivos faltan, con todo, nunca deberá omitirse la conferencia, según la norma de la disciplina; antes bien, en los días señalados, y reunidos todos a la par, se han de repasar las normas de las reglas de los Padres, para que quienes no la aprendieron se den cuenta de lo que practican. Mas los que las aprendieron, advertidos con su recuerdo frecuente, guarden con diligencia lo que conocen. Todos estarán sentados en silencio durante la conferencia, excepto el que fuere requerido por el abad para hablar.

VIII. De los códices

El sacristán debe tener a su cargo los libros, del que cada monje recibirá el correspondiente, y, una vez leído o usado regularmente, siempre será devuelto después de vísperas. Los libros se pedirán cada día a la hora de prima; y, si algunos los piden más tarde, no los recibirán. Respecto de aquellas cuestiones que se leen y quizá no se comprenden, cada monje consultará al abad en la conferencia o después de vísperas, y, una vez leído el pasaje en público, de él recibirá la explicación, de modo que, mientras se expone a uno, los demás escuchen. El monje no debe leer libros de autores paganos o herejes, pues es preferible ignorar sus doctrinas perniciosas que caer en el lazo de sus errores por propia experiencia.

IX. De la mesa

En la hora de la comida, en que se satisface una necesidad, deben cerrarse las puertas del monasterio y no debe haber presente ningún extraño, para que no estorbe con su presencia la quietud de los monjes. Dada la señal, a la hora de la refección acudirán todos a la vez. Y el que llegare tarde a la mesa o cumpla una penitencia o vuelva en ayunas a su trabajo o habitación. Nadie acudirá a la refección antes de que suene la señal para llamar a todos.

El refectorio será, asimismo, único. Para comer se sentarán diez en cada mesa. El resto de los pequeños estarán ausentes. Durante la comida de los monjes guardarán todos el silencio de regla, obedeciendo al Apóstol, que dice: Todos comerán su pan trabajando en silencio8. Uno solamente sentado en medio, después de recibir la bendición, leerá algún pasaje de las Escrituras; los demás mientras comen guardarán silencio y escucharán con mucha atención la lectura. Y así como el alimento corporal les repara las fuerzas del cuerpo, así debe fortalecer su espíritu la palabra espiritual. En la mesa no ha de levantarse ninguna voz; solamente toca al prepósito el preocuparse de lo necesario para los que están comiendo. Fuera del caso de enfermedad, el abad deberá tomar la comida a la vista junto con los monjes. Y ésta no ha de ser diferente, ni ha de pretender que sea más exquisita que la que se prepara para la comunidad, con lo cual resultará que, estando él presente, se servirá todo con diligencia, y, siendo común el alimento, se tomará saludablemente y con caridad. Por eso, los platos de todas las mesas serán iguales y con los mismos alimentos para todos los monjes. Todos han de tomar sin murmuración lo que ofreciere la comida cotidiana. Ni han de apetecer lo que pida el placer de la comida, sino lo que exige la necesidad natural, pues está escrito: No os absorban las pasiones de la carne9. Durante toda la semana tomarán alimentos pobres de verduras y legumbres secas. Sin embargo, los alimentos serán de muy poca carne con legumbres en los días de fiesta. No ha de alimentarse el cuerpo hasta la hartura, para que no se ahogue el espíritu, pues con la hartura del vientre se excita pronto la lujuria de la carne. Y el que reprime la pasión de la gula, domina indudablemente los movimientos de lascivia. La alimentación del cuerpo se ha de hacer con tanta discreción, que ni se debilite por exceso de abstinencia ni se excite su lascivia con una glotonería superflua. En ambos extremos, por tanto, ha de haber templanza; es decir, que no se impongan los vicios de la carne y haya fuerzas para el ministerio de las obras buenas. No se ha de prohibir que cualquiera que quisiere pueda abstenerse en la mesa de carnes o vino, pues, lejos de prohibirse la abstinencia, más bien merece elogio; lo único, que no se repudie por desprecio una creatura de Dios que se ha concedido a la necesidad de los hombres. Ningún religioso ha de mancharse comiendo furtivamente, o con una glotonería vergonzosa, o en privado, fuera de la mesa común.

Quedará sujeto a sentencia de excomunión quien comiere algo a ocultas o fuera de la mesa ordinaria. Antes de la hora de la refección, nadie pretenda comer, excepto el que estuviere enfermo; el que, pues, se tomare por anticipado la hora de comer, quedará sujeto a la consiguiente sanción de ayuno. Se ha de proveer a la sed de alguno o al que sufre algún quebranto antes de la hora de la refección, según lo disponga el abad o el prepósito, pero no a la vista de todos, para que no fuerce quizá a otros a tener sed o hambre. Solamente el monje que está de semana ha de probar los alimentos, y ningún otro se atreverá a tal cosa, para no dar pábulo a la gula o a la glotonería con pretexto de probarlos. En la mesa de los monjes no intervendrán en manera alguna sirvientes laicos, pues no puede haber una mesa común para aquellos que tienen diverso modo de vida. Al levantarse de la mesa, los monjes deben acudir todos a la oración. Lo que sobrare de la mesa se guardará con cuidado y se distribuirá a los necesitados. Desde Pentecostés hasta el principio de otoño, durante todo el verano se podrá tomar para la refección de los monjes comidas entre día; el resto del año se suspenderán dichas comidas y sólo se servirá la cena. En ambos periodos, la refección de la mesa constará de tres platos, a saber, de verduras y legumbres; y, de haber un tercero de frutas. Asimismo, la sed de los monjes se apagará con tres medidas de vino. Para observar la cuaresma, como suele hacerse, después de cumplido el ayuno, se contentarán todos con sólo pan y agua; también se abstendrán de vino y aceite.

X. De las fiestas

Las fiestas de los monjes en las que cesan los ayunos son las siguientes: en primer lugar, el venerable domingo dedicado al nombre de Cristo, el cual, así como recibe su solemnidad del misterio de su resurrección, así deberá retener una solemnidad de gozo festivo para todos sus servidores. Asimismo, desde el primer día de Pascua hasta Pentecostés, es decir, en los cincuenta días uno tras otro, el ayuno es dispensado por los Santos Padres con motivo de la resurrección de Cristo y la venida del Espíritu Santo, de modo que este tiempo no ha de celebrarse con el simbolismo del trabajo que representa el tiempo de cuaresma, sino con la paz alegre, libres del ayuno. Determinaron igualmente los Padres que desde la navidad del Señor hasta el día de la circuncisión se considerara tiempo solemne y se tuviera libertad en los alimentos. Lo mismo el día de Epifanía obtuvo dispensa de ayuno según la regla antigua. Asimismo, cuando ingresa en el monasterio algún monje o acuden de otros monasterios monjes con motivo de visita, se interrumpen los ayunos por cumplir la caridad. Aparte de estos días, otros tiempos son hábiles para practicar el ayuno libre y voluntariamente. Si algunos monjes determinan ayunar en algunos de dichos días, no debe impedírseles, pues también muchos de los antiguos Padres ayunaron en esos días en el desierto, y no se lee que rompieran alguna vez el ayuno si no es en los domingos, solamente en atención a la resurrección de Cristo.

XI. De los ayunos

Los antiguos eligieron como días de ayuno principalmente los siguientes: el primer ayuno cotidiano de cuaresma, en el que se guardará mayor observancia de la abstinencia por los monjes, puesto que se abstendrán no sólo de comidas, sino incluso de vino y aceite. El segundo ayuno de algunos días se extiende desde el día siguiente de Pentecostés hasta el equinoccio de otoño; es decir, se observa el ayuno durante tres días en cada semana, por tener en cuenta los calores estivales. Sigue el tercer ayuno cotidiano, desde el 24 de septiembre hasta el nacimiento del Señor, durante el cual no se romperá el ayuno diario. El cuarto ayuno, asimismo cotidiano, empieza desde el día siguiente a la Circuncisión y llega hasta la solemnidad de la Pascua. Mas los que están impedidos por la vejez o por la debilidad de los pocos años, no han de practicar el ayuno cotidiano, con el fin de que no se consuma la edad senil antes de morir o, por otra parte, la edad, que se está desarrollando, no vaya a decaer antes de fortalecerse, y se inutilice antes de poder obrar el bien.

XII. Del hábito de los monjes

El monje ha de evitar el aliño exquisito del vestido y la distinción en sus prendas; le han de servir de protección, no de delicadeza; pero así como el hábito del monje no ha de ser elegante, tampoco excesivamente despreciable, pues el vestido costoso arrastra el espíritu a la lascivia y el demasiado abyecto produce angustia de ánimo o engendra el vicio de la vanagloria. Las prendas de vestir no se han de distribuir por igual a todos, sino con discreción, en conformidad con la edad y el grado de cada uno. Leemos pues, en la Sagrada Escritura que así lo hicieron los apóstoles: Todo lo tenían común, y se distribuía a cada cual según su necesidad10. Ha de conocerse la suficiencia o necesidad de cada monje, para que los que tienen, lo reciban, pues al que ya tiene no se le dará, para que haya con qué repartir al necesitado. El monje no debe vestirse de lino puro. No está permitido usar pañuelo de rostro, capucha, manto, no aquellas prendas de calzado que ordinariamente no usan los demás monasterios. Los siervos de Cristo se contentarán con dos túnicas, dos capas, una cogulla y, además, con una pelliza, una pequeña capa, con mangas también; escarpines y sandalias. Se contentarán con estas prendas, sin pretender otras. Los escarpines han de usarse en el monasterio cuando apretare el rigor del invierno o cuando los monjes van de camino o se dirigen a la ciudad. En el monasterio, los monjes se cubrirán con el manto, de modo que por decoro vayan cubiertos, y para los servicios de su ministerio anden desembarazados. Si alguno casualmente no tiene manto, se echará a los hombros la pequeña capa. Ningún monje acicalará su rostro, para no incurrir en pecado de lascivia y petulancia, pues no es casto de espíritu quien acicala su cuerpo o tiene un andar desenvuelto. Ningún monje ha de ostentar abundosa cabellera, pues los que practican esto, aunque no lo hagan para engañar a los demás con apariencias y simulación, sin embargo escandalizan a otros, siendo tropiezo para los débiles y dando ocasión de maldición para la santa observancia. Por lo cual éstos deben cortarse el pelo cuando los demás, mejor dicho, a la vez y del mismo modo; es reprensible llevar aliño diverso cuando no es diversa la profesión.

XIII. Del lecho

El abad debe vivir junto con los monjes en la comunidad, para que la vida común ofrezca el testimonio de la vida ejemplar y el respeto a la disciplina. También los monjes, si es posible, conviene que residan en un mismo recinto; y, si esto es difícil, al menos un grupo de diez, al frente del cual se ha de poner un decano como rector y guardián. No le está permitido al monje tener un ajuar de vistosidad y variedad; su lecho será el jergón y la cubierta, dos pieles velludas, manta y toalla y dos almohadas. Cada mes, el abad o el prepósito inspeccionará los lechos de todos para ver si necesitan algo los monjes o tienen algo superfluo. Por la noche, cuando van a dormir y durante el sueño, nadie hablará con otro. No estará permitido dormir dos en un mismo lecho. En la obscuridad de la noche nadie hablará al monje con quien se encuentre. Llegada la noche, deberá lucir en el dormitorio una lámpara, a fin de que sin obscuridad se eche de ver que cada uno está descansando. La posición de descanso del monje no ha de inducirle a ningún pensamiento torpe, sino acostándose pensando en Dios, procure el descanso del cuerpo a la vez que la quietud del espíritu; debe apartar de sí los malos pensamientos y adoptar, en cambio, los buenos; los torpes ha de rechazarlos, pues los movimientos del ánimo se promueven con las imaginaciones, y cual fueren los pensamientos de la vigilia, tales serán las representaciones en el sueño. El que se mancha con polución nocturna, no ha de tardar en declararlo al padre del monasterio, y ha de atribuirlo a su culpabilidad, y ha de arrepentirse en su interior, comprendiendo que, si no se hubieran anticipado en él los pensamientos torpes, no se hubiera seguido el flujo de la inmunda polución, pues quien se dejare prevenir por pensamientos ilícitos, a ése pronto le mancharán tentaciones inmundas. El que hubiere sido sorprendido por imaginaciones nocturnas, se quedará durante el oficio en la sacristía, sin atreverse a entrar en la iglesia aquel día antes de haberse purificado con agua y lágrimas, ya que en la ley mosaica al que se manchaba en el sueño nocturno se le ordenaba salir del campamento, y no podía volver antes de haberse purificado por la tarde; y si aquellos antiguos tal obraban en un pueblo carnal, ¿qué no deberá hacer el siervo espiritual de Cristo? Este debe considerar más su inmundicia, y, manteniéndose lejos del altar con el cuerpo y el espíritu, llenarse de temor y derramar lágrimas de arrepentimiento, figuradas en el agua, para que no sólo pueda purificarse con el agua, sino con sus gemidos, de todo lo que, acaso por una culpa oculta, se manchó con inmunda contaminación. El que sienta el fuego de las tentaciones fornicarias, acuda a la oración continuamente y guarde la continencia; y no tenga reparo de confesar el incentivo de la concupiscencia que le abrasa, porque vicio que se descubre, pronto se cura; mas el que queda oculto, cuanto más se tapare, tanto más profundamente penetra y serpea. Y el que descuida declararlo, en realidad no desea curarlo.

XIV. De los monjes que delinquen

Si alguno cayere en falta leve por debilidad, debe ser advertido una y dos veces. Y si después de la segunda admonición no se enmendare, debe ser castigado con la sanción correspondiente. Nadie debe encubrir al que falta, pues es complicidad del delito ocultar al delincuente después de la segunda admonición.

XV. [Del que falta frecuentemente]

Si alguien sorprendiere a uno delinquiendo reiteradamente debe manifestarlo primeramente a uno o dos monjes, para que con su testimonio pueda convencer del delito; si negare el que faltó el delito cometido en público, en público ha de ser reprendido, para que, enmendándose el que delinquió públicamente, se corrijan los que lo imitaron en lo malo. Pues si a veces por el delito de uno perecen muchos, también a veces por la enmienda de uno se salvan muchos.

XVI. Del perdón de la culpa y corrección del culpable

El que faltare de palabra a un monje, si recapacitare en seguida y se humillare a pedir perdón, debe recibirlo de aquél. Mas el que no lo pide o no lo recibe de corazón, será conducido a la conferencia y sometido a castigo proporcionado al exceso de la injuria. Los que recíprocamente se echan en cara sus faltas, si de nuevo se perdonan en seguida recíprocamente, no han de ser delatados por otro, porque ya se concedieron sin tardar mutuamente el perdón, con tal que no caigan frecuentemente en ese pecado mutuo. El que confiesa espontáneamente la culpa que cometió, debe merecer el perdón que solicita; deben, por tanto, orar por él y sin tardanza; si la culpa es leve, otorgársele el perdón pedido. El que, excomulgado reiteradas veces por un delito grave, no tratare de enmendarse, quedará sometido a condena hasta que abandone el vicio inveterado, para que a quien no reprimió el castigo aplicado una vez, llegue a enmendarlo la repetida severidad. Aunque uno se halle sumergido en el abismo de frecuentes y gravísimos vicios, sin embargo, no ha de ser echado del monasterio, sino debe ser castigado según la cualidad del delito, no vaya a ser devorado por las fauces del diablo al ser arrojado el que podría enmendarse con una penitencia de larga duración.

XVII. De los delitos

Los delitos son graves o leves. Es reo de culpa leve el que gustare de estar ocioso; el que llegare tarde al oficio o a la conferencia o a la mesa; el que riere en el coro durante las horas o estuviere sin hacer nada; el que, dejando el oficio o el trabajo, saliere fuera sin necesidad; el que se entregare a la pereza y al sueño; el que hiciere juramento con frecuencia; el que fuere charlatán; el que empezare el trabajo de su incumbencia sin la bendición, o, terminado el mismo, no la pidiere; el que cumpliere su trabajo con negligencia o lentamente; el que rompiere algo por casualidad; el que causare algún daño de poca monta; el que usare los libros con negligencia; el que recibiere cartas de otro ocultamente o algún regalo, o el que, recibiendo una carta, la contestare sin permiso del abad, o se entrevistare o hablare con alguno de sus parientes seglares sin autorización del supervisor; el que fuere desobediente; el que respondiere obstinadamente a un mayor; el que no reprimiere su lengua contra un mayor; el que no tuviere freno en la lengua; el que anduviere con desenvoltura; el que dijere chocarrerías; el que riere con exceso; el que hablare, orare o comiere con un excomulgado; el que no declarare al abad su polución nocturna. Estas, pues, y otras semejantes han de ser sancionadas con excomunión de tres días. Es reo de culpa más grave el que se embriagare; el que es discorde; el que dice torpezas; el trato familiar con mujeres; el que siembra discordias; el iracundo; el de cerviz enhiesta; el altanero de carácter; el de andar jactancioso; el detractor, susurrón o envidioso; el que se apropia como suya una cosa; el que se enreda en cuestiones de dinero; el que posee cosas superfluas, fuera de lo consentido por la regla; el defraudador de lo que recibe, de lo que se le confía o no se le confía. Entre estas faltas se cuenta el que se ensoberbeciere por los bienes aportados consigo o murmurare de ellos por desobediencia; el que causare un prejuicio de importancia; el que robare; el que cometiere perjurio; el que afirmare una falsedad; el dado a altercados y riñas; el que denigrare a un inocente con acusación falsa; el que irrogare a un monje una injuria manifiesta; el que despreciare a un anciano con contumacia; el que conservare rencor contra un hermano; el que no concediere el perdón al que le ha faltado y se lo hubiere suplicado; el que hiciere chocarrerías, bufonadas con un niño o lo besare; el que se acostare con otro en el mismo lecho; el que comiere algo fuera de la mesa común en privado o furtivamente; el que residiere fuera saliendo medio día o más sin autorización del prepósito o del abad; el que está ocioso pretextando una enfermedad falsa. Estas y semejantes faltas han de ser expiadas y corregidas con azotes y sanción, al juicio del abad; con excomunión duradera, de modo que los que pecan gravemente sean castigados con severidad grave, atendiendo, con todo, a las personas, si son humildes o sin son soberbias.

XVIII. De los excomulgados

La satisfacción que han de dar los delincuentes será de la forma siguiente: reunidos los monjes en el coro, una vez cumplido el plazo de la sanción y llamado el excomulgado, dejará en tierra el ceñidor fuera del coro; postrado en el suelo, cumplirá la mortificación hasta que se termine el oficio.

Cuando le ordenare el abad levantarse del suelo, entrará en el coro después de haber hecho oración el abad por él, y, respondiendo todos «Amén», se levantará y pedirá perdón a todos por su falta, para alcanzar perdón después de esa satisfacción de su enmienda. Los de menor edad no deben ser sancionados con sentencia de excomunión, sino con castigos proporcionados a la cualidad de la falta, a fin de que a aquellos a quienes no aparta de la culpa la debilidad de la edad, los reprima el rigor de los azotes. Los excomulgados tienen prohibido salir de los locales que se les señala hasta que cumplan el plazo de su sanción. Sin licencia del superior, a nadie estará permitido entrar donde el excomulgado. A ninguno se le permitirá en manera alguna orar ni comer, ni siquiera al que le sirve la comida, con el excomulgado. Si la excomunión fuere de dos días, no se suministrará al excomulgado ningún alimento. Pero, si fuere de muchos días la separación de la excomunión, se le dará sólo refección de pan y agua a la tarde. Fuera del rigor del invierno, el dormitorio del excomulgado será la tierra; el lecho, una estera; la manta, una cubierta lisa y acaso un cilicio; el calzado, de esparto o cualquier género de sandalias. Tendrá potestad de excomulgar el abad del monasterio o el prepósito. Los demás excesos de los monjes se presentarán en la conferencia al abad o prepósito, para que el que se demuestre que ha faltado sea castigado con la severidad proporcionada.

XIX. De la vida de familia

Los monjes que viven en común no han de considerar nada como propio suyo, ni han de pretender tener o poseer en sus celdas algo, en lo que se refiere al alimento, al alimento, al hábito o a cualquier otra cosa, que no sea distribuido por la regla. En Pentecostés, que es día de perdón, todos los monjes se han de obligar con una declaración ante Dios a no tener en conciencia nada propio. Si a un monje le fuere enviado por parientes o extraños algún regalo, ha de llevarlo a la reunión de los monjes para que se entregue a quien lo necesite, pues todo lo que adquiere un monje no lo adquiere para sí, sino para el monasterio. Nadie pedirá para sí una celda especial con el fin de vivir en ella separado de la comunidad como un particular, fuera del que por enfermedad o edad necesitare esto con autorización del abad. Los demás que no adolecen ni de enfermedad ni de vejez conservarán en sociedad la vida y observancia común. Nadie solicitará para sí una celda separada apartada de la comunidad, para que, a pretexto de reclusión, le sea ocasión de vicio apremiante u oculto, y, sobre todo, para incurrir en vanagloria o en ansia de fama mundana, pues muchos quieren recluirse y ocultarse para adquirir nombradía, de modo que los de condición baja o ignorados fuera se hagan conocidos y honrados por su reclusión. Pues en realidad todo el que se aparta de la multitud para descansar, cuanto más se separa de la sociedad tanto menos se oculta. Por tanto, es preciso residir en una santa comunidad y llevar una vida a la vista, para que, si hay algún vicio en ellos, pueda remediarse no ocultándolo. Por otra parte, si hay algunas virtudes, podrán aprovechar a la imitación de otros, en cuanto que, contemplando otros sus ejemplos, puedan educarse. Sin conocimiento del abad no se ha de pretender distribuir a los necesitados o a otros cualesquiera de lo que el monje puede disponer según la autorización de la regla, ni estará permitido a nadie cambiar con otro monje algo, sino con permiso del abad o prepósito; ni nadie tendrá en su poder cosa alguna, fuera de lo que está concedido por la ley del monasterio.

XX. De los bienes del monasterio

Ni al abad ni a los monjes estará permitido hacer libre a un siervo del monasterio, pues el que no tiene nada propio no puede conceder la libertad de cosa ajena. En efecto, así como está sancionado por las leyes civiles que no puede enajenarse una propiedad sino por su propio dueño, lo mismo todo lo que ingresa en el monasterio en dinero ha de recibirse bajo el testimonio de los mayores. Ese dinero debe distribuirse en tres partes, una de la cuales será para los enfermos y ancianos y para comprar en los días festivos algo mejor para la alimentación de los monjes; otra parte, para los pobres; otra tercera, para comprar vestidos de los monjes y de los pequeños o cualesquiera otra necesidades del monasterio; el encargado de la sacristía ha de recibir esas tres partes, y, bajo la obediencia del abad y el testimonio del prepósito o de los mayores gastará de cada una de las partes para las necesidades de sus destinos.

XXI. Qué corresponde a cada cual

Al prepósito incumbe la preocupación de los monjes, la gestión de los negocios, la administración de las haciendas, la siembra de los terrenos, la plantación y cultivo de las viñas, la atención de los ganados, la construcción de edificios, los trabajos de carpinteros y obreros. Al encargado de la sacristía corresponderá el gobierno y custodia del templo, dar la señal para los oficios de la tarde y de la noche y los ornamentos y vasos sagrados; también los libros y todos los utensilios, el aceite, cera y luces para la iglesia. Este recibirá del ropero del monasterio agujas, y tendrá igualmente hilos de diversa clase para coser los vestidos de los monjes, y los distribuirá a cada cual según su necesidad. Serán asimismo incumbencia de éste los objetos de oro y plata y demás utensilios viejos de bronce y hierro, así como la administración de la ropa, bataneros, cereros y sastres. Corresponderá al portero el servicio de huéspedes, anunciar los que llegan, la guarda de los aposentos exteriores. Al que está al frente de la despensa incumbirá la administración de lo que se guarda en el almacén; éste entregará a los que estén de semana todo lo necesario para la alimentación de los monjes, de los huéspedes y de los enfermos. En presencia de éste se distribuye lo que ha de servirse a las mesas; y él también guardará lo que sobrare para las necesidades de los pobres. Asimismo, entregará a éste el que estuviere de semana, al terminar ésta, los utensilios que se le confiaron, para controlar si se han tratado con negligencia; y, a su vez, se le entregan en su presencia al que sustituye de semana. Al despensero incumbe también los graneros, los rebaños de ovejas y las piaras, la lana y el lino, el gobierno de la era, la alimentación de panaderos, de acémilas bueyes y aves. También la preparación de calzado, el gobierno de pastores y pescadores. Al de semana compete disponer los platos, el gobierno de las mesas, dar la señal para los oficios diurnos o para la conferencia después de la puesta del sol. Al hortelano corresponderá la protección y custodia de los huertos, las colmenas de abejas, la selección de semillas y avisar cuándo debe sembrarse o plantarse cada cosa en el huerto. La práctica de la pesca será incumbencia de legos; y también ellos cribarán el trigo y lo molerán como se acostumbra; los monjes únicamente prepararán la masa y elaborarán el pan con sus propias manos. Por otra parte, para los huéspedes y enfermos harán el pan los legos. La guarda de utensilios y herramientas estará a cargo solamente del que designare el abad, y aquél los entregará a los que trabajan y los recogerá para guardarlos; y si bien todos estos objetos se distribuyen a cada uno según su trabajo, no obstante, todos, según las órdenes del abad, incumben al gobierno del prepósito. Para la custodia del almacén en la ciudad se ha de designar a un monje de los mayores y más graves con la ayuda de dos monjes jóvenes, y conviene que perdure allí de por vida, si es intachable. Por su parte, la alimentación de los educandos corresponderá al que eligiere el abad, varón santo, sensato, grave por la edad, que sepa formar a los pequeños no sólo en la práctica de las letras, sino también con el ejemplo y magisterio de las virtudes. La atención a los viajeros y las limosnas de los pobres incumbirá al encargado de la administración. Este distribuirá lo que tiene y dará de lo que puede, no con pena o a la fuerza, porque Dios ama al dadivoso jovial.

XXII. De los monjes enfermos

El cuidado de los enfermos ha de ponerse en manos de un monje sano y de vida observante que pueda dedicar toda su solicitud a los mismos y cumpla con la mayor diligencia todo lo que exija la enfermedad. Él, por su parte ha de prestar sus servicios a los enfermos de modo que no pretenda comer de los alimentos de aquéllos. A los enfermos ha de servírseles alimentos más delicados hasta que recobren la salud. Pero después que la recobren han de volver a los alimentos de antes. Por el hecho de que a los enfermos se les trate con más delicadeza, no deben por ello escandalizarse en manera alguna los sanos, pues los que están sanos deben sobrellevar a los enfermos y los que están enfermos no deben dudar en anteponer a sí a los sanos y a los que trabajan. No es admisible que alguien oculte una enfermedad real o pretexte una supuesta, sino que los que son capaces deben dar gracias a Dios y trabajar; mas los que no pueden deben declarar su dolencia y ser tratados con más suavidad. A pretexto de enfermedad, no puede poseerse nada como privado, no vaya a quedar oculta la pasión de la codicia. Bajo apariencia de enfermedad no ha de usar el monje de baños por el afán de lavar el cuerpo, sino tan solo por necesidad de enfermedad y de polución nocturna; ni tampoco se ha de diferir, si conviene como medicina [ni hay que murmurar, porque no se hace por ansia de placer], sino para remedio solamente de salud.

XXIII. De los huéspedes

A los huéspedes que llegan se les ha de prestar pronta y jovial acogida, sabiendo que por tal obra se merece recompensa en el último día, como dice el Señor: El que a vosotros os recibe, a mi me recibe, y el que me recibe, recibe al que me envió; el que recibe a un profeta, y el que recibe a un justo a título de justo, recibirá recompensa de justo; y el que diere de beber a uno de estos más pequeños un vaso de agua fresca sólo por mi nombre, en verdad os digo que no perderá su recompensa12. Y aunque a todos se ha de prestar el beneficio de la hospitalidad, con amabilidad, sin embargo a los monjes se ha de conceder una hospitalidad más efusiva y honrosa. Se les debe ofrecer habitación y se les ha de lavar los pies para cumplir el precepto del Señor; con los gastos oportunos debe otorgárseles toda amable atención.

XXIV. De las salidas

[Ningún monje pretenda ir a alguna parte sin contar con el abad], ni tomar algo sin su autorización o la del prepósito. Si salieren a alguna parte el abad o el prepósito, tomará el gobierno de los monjes el que sigue en orden al prepósito. Nadie pretenderá visitar a un huésped pariente o extraño, o a un monje amigo o pariente, sin licencia de un mayor, ni recibir una carta o entregarla a alguno sin permiso del abad. Cuando salen fuera los monjes o vuelven, recibirán la bendición una vez reunidos todos en la iglesia; del mismo modo, los que entran de semana y todos los administradores, o cuando por algún negocio del monasterio son enviados fuera, deberán elegirse dos monjes espirituales y de la mayor solvencia. Los jovencitos y los recién conversos han de ser excluidos de tal ministerio, no sea que la debilidad de la edad se contagie de apetitos carnales o la falta de formación monástica les incline al deseo del siglo. Cuando es enviado un monje a otro monasterio de visita, mientras estuviere con aquellos a quienes se ha dirigido, debe vivir como ve que viven los demás de la santa comunidad, para evitar, naturalmente, el escándalo y la perturbación de los débiles.

XXV. De los difuntos

Cuando los monjes pasan de esta vida a la otra, antes de ser sepultados ha de ofrecerse al Señor el sacrificio por el perdón de los pecados. Los cadáveres de los monjes han de ser sepultados juntos en un mismo cementerio, para que a quienes la caridad mantuvo unidos en vida, los recoja unidos al morir un mismo lugar.

Al día siguiente de Pentecostés ha de ofrecerse una misa al Señor por las almas de los difuntos, a fin de que, más purificados y participantes de la vida bienaventurada, reciban sus propios cuerpos en el día de la resurrección. Así pues, siervos de Dios, soldados de Cristo, despreciadores del mundo, es nuestra voluntad que de tal modo guardemos estas prescripciones, que se observen completamente las normas de los antiguos Padres. Aceptad, por tanto, también entre ellas este nuestro aviso con humildad de corazón, guardando lo que prescribimos y tomando con buena voluntad lo que disponemos, por cuanto por el fruto de vuestras obras os ha de servir para la gloria, y a nosotros por estos mismos avisos nos alcance el perdón solicitado. Y Dios omnipotente os guarde en todos los bienes, y del mismo modo que la inició, así os confirme su gracia en vosotros. Amén.


San Isidoro de Sevilla

San Isidoro provenía de una familia de alto rango social. Su padre, Severiano, era de origen hispano-romano, mientras que su madre tenía ascendencia visigoda y estaba relacionada con la realeza. Desde temprana edad, Isidoro mostró una gran inclinación hacia el estudio y la vida religiosa.

En el año 600, San Isidoro fue nombrado obispo de Sevilla, una posición que ocupó hasta su muerte. Durante su episcopado, se destacó por su labor pastoral y su dedicación a la enseñanza. Fue un defensor de la ortodoxia católica y luchó contra las herejías que surgían en su época.

Uno de los mayores logros de San Isidoro fue su contribución a la educación. Es conocido por su obra «Etymologiae», una enciclopedia que abarcaba una amplia gama de temas, desde teología y filosofía hasta medicina y agricultura. Esta obra fue una de las primeras enciclopedias medievales y tuvo una gran influencia en la educación europea durante siglos.

San Isidoro también promovió la creación de escuelas y bibliotecas en su diócesis, convirtiendo a Sevilla en un importante centro de aprendizaje. Fue un defensor de la educación para todos, incluyendo a las mujeres, y se preocupó por preservar y transmitir el conocimiento clásico.

Además de su labor educativa, San Isidoro también se destacó como teólogo. Sus escritos teológicos abordaron temas como la Trinidad, la gracia divina y la naturaleza de Cristo. Sus obras fueron ampliamente estudiadas y citadas en la Edad Media, y su pensamiento influyó en el desarrollo de la teología cristiana.

San Isidoro de Sevilla falleció el 4 de abril de 636 y fue canonizado por la Iglesia Católica. Su legado perdura hasta el día de hoy, y es recordado como uno de los grandes intelectuales y líderes religiosos de la historia de España. Su contribución a la educación y la teología ha dejado una huella duradera en la cultura hispana y en la Iglesia Católica.

La festividad de San Isidoro se celebra el 4 de abril, día en el que se conmemora su muerte. En esta fecha, los fieles honran su memoria y buscan su intercesión en sus vidas.

En resumen, San Isidoro de Sevilla fue un obispo, teólogo y erudito que dejó un legado significativo en la historia de la Iglesia Católica y la cultura hispana. Su labor educativa, su contribución a la teología y su defensa de la ortodoxia católica lo convierten en una figura venerada y respetada. Su ejemplo de dedicación al estudio y a la fe continúa siendo una fuente de inspiración para muchos.

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