Regla Común

La Regla Monástica Común o Regla de los Abadeses

Regla Monástica Común

La Regla Monástica Común, también conocida como Regla de los Abades, es un conjunto de normas y directrices que rigen la vida monástica en la tradición cristiana. Esta regla fue desarrollada en la Edad Media y se basa en los principios establecidos por San Benito de Nursia en su Regla de San Benito.

La Regla Monástica Común fue elaborada en el siglo XII por los abades de los monasterios cistercienses, una orden monástica fundada en Francia en el año 1098. Esta regla fue adoptada por muchos monasterios cistercienses y se convirtió en una guía para la vida monástica en toda Europa.

La Regla Monástica Común establece las pautas para la vida en comunidad, la oración, el trabajo y la disciplina en el monasterio. Se enfoca en la importancia de la obediencia, la humildad y la renuncia a los deseos mundanos. También destaca la importancia de la lectura espiritual, la meditación y la contemplación como prácticas fundamentales en la vida monástica.

Esta regla también establece las responsabilidades y deberes del abad, el líder espiritual del monasterio. El abad tiene la autoridad para tomar decisiones y dirigir la comunidad, pero también se espera que sea un ejemplo de virtud y humildad para los demás monjes.

La Regla Monástica Común también aborda aspectos prácticos de la vida monástica, como la organización del tiempo, la distribución de tareas y la administración de los bienes del monasterio. Se enfatiza la importancia del trabajo manual y la autosuficiencia económica del monasterio.

A lo largo de los siglos, la Regla Monástica Común ha sido adaptada y modificada por diferentes órdenes monásticas para adaptarse a sus necesidades específicas. Sin embargo, los principios fundamentales de la vida monástica, como la búsqueda de la perfección espiritual, la vida en comunidad y la dedicación a la oración y el trabajo, siguen siendo los pilares de esta regla.

La Regla Monástica Común ha tenido un impacto significativo en la historia y la cultura europea. Los monasterios que siguieron esta regla fueron centros de aprendizaje, preservación del conocimiento y desarrollo de la agricultura y la tecnología. Además, la vida monástica ha sido una fuente de inspiración para muchos artistas, escritores y pensadores a lo largo de los siglos.

En resumen, la Regla Monástica Común, también conocida como Regla de los Abades, es un conjunto de normas y directrices que rigen la vida monástica en la tradición cristiana. Esta regla se basa en los principios establecidos por San Benito de Nursia y ha sido adoptada por muchos monasterios cistercienses en Europa. La Regla Monástica Común establece las pautas para la vida en comunidad, la oración, el trabajo y la disciplina en el monasterio, y ha tenido un impacto significativo en la historia y la cultura europea.


I. QUE NINGUNO PRETENDA ESTABLECER MONASTERIOS A SU ARBITRIO SI NO CONSULTARE A LA CONFERENCIA GENERAL Y LO CONFIRMARE EL OBISPO SEGÚN LOS CÁNONES Y LA REGLA

Suelen efectivamente algunos organizar monasterios en sus propios domicilios por temor al infierno, y juntarse en comunidad con sus mujeres, hijos, siervos y vecinos bajo la firmeza de juramento, y consagrar iglesias en sus propias moradas con título de mártires, y llamarlas bajo tal título monasterios. Pero nosotros a tales viviendas no las denominamos monasterios, sino perdición de almas y subversión de la Iglesia. De ahí provino la herejía y el cisma y gran controversia por los monasterios. Y de ahí dicha herejía, por el hecho de que cada cual elija a su gusto lo que le pareciere, y crea que lo elegido es santo y lo defienda con sofismas. Cuando encontrareis a estos tales, habéis de tenerlos no por monjes, sino por hipócritas y herejes; y éste es nuestro deseo y lo que rogamos encarecidamente a vuestra santidad y mandamos: que no tengáis trato alguno con esos tales ni los imitéis; y porque viven a su capricho, no quieren estar sometidos a ningún superior; no entregan a los pobres nada de sus bienes, sino que incluso tratan de quedarse con lo ajeno, como si fueran pobres, para lograr con sus mujeres e hijos mayores lucros que en el siglo. Y en medio de tales obras no se cuidan de la perdición de las almas, de modo que obtienen más ganancias que los seglares, no de las almas, sino de los cuerpos. Se duelen por sus hijos como los lobos; y no deploran día tras día los pecados pasados, sino con escándalo, ponen siempre en juego su pasión de rapacidad; y no piensan en el castigo futuro, sino se inquietan hondamente por los medios de alimentar a sus mujeres e hijos. Enfriados con los mismos vecinos con quienes se habían ligado con juramento para esto, se separan unos de otros con fuertes riñas y disentimientos. Y se arrebatan unos a otros, no simplemente, sino con insultos, los bienes que habían juntado anteriormente, llevados de una caridad ilusa, para emplearlos en común. Pero, si alguno de ellos adoleciere de debilidad, recurren a los parientes que dejaron en el siglo para que les presten auxilio con armas, palos y amenazas. En los primeros tratos de tiempo atrás piensan ya cómo romper esa mancomunidad, y, como son vulgares e ignorantes, se procuran para gobernar un abad tal que cumpla sus caprichos para lo que se les antojare como si para ello les diera la bendición; dicen lo que les viene en gana decir, y juzgan a otros como apasionados, y desgarran a los siervos de Cristo con sus colmillos caninos. Y obran así para mantenerse siempre bien unidos a los seglares y a los príncipes de este mundo, y amar, como el mundo, a los seguidores del mundo, y perecer con el mundo, como los mundanos; con tales ejemplos inducen a otros muchas veces a vivir de semejante traza y ponen tropiezos a los espíritus débiles. De ellos dice el Señor en el Evangelio: Guardaos de los hermanos falsarios que se os llegan con piel de ovejas, pero por dentro son lobos que devoran. Los conoceréis por sus frutos, porque el árbol malo no puede dar frutos buenos. Con el fruto dio a entender las obras; con las hojas, las palabras; y para que los reconozcáis por sus obras, podéis pesar sus palabras, pues no pueden igualarse a los pobres de Cristo, inflamados como están por el fuego de la codicia; en cambio, los pobres de Cristo tienen este comportamiento: no ansían poseer nada en este mundo, para poder amar con perfección al Señor y al prójimo; y, para poder escapar de algún modo a los dichos lobos, conocen las palabras del Señor: Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos. No habéis de llevar bolsa de viaje ni alforja; por lo mismo, el siervo de Cristo que desea ser su verdadero discípulo, debe subir desnudo a la cruz desnuda, para que, muerto al siglo, viva para Cristo crucificado; y, después de dejar la carga del cuerpo y ver postrado al enemigo, entonces se pueda considerar vencedor del mundo y equiparado con los santos mártires en el triunfo.

II. QUE LOS PRESBÍTEROS SECULARES NO DEBEN PRETENDER CONSTRUIR MONASTERIOS EN LAS CIUDADES SIN CONTAR CON EL OBISPO QUE VIVE SEGÚN UNA REGLA O SIN LA DELIBERACIÓN DE LOS SANTOS ABADES

Acostumbran algunos presbíteros fingir santidad, y lo hacen no precisamente por la vida eterna, sino sirven a la Iglesia como asalariados, y, con pretexto de santidad, buscan los emolumentos de las riquezas; en realidad no son guiados por el amor a Cristo, sino incitados por la gente vulgar; en tanto que temen por sus rentas e intentan dejar los demás lucros como para edificar monasterios, no hacen esto como los apóstoles, sino imitando a Ananías y Safira. De éstos afirma San Jerónimo: no distribuyeron sus bienes a los pobres. No ejercitaron una vida laboriosa en el monasterio; no examinaron sus costumbres para corregirlas con asidua meditación; no derramaron lágrimas; no ejercitaron su cuerpo la ceniza y el cilicio; no predicaron penitencia a los pecadores, para decir con Juan el Bautista: Arrepentíos, pues se va acercando el reino de los cielos; no imitaron a Cristo, que dijo: No vine a ser servido sino a servir; y: No vine a hacer mi voluntad, sino la de mi Padre; y cuando ése es elevado de un puesto a otro, esto es, de la soberbia, lo que desean es presidir a los monjes, no serles de utilidad. Y, cuando guardan sus bienes por temor, ambicionan los ajenos, porque no los distribuyen; y predican lo que ellos no observan y siguen la norma común de los obispos seculares, de los príncipes de la tierra o del pueblo; y, como son discípulos del anticristo, ladran contra la Iglesia y fabrican arietes para destrozarla con tales máquinas; y, llegándose a nosotros con la cabeza baja, con pasos suaves, fingen santidad. Estos son hipócritas, que en realidad son una cosa y aparentan ser otra, para que los imiten los necios que los vieren. Los ladrones y salteadores son denunciados por palabras del Señor: son los que no entran por la puerta8, que es Cristo, sino se precipitan por la pared después de abrir un boquete en el muro de la Iglesia. Y, si alguno de los fieles quiere vivir con rectitud, le ponen obstáculos a su intento en vez de ayudarle. De los tales dice el Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, ciegos hipócritas, que cerráis el reino de los cielos; ni entráis vosotros ni dejáis entrar a otros!9 Estos tales, así como se regocijan de sus ventajas, se congratulan de nuestros perjuicios, y arman con plena intención, para divulgarlo falsamente, lo que han oído contra nosotros; y extienden y sostienen públicamente por las plazas lo que no hemos cometido, como si fuéramos sorprendidos en delito. Además, son recibidos con aplauso , protegidos y defendidos por ellos, los que se salen del monasterio por sus propios vicios. Y, siendo desertores de los monasterios muchos de esos que nos calumnian, son honrados elogiosamente por ellos; y lo que es peor, se les colma de dignidades. Cuando viereis a tales individuos, debéis aborrecerlos mejor que tratar con ellos. De ellos dice el profeta: ¿Acaso no he aborrecido, Señor, a los que te han aborrecido a ti? Los he aborrecido del todo y se han hecho mis enemigos.

III. QUÉ CUALIDAD HA DE TENER EL ABAD A ELEGIR EN EL MONASTERIO

En primer lugar se ha de prever un abad experimentado en la observancia de una vida santa; no principiante en la vida monástica, sino tal, que por largo tiempo haya dado pruebas ante muchos de trabajo bajo la dependencia del abad; y no tenga herencias en el siglo, más bien sea como verdadero levita en todo Israel en la tierra de la promesa, de modo que pueda decir a boca libre con el profeta: El Señor es el lote de mi herencia; hasta tal punto lleve este sentimiento, que arroje radicalmente de su corazón toda necesidad de pleitear; y si fuere posible, en ninguna ocasión llegue a pleitear con los hombres en juicio, sino que, si alguien le provocare y la indujere por la túnica a altercar, déjele en seguida, incluso el manto, según las palabras del Señor. Si en algún caso se presentare un enemigo del monasterio y pretendiere quitar algo y llevárselo por violencia, encomendará la causa a uno de los laicos que sea cristiano muy fiel, recomendable por su buena vida y no reprobable por su mala fama, para que éste entable el pleito y reclame los bienes del monasterio sin injusticia; y si hay costumbre de prestar juramento, cumpla su obligación sin juramento y sin castigo. Y no sólo ha de mirar por el buen resultado del pleito, sino que procurará traer al adversario a pedir perdón con humildad y mansedumbre. Mas, si el perseguidor perseverare en su contumacia y antepusiere sus intereses a su alma, cesará sin tardanza el demandante de litigar con él. El abad, por su parte, sin meterse en manera alguna en litigios y desechando todo resentimiento, vivirá sencillamente con sus monjes y no se tomará la libertad de litigar con los seglares.

IV. QUIÉNES DEBEN SER ADMITIDOS COMO MONJES EN EL MONASTERIO

Los que solicitan ingresar en el monasterio como monjes por miras de religión, en primer lugar han de pernoctar tres días y tres noches fuera del monasterio y junto a él, y de propósito han de ser injuriados a cada paso por los hebdomadarios; concluidos dichos días, se les preguntará a continuación si son libres o siervos. Si son siervos, no deberán ser admitidos, a no ser que presentaren en mano el documento de libertad otorgada por su señor. Los demás, sean libres o siervos, ricos o pobres, casados o célibes, ignorantes o sabios, rudos o artesanos, niños o ancianos, a cualquiera que fuere de éstos, se le preguntará con toda seriedad si han renunciado o no con sinceridad; si cumplieron todo lo que escucharon en el Evangelio de las palabras de la verdad, que dice: Quien no renunciare a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo; y aquello del joven rico que se jactaba de haber cumplido todos los preceptos de la ley, al cual le dice el Señor: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y ven, sígueme, y tendrás un tesoro en el cielo; y también le dice el Señor: el que quiere ser perfecto, ha de abandonar, como los apóstoles, al padre, a la madre, las redes y la barca. Y quien dijo todo, mandó no reservarse nada para su propiedad; y no lo entregó a cualquiera, sino todo a los pobres de Cristo; y no lo dio al padre, ni a la madre, ni al hermano, ni al allegado, ni al consanguíneo, ni al hijo adoptivo, ni a la mujer, ni a los hijos, ni a la iglesia, ni al príncipe de la tierra, ni a los siervos, después de presentadas las pruebas de su libertad. Y una vez interrogado de esa forma, como hemos indicado, se le admitirá luego en el último puesto. Pero, si dejare a alguno de los arriba citados, con falsa renuncia, un solo denario a título de piedad, mandamos que sin tardanza se le expulse fuera, porque lo consideramos al tal no entre los apóstoles, sino seguidor de Ananías y Safira; debéis saber que ése no puede ajustarse a la medida del monje en el monasterio, ni rebajarse a la pobreza de Cristo, ni adquirir humildad, ni ser obediente, ni permanecer allí con perseverancia, sino que, cuando se presentare alguna ocasión, con respecto a alguno, de castigar o corregir por el abad de su monasterio, en seguida se ensoberbece e, hinchado por el soplo del despecho, huye y abandona el monasterio.

V. CÓMO DEBEN ESTAR SOMETIDOS LOS MONJES A SU ABAD

Los monjes deben obedecer los preceptos de los superiores del mismo modo que Cristo fue obediente al Padre hasta morir por ello. Y, si obraren de otro modo, estén convencidos de que han perdido el camino que buscaban. Nadie va a Cristo sino a través de Cristo. Por lo cual los monjes deben adquirir tales hábitos, que les impidan desviarse en manera alguna del camino recto. En primer lugar deben aprender a dominar su voluntad propia y a no obrar nada, aun lo más mínimo, a su propio arbitrio; a no hablar nada sino cuando sean preguntados; y desechar con el ayuno y la oración los pensamientos que van brotando día tras día y no ocultarlos a su abad; y obrar todo sin murmurar, no vaya a ser, lo que no suceda, que perezcan por la misma sentencia con que perecieron los que murmuraron en el desierto. Aquéllos murieron después de comer el maná, y éstos en el monasterio por murmurar recitando las Escrituras. Aquéllos murieron comiendo el maná, y éstos, leyendo y oyendo las Escrituras, mueren cada día de hambre espiritual. Aquéllos por murmurar no entraron en la tierra de la promesa, y éstos por murmurar no entran en la tierra del paraíso prometido. Gran desgracia es salir de Egipto, atravesar el mar, pulsar el tímpano con Moisés y María después de quedar sumergido el faraón15; comer el maná y no entrar en la tierra de la promesa. Peor desgracia es salir del Egipto de este siglo, atravesar cotidianamente el mar del bautismo con el amargor de la penitencia, golpear el tímpano, es decir, crucificar el cuerpo con Cristo, y comer el maná, que es la gracia del cielo, y no entrar en la región celestial. Se ha de temer, por tanto, carísimos hermanos, y se ha de pensar y prever qué camino deben emprender los que desean ir por el de Cristo. Deben escuchar con claridad lo que han de observar. Deben ser obedientes al abad hasta llegar a morir, de modo que no cumplan su propia voluntad, sino la del Padre. Nada hay tan grato a Dios como quebrantar la propia voluntad. De ahí que dice Pedro:¿Qué tendremos nosotros, que hemos abandonado todo y te hemos seguido?16 No solo dijo: «Hemos dejado todo; ¿qué tendremos nosotros?»; sino añadió: Te hemos seguido. Muchos abandonan todos sus bienes, pero no siguen al Señor. ¿Por qué? Porque hacen su voluntad, no la del Padre. Quien, pues, quiere hallar el camino estrecho y angosto y continuarlo sin tropiezo, y continuándolo no perderlo, y no perdiéndolo llegar a Cristo, debe aprender antes a dominar su propia voluntad, y a no dar satisfacción a los antojos del cuerpo, y a perseverar en la obediencia al Padre hasta el fin de la vida; éste es el camino estrecho y angosto de la propia conducta que conduce a la vida.

VI. CÓMO DEBEN VIVIR EN EL MONASTERIO SIN PELIGRO LOS VARONES CON SUS MUJERES E HIJOS

Cuando llegare alguien con su mujer o hijos pequeños, es decir, menores de siete años, está determinado por la santa regla común que tanto los padres como los hijos se entreguen a la jurisdicción del abad, quien por sí mismo dispondrá razonablemente para ellos con toda solicitud lo que deben observar; en primer lugar no han de tener potestad ninguna de su cuerpo ni preocuparse del alimento o del vestido; ni pretenderán poseer en adelante bienes o casas de campo, que ya abandonaron, sino que han de vivir en el monasterio, como huéspedes y viajeros bajo obediencia. Ni los padres han de estar pendientes de sus hijos, ni los hijos de los padres, ni se han de entretener en mutuas conversaciones, excepto si lo permitiere la autoridad del abad. Sin embargo, los tiernos pequeñitos, que todavía se entretienen con juguetes, tendrán licencia, por piadosa concesión, para acudir a su padre o madre cuando quieran, con el fin de que no vayan a caer los padres en el vicio de la murmuración por causa de ellos, porque suele haber mucha murmuración en el monasterio con motivo de esos parvulitos. Mas deben ser cuidados por ambos padres hasta que conozcan algún tanto la regla, y en ella han de ser instruidos, para que tanto los niños como las niñas se sientan atraídos al monasterio donde habrán de habitar. Vamos a mostrar el método llano de cómo deben ser alimentados los niños en el monasterio, si el Señor nos diere licencia. Ha de elegirse un despensero experimentado en bondad y paciencia por la conferencia de la comunidad, y debe estar libre de todo servicio del monasterio y del oficio de cocinero; de ese modo tendrá siempre a su cargo la despensa para atender a los niños, ancianos, enfermos y huéspedes; y, si el grupo fuere numeroso, se le concederá un joven para atender al mismo servicio, de modo que a la orden de éste se reúnan a sus horas oportunas los niños y reciban el alimento. Desde la Pascua santa hasta el 24 de septiembre comerán cada día cuatro veces. Desde el 24 de septiembre hasta el 1 de diciembre, tres veces. Desde el 1 de diciembre hasta la Pascua santa quedará al arbitrio del despensero. Pero, por otra parte, deben ser instruidos, de modo que sin la bendición y permiso no han de llevar nada a la boca. También los dichos niños han de tener su decano, que se cuidará de ellos más que nadie para observar la regla sobre los mismos y para ser advertidos siempre por él de que no hagan ni hablen nada prescindiendo de la regla y, desde luego, no caigan en mentira, hurto o perjurio. Por lo que, si fueren cogidos en alguno de los delitos predichos, sin demora han de ser castigados por su mismo decano con la vara. El despensero les lavará por sí mismo los pies y los vestidos y les enseñará con todo interés a aprovechar en la santidad, para que del Señor reciba todo el galardón; y siga las lecciones de la Verdad cuando dice: Dejad a los niños que se lleguen a mí; no se lo impidáis, pues de ellos es el reino de los cielos17.

VII. CÓMO DEBEN SER ATENDIDOS LOS ENFERMOS EN EL MONASTERIO

Los enfermos de cualquier enfermedad que adolezcan, han de residir en una sola casa y han de estar encomendados a un solo individuo apto para ello; y deben ser atendidos con tales servicios, que no echen de menos el afecto de los parientes ni las comodidades de la ciudad, sino que el despensero y el prepósito proveerán lo que fuere necesario. Por su parte, los enfermos deben estar advertidos con todo cuidado de que no salga de su boca ni la más pequeña ni ligera palabra de murmurador; al contrario, durante su enfermedad han de dar siempre gracias a Dios con incesante alegría de espíritu, suprimiendo toda ocasión de murmuración y con sincera compunción de corazón; el monje que les sirve en modo alguno llegue a molestarles. Por lo que si, como se ha indicado, saliere de su boca el escándalo de la murmuración, serán reprendidos por el abad y prevenidos de que no osen incurrir en otras faltas sobredichas, de modo que deba acusarlos el encargado de este ministerio.

VIII. CÓMO DEBEN SER GOBERNADOS LOS ANCIANOS EN EL MONASTERIO

Suelen venir al monasterio muchos novicios ancianos, y reconocemos que muchos de ellos prometen el pacto más por su forzosa debilidad que por miras religiosas. Cuando fueren descubiertas tales intenciones es preciso que se les increpe duramente, y, entre otros recursos, no deben hablar sino cuando fueren preguntados. Tiene, pues, éstos de por sí la manía de no dejar sus antiguos hábitos, y como de antes saben muchas cosas, suelen entretenerse en vanas palabrerías; y, si alguna vez son corregidos por algún monje espiritual, al instante estallan en cólera y son atacados por largo tiempo del morbo de la tristeza; y no desechan totalmente el maligno rencor. Y como caen con frecuencia y sin moderación en tal vicio, cuando les abandona la tristeza sueltan el freno a la habitual manía de charlar y reír; por eso han de ser admitidos en el monasterio con tal precaución, que no anden día y noche en parlerías, sino se ocupen en sollozos y lágrimas, en ceniza y cilicio, y se arrepientan de los pecados pasados con gemidos del corazón y no vuelvan a caer en aquello de que se han arrepentido; y todo lo que tuvieron de mala voluntad al pecar, deben tener de doblada intención al expresar su plena devoción. Ya que pecaron desenfrenadamente durante setenta o más años, por lo mismo es congruente que se repriman con estrecha penitencia. También el médico saja la herida tanto más profundamente cuando más gangrenada ve la carne. Estos tale, por tanto, deben enmendarse por una verdadera penitencia, de modo que si no quisieren, se les castigará sin demora con la excomunión. Por lo que si, amonestados catorce veces, no se enmendaren de ese vicio, deben ser conducidos a la asamblea de los mayores, y allí han de ser juzgados de nuevo; y, si no tuvieren voluntad de corregirse, serán expulsados. A aquellos ancianos, en cambio, que vemos son tranquilos, sencillos, humildes y obedientes, asiduos en la oración, que lloran tanto sus pecados propios como los ajenos, y consideran todos los días en peligro su vida, y tienen siempre en los labios a Cristo, y no están ociosos según sus fuerzas, y dependen no de su voluntad, sino de la de los superiores, y dejan completamente los afectos de la parentela y dan todo lo que poseen no a los suyos, sino a los pobres de Cristo, sin reservarse nada para sí mismos, y conservan el amor a Dios y al prójimo con su alma y fuerzas, y meditan día y noche en la ley del Señor, ordenamos que a éstos se les trate como a los niños, con piadosa compasión, y se les honre como a padres; por eso deben estar exentos del servicio de la panadería y de la cocina; y, libres del trabajo duro del campo, se dediquen al descanso, excepto algunos ligeros trabajos que se les pueden encargar con el fin de que no se quiebre antes de tiempo esa edad fatigada; los alimentos, empero, de su refección deben aderezarse de propósito por los hebdomadarios tiernos y blandos, y ha de suministrárseles moderadamente, por su debilidad de fuerzas, carne y vino. Y apara comer han de reunirse todo en una sola mesa. Se les ha de servir igual cantidad de alimento y bebida. En cuanto al vestido y calzado, se les proporcionará, de modo que sin necesidad de fuego les defienda del rigor del frío.

IX. CÓMO DEBEN VIVIR LOS QUE TIENEN ENCOMENDADOS LOS REBAÑOS DEL MONASTERIO

Los que están encargados de alimentar a los rebaños deben poner tanto cuidado sobre ellos, que no causen perjuicio a nadie en sus frutos, y deben ser tan vigilantes y hábiles, que no puedan ser devorados por las fieras, y deben impedir que se despeñen por precipicios y peñascos de los montes y pendientes inaccesibles de los valles, para que no rueden a los abismos. Y si, por incuria y descuido de los pastores, les acaeciere algún peligro de los predichos, arrojándose en seguida a los pies de los ancianos y deplorándolo como los pecados graves, cumplirán por largo tiempo el castigo correspondiente; y, terminado éste, recurrirán con súplicas a obtener el perdón; o, si son jovencitos, recibirán el castigo de azotes con vara para su corrección. Se han de encomendar a uno tan experimentado, que ya en el siglo hubiere sido apto para este oficio y tenga afición al pastoreo, de modo que nunca salga de su boca ni la más ligera murmuración. Pero además se le han de dar, para las diversas ocasiones, jóvenes que le ayuden a desempeñar el trabajo; y a este objeto se les dará vestido y calzado, cuanto sea preciso para su necesidad; y para este servicio habrá solamente uno de las cualidades que dijimos, y no tengan que preocuparse todos en el monasterio. Y, porque suelen murmurar algunos de los que guarda rebaños, y creen que no tienen ningún beneficio por ese servicio, ya que no se les ve en las reuniones orando y trabajando, deben prestar oídos a lo que dicen las reglas de los Padres y pensar en silencio, reconociendo los ejemplos de los antepasados y desmintiéndose a sí mismos, que los patriarcas apacentaron rebaños, y Pedro desempeñó el oficio de pescador, y el justo José, con el que estaba desposada la virgen María, fue herrero. Por ese motivo, éstos no deben descuidar las ovejas que tienen encomendadas, porque por ello logran no uno, sino muchos beneficios. De ellas se sustentan los enfermos, de ellas se nutren los niños, de ellas se sostienen los ancianos, de ellas se redimen los cautivos, de ellas se atiende a los huéspedes y viajeros, y además apenas tendrían recursos para tres meses muchos monasterios si sólo hubiese el pan cotidiano en esta región, más improductiva que todas las demás. Por lo cual, el que tuviere encargo de este servicio, ha de obedecer con alegría de ánimo y ha de estar muy seguro de que la obediencia libra de cualquier peligro y se prepara como fruto una gran paga, así como el desobediente se acarrea el daño de su alma.

X. QUÉ HAN DE OBSERVAR LOS ABADES

Lo primero, las horas canónicas; es decir, prima, cuando fueron enviados los trabajadores a la viña; tercia, cuando descendió el Espíritu Santo sobre los apóstoles; sexta, cuando el Señor subió a la cruz; nona, cuando exhaló su úl timo aliento. Vísperas, a lo que se refiere el canto de David: El alzar mis manos como sacrificio de la tarde18; la media noche, porque en esa hora se produjo el griterío de «He aquí que llega el esposo; salid a recibirle»19, para que en tal hora, cuando llegare el juicio, no nos sorprenda durmiendo sino en vela. El gallicinio, cuando Cristo resucitó de los muertos. Estas horas canónicas celebra sin interrupción la Iglesia católica, es decir, universal, de oriente a occidente. Por ello, los abades deben celebrarlas en sus monasterios, junto con toda la comunidad de monjes y plena voluntad, en medio de lágrimas y contrición de corazón, suprimiendo la ocasión de trabajo o de viaje. Y cuando se les ofreciere la necesidad de camino y advirtieren las horas señaladas, postrados enseguida en tierra, pedirán perdón al Señor; y no serán remisos en orar a sus horas especiales, es decir, la segunda, cuarta, quinta, séptima, octava, décima, undécima, de modo que se conforme con las siete y ocho palabras de Salomón: Da de lo tuyo a siete y aun a ocho, para que pueda ascender a la región del cielo, por medio del espíritu de la gracia septiforme, y por las ocho bienaventuranzas, y por el día de la resurrección, con paso libre, a través de la escala de Jacob, con la ayuda además de Cristo, por los quince peldaños. En segundo lugar, que al principio de cada mes se reúnan en un mismo lugar los abades de un territorio y celebren con diligencia rogaciones mensuales e imploren el auxilio del Señor para las almas de sus súbditos, pues deben estar seguros de que dará cuenta a Dios de las mismas en el terrible juicio tras exquisito examen. En tercer lugar han de disponer allí cómo deben vivir la vida diaria y cómo, custodiados por guardianes, han de volverse a sus celdas con buen ánimo. En cuarto lugar han de reflexionar los hechos pasados de los Padres consultando sus escritos, para que sepan por ellos qué deben obrar y tengan ante sus ojos pleno conocimiento dentro y fuera, antes y después, a fin de que, lo que no suceda, no vengan a caer en alguna herejía y se pierdan. Para esto, por tanto, en la reunión general de los monjes han de ser constantes siempre, como de la distribución de la tarea, en la equidad, de modo que, recodando el pasado, previendo el futuro y examinando el presente, no toleren el acicate de las herejías. En quinto lugar, han de vivir con todos en la única mesa cuando llegan los huéspedes y viajeros, porque de ellos dice el Señor: Fui huésped, y me recogisteis21. Sexto, deben los abades adquirir tales hábitos, que excluyan radicalmente de su espíritu toda ambición y avaricia. Si tal cosa no fuere un mal, no la hubiera llamado el Apóstol esclavitud de los ídolos, y bien sabemos que este veneno intoxica el alma del monje. Y no podrá verse libre totalmente de todo vicio quien se viere atado, como por una cadena, con tal hábito, y nunca se sentirá bien asentado en el amor de Dios y del prójimo. Porque todo lo que ambicionamos en el siglo, lo envidiamos, sin duda, a los prójimos; y de ahí que los Santos Padres, llenos del Espíritu Santo, para ser capaces de amar con perfección al Señor y al prójimo pusieron empeño en no poseer nada en este mundo. Y, porque no podemos estar sin alguna cosa, debemos tener aquello precisamente que nos duela cuando fuere necesario entregárselo al prójimo indigente, y no relajar nunca de la caridad para con Dios y del amor al prójimo el espíritu, cuya fortaleza en la caridad se elogia con sinceras palabras de la santa Iglesia cuando dice por el Cantar de los Cantares: Fuerte es el amor como la muerte22; el amor, pues, se compara al poder de la muerte, porque indudablemente mata radicalmente al alma una vez cautivada con el placer del mundo. Tales deben ser los abades para que puedan amar con perfección al Señor y al prójimo; deben tener los ojos libres de la perniciosa concupiscencia de este siglo, como los tuvo Adán en el paraíso antes del pecado.

XI.QUÉ DEBEN OBSERVAR LOS PREPÓSITOS EN EL MONASTERIO

Los prepósitos deben tener en sus manos toda la regla del monasterio, y han de ser elegidos de tales cualidades cuales distinguen a los abades, para que puedan ayudar a éstos a llevar las cargas del gobierno. Y los abades reclamarán como cosa propia suya el que distribuyan los alimentos o vestidos que de ellos recibieren. Pero, excepto el caso de la llegada de monjes y de enfermedad, no han de pretender los abades comer viandas más exquisitas, sino las mismas que los monjes. Los prepósitos por su parte se encargarán de todos los bienes del monasterio para administrarlos, y, si cualquiera de los siervos pidiere algún alimento al abad o por cualquier otro motivo, proveerá el prepósito lo debido, de modo que el abad no tenga ningún trabajo, excepto lo que hemos dicho antes que ha de desempeñar con todo interés. Tanto el abad como el prepósito tendrán competencia en causa de excomunión. De lo que se gastare cada mes dará cuenta a su abad al principio de cada uno; y cumplirá esto con temor y sencillez y verdadera humildad de corazón, como si rindiera cuantas al Señor; y en lo que hiciere dependerá siempre de la voluntad del abad. No se tomará nada llevado de su audacia, para que, lo que no suceda, no caiga en la enfermedad de la vanagloria, y ande siempre como discreto y no como pródigo administrador dentro de la familia de Cristo, y como piadoso y óptimo dirigente, siguiendo además la enseñanza del Evangelio, es decir, las palabras del Señor: ¿Quién crees es fiel y previsor servidor puesto por el dueño al cargo de su familia para que les proporcione el alimento oportuno? Feliz servidor al que encontrare el dueño, cuando viniere, con tales obras; os digo en verdad que a éste lo colocará sobre toda su hacienda23.

XII. QUÉ DEBEN OBSERVAR LOS DECANOS

Los decanos constituidos al frente de las decanías deben emplear tanta solicitud para con los monjes que tienen encomendados, que no hagan éstos su propia voluntad. No han de hablar sino preguntados; no harán nada a su talante, sino con obediencia. No han de ir a otro lugar sino por mandato; deben tener respeto a los superiores como a señores, amarlos como a padres, cumplir las órdenes que recibieren de ellos. Han de admitir como saludable para ellos todo lo que les mandaren, si lo cumplieren sin murmuración, con alegría y silencio, puesto que dice Moisés: Escucha, Israel, y calla24. Soportad unos las cargas de los otros25; y nadie ha de juzgar a otro, nadie murmure de otro, porque está escrito: Todo detractor será arrancado de raíz26. Unos han de recibir de otros lo que no tienen; unos aprenderán de otros humildad; unos de otros, caridad; unos de otros, paciencia; unos de otros, silencio; unos de otros, mansedumbre. Deben comer sin quejas lo que les pusieren. Se vestirán lo que recibieren. No han de ocultar los monjes a los decanos los pensamientos de cada día, pues los decanos han de ser para ellos como sus directores y guardianes, que han de dar al Señor cuenta de ellos. Han de prevenir los descuidos de todos y deben tener potestad de corregir, y lo que ellos no pudieren enmendar, no han de tardar en acusarlo al prepósito. Y ellos, junto con los prepósitos, tratarán esto tan severa y prudentemente, que no tengan que inquietar en modo alguno a sus abades, fuera del caso en que ambos no pudieran llevarlo adelante. Y en estos empeños, unos han de guardar tanta sumisión a los otros, que nadie ofenda a otro nunca, sino que unos se apoyen en los otros como en una tarea común; esto es, los jóvenes en los decanos, los decanos en los prepósitos, los prepósitos en los abades; unos sosteniendo a los otros, como las piedras sillares en el muro, según el testimonio del Apóstol, como se dijo arriba: Unos sostened las cargas de los otros; así se cumplirá la ley de Cristo27.

XIII. EN QUÉ DÍAS DEBEN REUNIRSE EN CONFERENCIA LOS MONJES

Todos los decanos han de ser prevenidos por sus prepósitos de que todos los monjes, desde el último al primero, se reúnan en un mismo lugar, en el monasterio, los domingos, de modo que antes de la misa solemne sean preguntados solícitamente por el abad si alguno siente acaso odio contra otro o se ve aquejado por el dardo de la malicia, para que el veneno interno no brote abiertamente al fin a la superficie de la piel, y aparezca entre los frutos de las palmas la amargura de la mirra; por tanto, primeramente los abades con sus prepósitos y decanos se examinarán a sí mismos, y con el mismo módulo juzgarán a sus súbditos jóvenes, y arrancarán radicalmente de su corazón todo fermento de malicia en los días predichos. Suelen algunos tener solicitud por sus mujeres e hijos, y aun por cualesquiera parientes, como movidos por piedad, y muchos que no están en tales circunstancias, están solícitos por el alimento. Otros, en cambio, se consumen por dentro por la dolencia de la tristeza, y como el vestido por la polilla, así son devorados interiormente por la ambición de sus aspiraciones, y vienen a parar, con el cáncer del rencor, en la desesperación. Otros, empero, se ven excitados vehementemente por el espíritu de fornicación, y con frecuencia, impulsados por tal aguijón de la carne, mientras están cegados por la mirada interior, son arrastrados como cautivos sujetos con cadenas de perdición. Otros, hinchados por el espíritu de pereza, piensan entregarse a la ociosidad y al sueño, y se ocupan en parlerías curiosas; y lo que es peor, se disponen a marchar de su propio monasterio. Otros están atravesados por el dardo del engreimiento y vanagloria en diversas regiones; y quienes, defendiendo otros intereses y poniendo por las nubes los propios, en tanto que pretenden parecerse a los pobres de Cristo, vienen a caer todos ellos en esos vanos pensamientos, y, como si no hubieren recibido nada de Dios, se envanecen de su propias fuerzas; y, si no encuentran aduladores, ellos mismos se ensalzan a sí propios. Otro se jacta de la nobleza de su genealogía y linaje; otro, de sus padres; otro, de sus hermanos; otro, de sus parientes; otro, de sus primos, consanguíneos e ilustres; otro, de sus riquezas; otro, de la hermosura de su juventud; otro, de su valor en la guerra; otro, de sus viajes por diversas tierras; otro, de su habilidad artesana; otro, de su sabiduría; otro, de su persuasiva elocuencia; otro, de su silencio; otro, de su humildad; otro, de su caridad; otro, de su dadivosidad; otro, de su castidad; otro, de su abstinencia; otro, de la frecuencia de oraciones; otro, de las vigilias nocturnas; otro, de la obediencia; otro, de la renuncia de sus bienes; otro, de sus lecturas; otro, de sus escritos; otro, de la voz para cantar. Todas estas jactancias que hemos descrito, en tanto que cada uno trata a veces de ellas sin freno y sin mandárselo, otras tantas caen en el engreimiento de la vanagloria. Y, cuando se esfuerzan por defender lo que afirman, desde su misma enfermedad se precipitan en la soberbia. Por esta causa, pues, se nos manda continuamente asistir a la asamblea de los monjes, y no interponer más de siete días, y enmendar todos los domingos las costumbres viejas y los vicios en los que fuere sorprendido cada cual, y debe luchar contra el defecto en el que conociere tener que batallar. Debe manifestar sin reparo al que lo padece el defecto que quizá es captado por otros. Y, si no lo hiciere, no vaya a creer que ha espantado al diablo ni se considere vencedor, sino vencido. Pero, si lo manifestare y se corrigiere por el arrepentimiento o los azotes, en seguida lanzará y precipitará al enemigo al foso.

XIV. CÓMO LOS ABADES DEBEN TENER SOLICITUD POR LOS EXCOMULGADOS

Cuando alguno es excomulgado por una culpa, debe ser aislado en una celda obscura a sólo pan y agua, de modo que a la tarde, después de la cena de los monjes, reciba medio panecillo y no toda el agua que quiera. Este alimento ha de ser exsuflado por el abad, no bendecido. Se ha de estar sin ningún consuelo o conversación de los monjes, fuera del que el abad o el prepósito ordenare que hable con él. El excomulgado, vestido con una capa raída o semidesnudo con un cilicio y descalzo, cumplirá los trabajos del monasterio. Si la excomunión fuere de dos o tres días, enviará el superior que lo excomulgó a uno de los mayores, considerado por él como de buena conducta, para que lo increpe con palabras afrentosas, que no ha venido por motivos religiosos, ni por amor de Cristo, ni por temor del infierno, sino para causar desorden entre los monjes sencillos. Si sobrellevare estas afrentas con paciencia y no saliere de su boca ninguna palabra iracunda ni murmuración y se viere la sencillez y humildad de espíritu, referirá al abad el increpante, sin cambiar las palabras, lo que hubiere observado en él. El abad por su parte estudiará atenta y prudentemente si tiene una paciencia real o aparente, para poder reconciliarse por medio de ella con la caridad de los monjes. Por segunda vez enviará un anciano de experimentada virtud, y no dará crédito fácilmente a lo que oyó la primera vez; y después que por tercera vez hiciere lo mismo, y fuere increpado con semejantes injurias, y perseverare el excomulgado en la prometedora paciencia de antes, y el abad aprobare con tres testigos tal conducta, ordenará que sea sacado, y, una vez presentado, le increpará él mismo ante la asamblea. Y, una vez que hubiese sido puesto a prueba de tal forma por cuarta vez y dado muestras de humildad y resultare fuerte como el hierro, entrará a continuación en la iglesia, y, llevando el ceñidor en las manos, se echará con lágrimas a los pies del abad y de los monjes. Luego, adelantándose de rodillas con sollozos y gemidos, el pobre merecerá recibir el perdón de todos, y se le amonestará que no cometa en adelante tales culpas de las que tenga que arrepentirse. Tras esto, recibiendo el ósculo del abad, será admitido en su puesto. Si, por otra parte, como arriba dijimos, algún excomulgado se mostrare quejumbroso o murmurados en el primer interrogatorio y defendiere su opinión con soberbia o terquedad, y el superior supiere esto manifiestamente, quedará excomulgado por tres días, de modo que nadie hable con él. Mas si, siendo interrogado por tercera vez, manifestare la soberbia de que hemos hablado, quedará recluido en prisión hasta que deponga toda la altanería de su orgullo. Y si perdurare obstinadamente en el mal y no se arrepintiere de buena gana, y persistiere una y otra vez en su contumacia y murmuración abiertamente contra el superior y los monjes a la vista, y tratare de defenderse con la ayuda de sus parientes, conducido a la asamblea, será despojado de los vestidos de monje y se le vestirá con las prendas seglares que había traído tiempo atrás; y será expulsado del monasterio con la señal de la vergüenza, para que los demás se enmienden en cuanto quizá sólo aquel delincuente es corregido con tal castigo.

XV. CÓMO DEBEN GUARDARSE LOS MONASTERIOS DE VARONES Y MUJERES

Determinó la santa regla común que los monjes no puedan habitar con las hermanas en el mismo monasterio. Tampoco han de tener un oratorio común, pero ni el mismo recinto o morada, aunque por grave necesidad podrán estar en un sitio común. Suprimida toda excusa de ocasión, han de comportarse de tal manera, que los monjes nunca tengan licencia de comer en una misma sala o convite con las monjas que tienen encomendadas a su cuidado. Tampoco practicarán el trabajo que les impone la obediencia en un obrador común, sino que, si se diere el caso de un enfermo, mantendrán la separación de recintos establecidas, y ambos se portarán como buenos observantes con tan gran silencio, que no se intercambien palabras una clase con otra entre ellos, excepto el rezo y el canto; o por lo menos ambos tendrán los gemidos y suspiros con los suyos propios; debe haber allí tan gran precaución cuanto interés tiene el ladrón nocturno en matar a Cristo en nuestra alma, y deseo de degollar no los cuerpos, sino las almas. Por lo cual establecemos con tal cautela la siguiente regla: que nunca entren en conversación uno solo con una sola. Y, si lo hicieren, deben saber que rompen las leyes de los padres y se clavan en lo vivo del corazón una saeta mortal. Por ello se pierde la vida del paraíso y logra la perdición con el suplicio del infierno. Creedme, no puede habitar sinceramente con el Señor quien se junta a cada paso con mujeres, pues por la mujer se apoderó la serpiente, es decir, el diablo, de nuestro primer padre; y, porque obedeció no al Señor, sino al diablo, sintió al instante el acicate de la carne; y por lo mismo, pues, sentimos esta pasión los hijos, y sabemos que, apresados por ella nuestros padres, fueron privados de las delicias del paraíso. Hay, por tanto, que vigilar en torno y orar incesantemente, y huir con todas las fuerzas, para no dejarnos cazar por tal trampa de nuestra sensualidad. Así que nunca uno solo con una sola; aunque se tropiecen en un viaje, no deben conversar. Ninguna debe ser enviada a otra parte sola, sino con una compañera. En consecuencia, si alguno fuere sorprendido conversando solo con una en los casos señalados antes, será azotado, expuesto al público con cien golpes. Y el que pretenda poner tales actos en práctica, será amonestado a prevención. Y, si se comportare abusivamente contra los preceptos monásticos y reincidiere por segunda vez en tal culpa, se le encerrará en la cárcel después de azotado, o, si no quisiere enmendarse, será expulsado fuera.

XVI. QUÉ MONJES DEBEN HABITAR CON MONJAS EN EL MISMO MONASTERIO

Mandamos que en el monasterio de monjas habiten los monjes lejos de las celdas; y éstos han de ser pocos y perfectos, de modo que de entre muchos se elegirán aquellos bien experimentados que casi hubieren envejecido desde bastante tiempo en el monasterio, a quienes siempre les recomendó su vida casta y a quienes los cargos de acusación no les obligaron a quedar fuera de la iglesia como excomulgados. Por tanto, deben habitar en el monasterio de vírgenes aquellos que o bien deban cumplir algún servicio de carpintería, o bien deban preparar a los monjes que llegan de hospedaje, y han de ser como guardianes de esos vasos en cuanto a los jóvenes de ambos sexos. Las monjas no tendrán autorización alguna para salir; y sin la bendición de la abadesa no deben buscar después ocasión en manera alguna de dar el ósculo de paz o hablar con los varones. Y, si obraren de otro modo, quedarán sujetas a la regla.

XVII. CUÁL DEBE SER LA COSTUMBRE DE SALUDAR EN EL MONASTERIO DE VARONES Y MUJERES

Cuando se presentare la ocasión de que llegare al monasterio de monjas, procedente de un monasterio de varones, algún abad o monje, como hay costumbre de saludar, mandamos que no las salude individualmente una a una, sino primeramente a la abadesa, y después se les presentará toda la comunidad para saludarles. Y decimos esto para los monjes que vienen de lejos, no para los que habitan en los territorios vecinos. Y, cuando llegare el momento de volver a la propia casa, despedirán a la abadesa y a sus monjas los dichos monjes huéspedes, como al principio, en común. Mandamos que se tenga permiso de saludar las dos veces, y aun esas veces con gran recato y cautela, como si el Señor común de ambos y esposo de aquéllas, Cristo, estuviera personalmente presente como juez. Cristo, estuviera personalmente presente como juez. Cristo es celoso; no quiere convertir su casa en casa de negocio. Además, ordenamos la práctica siguiente: que, si se reunieren en la misma conferencia para escuchar la palabra de salvación monjas y monjes, no se sentarán las monjas junto a los varones, sino ambos sexos ocuparán coros separados. Ningún abad o monje se atreverá además en ninguna parte, sin autorización de los superiores, a dar un ósculo a un mayor, ni volver la cabeza, como por acuerdo, al coro de las monjas; ni se atreverá una mujer a poner las manos en la cabeza o en el vestido de un monje para estirarlo. Y, si algún monje procedente de lejos o de su propio monasterio enfermare, no tratará de encamarse en el monasterio de monjas, no vaya a quedar aliviado en el cuerpo y enfermo en el espíritu. Y, como afirma el bienaventurado Jerónimo, «te sirve con peligro aquella cuyo rostro siempre miras».

Por tanto, pues, mandamos que todos los monjes enfermos yazgan en monasterio de varones, y ordenamos que ni la madre, ni hermana, ni esposa, ni hija, ni pariente, ni extraña, ni criada, ni cualquiera otra clase de mujer sirvan a los varones durante su enfermedad. Pero, si sucediere que alguna de las precitadas mujeres fuese enviada por la abadesa con algunas medicinas, no podrá visitarlo sin el enfermero ni quedarse junto a él; lo mismo mandamos acerca de los varones. Nadie debe confiar en su castidad pasada, porque ni podrá ser más santo que David ni más sabio que Salomón, cuyos sentimientos fueron maleados por mujeres. Y para que nadie se fíe de su castidad en razón del parentesco, debe recordar que Tamar fue violada por su hermano Amnón, que se fingió enfermo. Por lo cual los monjes y monjas deben vivir con tal castidad, que conserven la buena fama no sólo ante Dios, sino también ante los hombres, y dejen a los sobrevivientes ejemplos de santidad.

XVIII. QUE NO HAN DE ADMITIRSE EN EL MONASTERIO SINO A LOS QUE SE DESPOJARON RADICALMENTE DE TODA POSESIÓN

Tenemos averiguado por monasterios poco cautos que aquellos que ingresaron con sus bienes, entibiados después, buscan con gran infamia y vuelven al siglo que dejaron, como perros al vómito, y tratan de arrancar, junto con sus parientes, lo que habían llevado al monasterio, y acuden a los jueces seglares, y devastan con gente de armas los monasterios, y vemos que por un solo culpable son perturbados muchos sencillos; por lo cual ha de preverse con diligencia y discernir con toda prudencia que no sean admitidos esos tales, porque no vienen por amor de Cristo, sino atemorizados por la proximidad de la muerte y apremiados por la angustia de la enfermedad; no inducidos por amor al cielo, sino solamente por temor al castigo de infierno. De éstos dice el Apóstol: El que teme no es perfecto en la caridad, porque el temor lleva el castigo, pero la caridad perfecta echa fuera el temor28. Estos no son discípulos de Cristo, y no deben ser buscados en la iglesia, sino se hallarán entre los miembros del anticristo. No son moradores de la tierra prometida ni auténticos israelitas, sino prosélitos llegados de lejos; pero ni fueron leales a sus hermanos ni valientes en la pelea. A éstos sabemos que los rechazó en tiempos pasados el Señor, según el Levítico, y les prohibió que continuaran la guerra: Si alguno, dice, es de corazón cobarde, no salga a la guerra; váyase y vuélvase a su casa, no sea que contagie su miedo a sus hermanos, como él de por sí está atemorizado29. De los mismos dice la Verdad en el Evangelio: ¡Qué difícil es a los que tienen dinero entrar en el reino de los cielos!30 Nada, pues, de sus anteriores bienes puede recibirse en el monasterio donde solicita ingresar, ni un solo denario, sino él por su propia mano debe distribuir todo a los pobres, y, puesto a prueba después, será introducido en el monasterio bajo regla, y durante un año íntegro debe ser probado por todos los monjes de propósito con insultos; después que fuere probado y resultare obediente en todo, no blando como el plomo, sino que persistiere duro como el acero, será despojado de los vestidos seculares y vestido de las prendas de religioso del monasterio, y se consignará su nombre en el pacto con los monjes y vivirá observante entre los monjes como auténtico monje.

XIX. QUÉ DEBEN OBSERVAR EN EL MONASTERIO LOS QUE HUBIEREN COMETIDO PECADOS MUY GRAVES EN EL SIGLO

Es nuestro deseo que los que tienen conciencia de haber delinquido en culpas y delitos muy graves, primeramente se sometan al yugo de la regla, trabajen en el monasterio bajo la dirección de un abad muy experimentado y manifiesten a un anciano, como a médico espiritual, sus pecados pasados, y así como pecaron públicamente, darán muestras de arrepentimiento públicamente, y no volverán a cometer más aquello de lo que tengan temor del castigo, amor al reino, esperanza de la misericordia, y no desesperen nunca, porque queda para lo último de la vida justificar o condenar, pues está escrito: El juzgará lo último de la tierra31. A cada uno al fin lo justifica o condena el Señor; y Él examina el fin de todos, para que ni el pecador desespere del perdón, si llora de verdad, ni el justo confíe en su propia santidad. Nada importa que alguien privado hoy del reino, excluido del poder político, constreñido por los grillos, esté hoy encerrado en la cárcel. Del mismo modo, nada impide el que alguien sea sacado hoy de la cárcel y se le otorgue la dignidad real. Nadie le imputa la suciedad de la cárcel, sino solamente se alaba lo que merece admiración en él; así, nada aprovecha al justo vivir bien y acabar mal la vida. Del mismo modo, es un gran beneficio para el pecador volver al arrepentimiento, vivir mal antes y después acabar bien; y no creemos que el juez impute a nadie los pecados pasados, que a cada cual se le corona o se le condena cual es al final y, aunque haya delitos graves, no se ha de desesperar de la misericordia de Dios. Bien sabemos que los publicanos y pecadores, sin mérito alguno previo, que habían de ser condenados por la justicia del futuro, fueron rescatados, mediante breve arrepentimiento, por la misericordia gratuita; pero no se ha de atender en ellos tanto la cantidad de tiempo cuanto de dolor. Por tanto, cada cual ha de tener arrepentimiento proporcionado a la cualidad de las culpas, de modo que en el delito en que uno se reconoce culpable es preciso observar sobre tal delito la primera de las normas de los cánones: «En la ley existe que será dirimido por sentencia del juez quién a quién, en qué grado infirió perjuicio, o causó herida, o produjo represalia, y al arbitrio de éste se tasará la cantidad de dinero, para que el poderoso por la cualidad de su persona, no vaya a condenar al oprimido, y el que debía incurrir por sanción legal en un perjuicio de cien, pague la tercera parte, lo que corresponde a los hijos». Sin duda, nosotros, siendo esclavos del pecado, por la misericordia de Dios y sin mérito alguno precedente por nuestra parte, fuimos hechos hijos de la justicia, y queda al arbitrio del juez misericordiosísimo la deuda de nuestro pecado por la innumerable cantidad de pecados, opone el mayordomo, que dejó la deuda rebajada de cien medidas de aceite a ochenta, y de cien de trigo en cincuenta, y vio en seguida que era elogiado por su propio señor. Así, ingresaron en los monasterios muchos que sobrepasaron, por la enormidad de sus crímenes, el número a quienes los santos cánones acostumbraron a imponer penitencia fuera de la iglesia y a quienes les negaron la comunión, excepto al fin de la vida; nosotros, sin embargo, que hemos sido consolados en nuestra pequeñez por la misericordia del Señor, para que, angustiados por honda tristeza, no perezcan desesperados, atendemos, de entre los muchos años, a un corto número; y lo reconciliamos tan pronto como lo hemos comprobado que se apoyaba en el arrepentimiento y humildad, porque también el médico suspende la incisión del enfermo cuando advierte que puede ser curado con medicinas. Ordenamos que se le den tales alimentos, que ni fomenten la lascivia ni mortifiquen en exceso al cuerpo. Mandamos, sin embargo, que se les prive de carne, sidra o vino; y si, por enfermedad o avanzada ancianidad, o al menos por alguna necesidad, fuere manifiesta su debilidad, lo dejamos al arbitrio y facultad de los superiores. Ordenamos que se les entregue un vestido de cilicio, en cuanto, excitados por éste, como cabritos de la izquierda, tengan siempre presentes sus pecados. Mandamos, con todo, que se tenga lecho de piel o de psiato, en el latín se dice estera, o al menos de pajas delgadas, si no hay ninguno de éstos, excepto los enfermos y los de mucha edad, de modo que sean atendidos éstos al arbitrio del abad. Hemos consignado estas prescripciones anteriores para que comprendáis que todos y cada uno llega a la verdadera salud por el arrepentimiento digno y la humildad no fingida. Amén.

XX. QUÉ DEBE OBSERVARSE CON LOS MONJES QUE POR ALGÚN VICIO DESERTAN DE SU PROPIO MONASTERIO
[De los fugitivos]

Cuando alguien se fugare por un vicio del monasterio, no será recibido en otro ni por afecto de humanidad ni por ósculo de paz, sino que sin tardanza será devuelto, con las manos atadas a la espalda, a su propio abad. Pero, si hubiere vuelto al siglo y, apoyado por sus parientes, se alzare con ellos a la rebelión y amenazare al monasterio, también ellos con él han de ser expulsados oficialmente de la asamblea de los laicos, y quedarán separados de toda reunión de cristianos; y, si los laicos lo recibieren en su sociedad y junto con él se desataren en afrentas contra el monasterio, todos serán expulsados de nuestra iglesia, y no quedarán ligados con nosotros por ningún vínculo de caridad hasta que reconozcan la verdad y, juntándose a nosotros y reparando las injurias de la iglesia, se porten con la debida sumisión. Si al fin los apóstatas fueren expulsados por todos y, sin lugar fijo y sin seguridad, anduvieren de acá para allá, pidieren volver al monasterio forzados por la necesidad, serán conducidos a la asamblea de los ancianos y sometidos a prueba, como vasos de alfarero en el horno; y, cuando hubieren sido probados, serán restituidos a su monasterio y admitidos, no en el anterior, sino en el último asiento. Para todos sea, sea.

REGLA COMÚN O REGLA DE LOS ABADES

PACTO

En el nombre del Señor empieza el pacto

En el nombre de la santa Trinidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, lo que creemos en nuestro corazón lo confesamos también de palabra; creemos en el Padre, no engendrado; en el Hijo, engendrado; en el Espíritu Santo, que procede de ambos; que sólo el Hijo tomó carne de una virgen y bajó al mundo por la salvación de todos los que creen en Él, y que nunca se separó del Padre y del Espíritu Santo. Porque Él dijo: Yo y el Padre somos una sola cosa;2 y: El que me tiene , tiene también al Padre, y el que me ve, ve también al Padre3; y asimismo dijo: El cielo es mi trono, y la tierra escabel de mis pies. En el cielo, los ángeles adoran a toda la Trinidad, y en la tierra, el Señor predica a los hombres con estas palabras; Id, vended todo lo que poseéis y dadlo a los pobres; y venid, seguidme5; y en otro lugar: Si alguien quiere venir tras de mí, niéguese a sí mismo y levante su cruz y sígame6; y en otro lugar: Quien estimare al padre o a la madre, a la mujer, a los hijos, o a todos los que pasan con el mundo, más que a mí, no es digno de mí; y en otro pasaje: Quien no aborrece a su vida por mi causa, no es digno de mí; y: Quien perdiere la vida por mí, la encontrará en la vida eterna8. Por eso, es mejor, mucho mejor, hollar el mundo, obedecer a Cristo, cumplir el Evangelio, poseer la vida bienaventurada con los santos ángeles para siempre por todos los siglos. Por eso, encendidos en el fuego divino, he aquí que todos los que hemos de suscribir abajo entregamos nuestras almas a Dios y a ti, señor y padre nuestro, para que, según la enseñanza y norma de los apóstoles y tal como sancionó la autoridad de los padres precedentes, habitemos en el mismo monasterio, siguiendo los pasos de Cristo y tus lecciones. Y todo lo que quisieres anunciar, enseñar, impulsar, increpar, mandar, excomulgar según la regla o enmendar para la salud de nuestras almas, con corazón humilde, sin ninguna arrogancia, con toda adhesión y ardiente deseo, con la ayuda de la gracia divina, sin excusa y con el favor del Señor, todo lo cumpliremos. Si con todo, alguno de nosotros, protestando contra la regla y tu mandato, resultare contumaz, desobediente o calumniador, entonces tendremos potestad de reunirnos todos en asamblea y, después de leer ante todos la regla, probar oficialmente la culpa; y cada uno y todos, convicto de su responsabilidad, aceptará los azotes o excomunión en proporción a la consideración de la culpa. Asimismo, si alguno de nosotros, a una con sus padres, hermanos, hijos, parientes y afines, o al menos con un monje cohabitante, tramare un designio contra la regla ocultamente, estando tú, sobredicho padre nuestro, ausente, deberás tener potestad contra todo el que atentare tal delito de que durante seis meses, vestido de una capa raída o de cilicio, desceñido y descalzo, a sólo pan y agua, practique en una celda obscura excomulgado cualquier trabajo. Si con todo, alguno no quisiere cumplir ese castigo con dócil voluntad, recibirá, tendido y desnudo, setenta y dos azotes; y después de dejar el hábito del monasterio, vistiendo el vestido roto de que se despojó al ingresar, será expulsado del monasterio con manifiesta vergüenza. Y decimos esto tanto de los varones como de las mujeres. Prometemos también a Dios y a ti, nuestro padre, que, si alguno pretendiere pasar a habitar otros parajes sin la bendición de los monjes y sin tu orden, por vicio, tengas autoridad de contrarrestar la temeraria voluntad de quien intentare tal cosa y reducirlo a la pena de la regla una vez apresado con los guardias de los jueces; y, si alguno pretendiere defenderlo, fuere obispo o de un orden inferior, o lego, y tratare de retenerlo en su casa después de escuchar tu advertencia, quedará en comunicación con el diablo y en participación con Judas Iscariote en el infierno; y en el siglo presente quedará excomulgado de toda reunión de cristianos y no recibirá el viático ni al fin de la vida quien así obrare.

Por nuestra parte, te representamos a ti, señor nuestro, que, si pretendieras, lo que al menos no puede creerse y lo que Dios no permita que suceda, tratar a alguno de nosotros injustamente, o con soberbia, o con ira, o tener predilección por uno y despreciar a otro con odio, a uno mandar con imperio y a otro adular, como hace el vulgo, entonces tengamos también nosotros potestad, concedida por Dios, de presentar queja sin soberbia ni ira a nuestro prepósito por cada decanía, y el prepósito de besarte humildemente los pies a ti, señor nuestro, y manifestar en cada caso nuestra queja, y tú deberás escuchar pacientemente, y humillar la cerviz en la regla común, y corregirte y enmendarte; y si en manera alguna quisieres corregirte, en ese caso tengamos también nosotros potestad de excitar a los demás monasterios, o por lo menos de convocar a nuestra conferencia al obispo que vive bajo regla, o al conde católico defensor de la Iglesia, para que en su presencia te corrijas y cumplas la regla aceptada, y nosotros seamos discípulos sujetos o hijos adoptivos humildes, obedientes, en todo lo que se debe, y tú, en fin, nos ofrezcas puros a Cristo sin mancha. Amen. Estos son los nombres de los que cada uno firmó por su mano o puso su signo en este pacto. Esto es, fulano, fulano, o fulana y fulana.

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