La Regla de San Agustín
La Regla de San Agustín es un conjunto de normas que Agustín de Hipona, conocido como San Agustín, redactó para organizar la vida de la comunidad cuando fundó el monasterio de Tagaste, en el norte de África. Este texto es considerado imprescindible para entender la historia monástica y ha influido en diversos movimientos medievales de canónigos regulares y mendicantes.
Características
La Regla de San Agustín está compuesta por ocho capítulos y cuarenta y siete normas para vivir amando a Dios en comunidad. Algunos de los temas principales que aborda son la caridad, la pobreza, la oración, las formas de ascetismo, la castidad, la custodia mutua y la importancia de no considerar nada como propio.
El ideal de la Regla de San Agustín es la primera comunidad cristiana de Jerusalén, tal como la describen los Hechos de los Apóstoles 4, 32: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era común entre ellos». San Agustín intentaba revivir este ideal en su tiempo.
Momento histórico
La Regla de San Agustín fue escrita entre los años 391 y 400, según los historiadores. La autoría de San Agustín está avalada tanto por la historia de la transmisión del texto como por los testimonios internos del mismo texto de la Regla, particularmente los testimonios lexicológicos y los concernientes al uso y a la versión de los textos bíblicos.
Utilidad
La Regla de San Agustín fue adoptada por numerosas comunidades religiosas a lo largo de la historia. Los primeros canónigos victorinos adoptaron la Regla en 1113, y en 1120, Norberto de Xanten eligió la Regla de San Agustín al fundar la Orden Premonstratense. También fue adoptada por Juan de Matha en 1198 al fundar la Orden Trinitaria y fue aceptada como una de las reglas aprobadas de la iglesia en el Cuarto Concilio de Letrán (1215).
Curiosidades
A pesar de su importancia e influencia en la historia monástica, la Regla de San Agustín no es mencionada en las Retractationes de San Agustín ni en la lista de libros que ofrece su primer biógrafo, San Posidio. Además, la Regla estuvo ensombrecida durante más de tres siglos por otras reglas, particularmente la de San Benito, antes de reaparecer en el siglo XI en Europa como base para la reforma de monasterios y capítulos catedralicios.
En resumen, la Regla de San Agustín es un texto fundamental en la historia monástica que establece normas y principios para la vida en comunidad, basándose en el ideal de la primera comunidad cristiana de Jerusalén. A lo largo de los siglos, ha sido adoptada por diversas órdenes religiosas y ha influido en la organización y prácticas de la vida monástica en Europa occidental.
Regla de San Agustín
1. Ante todas las cosas, amadísimos hermanos, amemos a Dios y después al prójimo
porque estos son los principales mandamientos que se nos han dado.
2. Esto es lo que mandamos que observéis los que residís en el monasterio:
CAPÍTULO PRIMERO
Búsqueda de Dios en comunidad
3. Ante todo, que habitéis unánimes en la casa (cf. Sal 67,7) y tengáis una sola alma y un solo corazón (Hch 4,32) en camino hacia Dios. Este es el motivo por el que, deseosos de unidad, os habéis congregado.
4. No consideréis nada como propio, sino tenedlo todo en común. En cuanto al alimento y al vestido (cf. 1Tm 6,8), que os lo distribuya a cada uno vuestro Prior (Se opta por «Prior» no por «Superior» porque responde mejor al significado de praepositus.) , no con criterios de igualdad, porque no todos tenéis idéntica salud, sino conforme a la necesidad de cada cual. Pues así leéis en los Hechos de los Apóstoles: Tenían todas las cosas en común y se distribuían a cada uno según su necesidad (Hch 4,32.35).
5. Quienes tenían algún bien en su vida secular acepten de buen grado que sea común al entrar en el monasterio.
6. Quienes, por el contrario, no tenían nada no busquen en el monasterio lo que no pudieron poseer fuera. Sin embargo, si se encuentran débiles, déseles lo que sea menester, aunque su pobreza, cuando se hallaban en la vida secular, no les permitiese obtener lo necesario. Sólo que ellos no se consideren felices por haber encontrado un alimento y un vestido tales que fuera no podían conseguir.
7. Y no se les suban los humos por verse asociados a quienes fuera no se atrevían ni a acercarse. Lo que deben tener en alto es, más bien, su corazón, sin buscar vanidades terrenas (cf. Col 3,1-2); no sea que los monasterios comiencen a ser útiles para los ricos y no para los pobres, si en ellos los ricos se vuelven humildes y los pobres orgullosos.
8. A su vez, los que eran tenidos en algo en la vida secular (cf. Ga 6,3) no menosprecien a sus hermanos que llegaron a dicha santa comunidad desde una condición de pobreza. Al contrario, encuentren mayor motivo de honra por formar comunidad con hermanos pobres, que por la categoría social de sus padres ricos. Tampoco se muestren altivos por haber aportado a la vida común una parte de sus bienes, ni les haga más soberbios el hecho de compartir sus riquezas en el monasterio que el disfrutarlas en la vida secular. Pues cualquier otra clase de maldad se ejercita en producir obras malas; en cambio, el orgullo acecha incluso a las obras buenas para hacer que perezcan. Y ¿qué aprovecha distribuir las riquezas en beneficio de los pobres y hacerse pobre, si el alma desdichada, al despreciarlas, se hace más soberbia de lo que era poseyéndolas? (cf. 1Co 13,3).
9. Así, pues, vivid todos en unidad de alma y corazón y honrad los unos en los otros a Dios (cf. 1Co 15,6), de quien os habéis convertido en templos (cf. 2Co 6,16).
CAPÍTULO SEGUNDO
Oración
10. Sed asiduos a las oraciones (cf. Col 4,2; Rm 12,12) en las horas y tiempos establecidos.
11. En el oratorio, nadie haga sino aquello para lo que ha sido hecho, de donde ha recibido el nombre. De modo que si acaso hubiera algunos que, teniendo tiempo, quisieran hacer oración también fuera de las horas fijadas para ella, no se lo impida quien juzgue que allí debe hacerse otra cosa.
12. Cuando oréis a Dios con salmos e himnos, sienta vuestro corazón lo que proferís con la voz.
13. Y cantad sólo aquello cuyo texto mismo indica que ha de cantarse; lo que no fue escrito para ser cantado, no lo cantéis.
CAPÍTULO TERCERO
Salud y austeridad
14. En cuanto la salud lo permita, someted vuestra carne con ayunos y abstinencia en la comida y la bebida. Pero, si alguno no puede ayunar, no tome alimentos fuera de la hora del desayuno, a no ser que se encuentre enfermo.
15. Desde que os sentáis a la mesa hasta que os levantéis de ella, escuchad sin alboroto ni discusiones lo que, según costumbre, se os lea. Y no sean sólo vuestras bocas las que reciban el alimento, sino que también vuestros oídos sientan hambre de la palabra de Dios (cf. Am 8,11).
16. Si aquellos a quienes su anterior régimen de vida ha hecho débiles reciben un trato diferente en alimentación, no debe resultar molesto ni parecer injusto a los que otro estilo de vida hace más fuertes. Y estos no consideren a los débiles más felices porque reciben lo que a ellos no se les da; antes bien, deben alegrarse porque gozan de mejor salud.
17. Y si a quienes entraron en el monasterio procediendo de costumbres más delicadas se les conceden alimentos, vestidos, colchones o cobertores que no se otorgan a los otros más fuertes y, por tanto, más felices, aquellos a los que no se les conceden deben pensar en el descenso de nivel de vida que significó para los otros el paso de la vida secular a la monástica, aunque no hayan podido alcanzar la austeridad de los físicamente más fuertes. Ni tampoco deben querer todos lo que ven que unos pocos reciben de más, no como honor, sino como tolerancia; no vaya a ocurrir la detestable aberración de que en el monasterio se vuelven mortificados los ricos, en la medida de su capacidad, y se hacen delicados los pobres.
18. Como los enfermos necesitan recibir menos alimento para no empeorar, de igual manera, una vez superada la enfermedad, han de ser tratados del modo adecuado para que se restablezcan cuanto antes. Incluso si hubiesen venido de la más extrema pobreza en su vida secular, como si su más reciente enfermedad les otorgase los mismos derechos que a los ricos su anterior modo de vivir. Pero, una vez que hayan recuperado sus fuerzas, vuelvan a su régimen habitual de vida, más feliz y tanto más adecuado a los siervos de Dios cuanto menos necesitan. Y que el placer no los retenga, ya restablecidos, en el nivel de vida al que los elevó la necesidad cuando se hallaban débiles. Júzguense más ricos quienes son más fuertes en soportar la austeridad, porque es mejor necesitar menos que tener más.
CAPÍTULO CUARTO
Protección de la castidad
19. No sea llamativo vuestro porte, ni procuréis agradar con el modo de vestir, sino con la manera de comportaros.
20. Cuando salgáis, id juntos; cuando lleguéis a donde os dirigís, permaneced juntos.
21. Al andar, al estar parados y en todos vuestros movimientos, no hagáis nada que escandalice a la mirada de otra persona, sino lo que se ajusta a vuestra santidad.
22. Aunque dirijáis vuestros ojos hacia alguna mujer, no los dejéis prendidos en ninguna. Pues no se os prohíbe ver mujeres cuando salís; lo que es pecado grave es desearlas o querer ser deseados por ellas. Y tanto el querer que os deseen mujeres como el desearlas vosotros, no lo suscita sólo el tacto y el afecto, sino también la mirada. No digáis que es puro vuestro interior si tenéis ojos impuros, puesto que el ojo impuro es mensajero de un corazón impuro. Y cuando, aunque calle la lengua, con la mutua mirada los corazones se trasmiten mensajes impuros y, como sucede en el deseo carnal, hallan deleite en el ardor recíproco, la castidad misma huye de las costumbres, aunque la violación impura no llegue a tocar los cuerpos.
23. El que deja sus ojos prendidos en una mujer, y se complace si ella tiene los suyos prendidos en él, no debe pensar que no es visto por nadie cuando eso hace; es visto ciertamente, incluso por aquellos que menos piensa. Pero en la hipótesis de que su acción quede oculta y nadie la vea, ¿qué hará respecto a quien la observa desde lo alto y a quien nada puede quedar oculto (cf. Pr 24,12; Sal 94,7)? ¿O se ha de juzgar que no la está viendo porque la ve con tanta mayor paciencia cuanto mayor es su sabiduría? A Él, pues, tema desagradar el varón santo: así evitará querer agradar maliciosamente a una mujer. Para evitar el deseo de mirar con malicia a una mujer, piense que Él todo lo ve. Pues también en este ámbito recomienda el temor la Escritura: Abominable es ante el Señor el que deja prendidos los ojos (Pr 27,20).
24. Por lo tanto, cuando coincidáis en la Iglesia o en cualquier otro lugar donde haya mujeres, proteged recíprocamente vuestra pureza. Pues Dios, que habita en vosotros (cf. 1Co 3,16; 2Co 6,16), os protegerá también de este modo sirviéndose de vosotros mismos.
25. Y si advirtierais en alguno de vosotros esa mirada lujuriosa de que os hablo, amonestadle sobre la marcha para que el mal ya manifestado no vaya a más, sino que se corrija de inmediato.
26. No obstante, si le viereis hacer de nuevo lo mismo tras la amonestación, o en cualquier otro día, cualquiera que pudo advertirlo delátelo ya como a persona herida que necesita curación. Previamente, sin embargo, muestre su falta a otra u otras dos personas, para que por la palabra de dos o tres (cf. Mt 18,15-17) pueda quedar convicto y sometido a disciplina con la adecuada severidad. Y no juzguéis que obráis con mala voluntad al dar a conocer la falta. Pues no causáis menos daño a vuestros hermanos, a los que podéis hacer que se corrijan señalándolos, si, por callar, permitís que perezcan. En efecto, si tu hermano tuviese una herida corporal que quisiera ocultar por miedo a la cura, ¿no sería cruel el silenciarla y misericordioso el darla a conocer? ¡Cuánto más, entonces, debes descubrirle a él para que la podredumbre no invada, con mayor daño, su corazón!
27. Pero si una vez recibida la amonestación, la ignora, antes de mostrar su falta a otros que le han de dejar convicto en caso de negarla, se ha de dar a conocer al Prior por si, corregido de esta forma menos pública, puede evitarse que llegue a conocimiento de los demás. Si, con todo, lo niega, entonces se han de presentar a éste, que ignora lo ocurrido, los otros testigos, para que, en presencia de todos, pueda no ya ser acusado por un único testigo, sino declarado convicto por dos o tres (cf. 1Tm 5,19). Una vez reconocido culpable, debe sufrir un correctivo según el criterio del Prior o, incluso, del Presbítero bajo cuya responsabilidad se halla. En el caso de que rehúse aceptarlo, expulsadlo de vuestra comunidad, si no se marcha él espontáneamente. Pues tampoco esto se hace por crueldad, sino por misericordia, para evitar que con su contagio pestífero lleve a la perdición a otros muchos.
28. Y el procedimiento descrito a propósito de no dejar los ojos prendidos en una mujer, obsérvese también con diligencia y minuciosidad, con amor a los hombres y odio a los vicios, a la hora de averiguar, impedir y dar a conocer los demás pecados y dejar convictos y castigar a sus autores.
29. Sin embargo, a aquel que haya llegado a tal nivel de malicia que a escondidas reciba de alguna mujer cartas o regalillos de cualquier tipo, si lo confiesa espontáneamente, perdónesele y órese por él. Pero, si es sorprendido y queda convicto de su falta, reciba un correctivo más severo, según el juicio del Presbítero o del Prior.
CAPÍTULO QUINTO
Uso y administración de los bienes
30. Tened vuestra ropa en común bajo la custodia de uno, de dos o de cuantos puedan bastar para sacudirla, a fin de que la polilla no la dañe. Y como os alimentáis de una única despensa, vestíos de una misma ropería. Si es posible, no sea incumbencia vuestra determinar la ropa que habéis de llevar según las circunstancias, esto es, si cada uno de vosotros recibe la prenda que había dejado o una llevada anteriormente por otro, siempre que a nadie se le niegue lo que necesita (cf. Hch 4,35). Pero si eso se convierte en motivo de disputas y murmuraciones entre vosotros (cf. 1Co 3,3), como es el caso cuando alguien se queja de haber recibido algo peor de lo que antes había llevado y piensa que no se ajusta a su condición vestir como vestía su hermano, ved en ello la prueba de cuánto os falta de aquel santo vestido interior del corazón a quienes contendéis por el vestido del cuerpo. No obstante, si se ejerce la tolerancia con vuestra flaqueza, hasta el punto de recibir lo que habíais dejado, al menos tened la ropa que quitéis en un único lugar bajo custodia común.
31. De tal manera que nadie tenga ninguna actividad puramente personal, sino que todas vuestras obras las hagáis para el bien común con mayor esmero y más renovada disponibilidad que si cada uno realizase las tareas propias para sí mismo. Pues lo que dice la Escritura de la caridad, esto es, que no busca sus cosas (1Co 13,5), se entiende así: que antepone los intereses comunes a los propios, no los propios a los comunes. A partir de ahí, podréis conocer el alcance de vuestro progreso: será tanto mayor cuanto cuidéis mejor lo que es común que vuestras propias cosas. La consecuencia es que, en el uso de los bienes exigidos por las necesidades de esta vida pasajera, ha de prevalecer la caridad que no pasa (cf. 1Co 13, 8).
32. De donde se deduce que si alguien llevase algo –una prenda de vestir, o cualquier otra cosa que se juzgue necesaria–, incluso si es a sus hijos o a otras personas vinculadas a él por algún lazo íntimo residentes en el monasterio, estos no lo reciban a escondidas; antes bien, quede en poder del Prior para que, integrado en el fondo común, lo dé a quien tuviera necesidad de ello. Si alguien oculta algo que le han llevado, sea condenado como reo de hurto.
33. El lavado de la ropa, realizado por vosotros mismos o por lavanderos, hágase conforme al criterio del Prior, para evitar que el afán excesivo de llevar la ropa limpia arrastre consigo manchas interiores en el alma.
34. Asimismo no se niegue en modo alguno al siervo de Dios el baño del cuerpo, si alguna debilidad suya lo exige. Pero llévelo a cabo siguiendo sin rechistar las prescripciones médicas, de modo que, hasta contra su voluntad, haga por mandato del Prior lo que haya de hacerse en bien de la salud. Si, por el contrario, es él quien quiere, pero tal vez no le conviene, no transija con su antojo. Pues, a veces, incluso si resulta dañino, se cree que es provechoso lo que agrada.
35. Para concluir, cuando existe un dolor sin lesión visible en el cuerpo, créase sin dudar al siervo de Dios que manifiesta que algo le duele. No obstante, en el caso de que no exista certeza de si para curar aquel dolor conviene lo que le agrada, consúltese al médico.
36. Y no vayan a los baños o a cualquier otro lugar adonde hubiera que ir menos de dos o tres. Quien tenga necesidad de salir deberá hacerlo no con los que él quiera, sino con quienes mande el Prior.
37. El cuidado de los enfermos, o de los convalecientes, o de quienes, aun sin tener fiebre, padecen algún achaque, debe confiarse a alguien para que personalmente pida de la despensa lo que advierta que cada uno de ellos necesita.
38. A su vez, tanto los encargados de la despensa, como los de la ropería o de la biblioteca sirvan, sin rezongar, a sus hermanos.
39. Pidan cada día los libros a una hora determinada. Quien los pida fuera de ella, no los reciba.
40. En cambio, los encargados de custodiar los vestidos y el calzado no difieran dárselos a quienes los pidan, si carecen de ellos y los necesitan.
CAPÍTULO SEXTO
Perdón pedido y otorgado
41. No mantengáis disputas o terminadlas cuanto antes para evitar que la ira desemboque en odio, convierta en viga una paja y haga homicida al alma. Pues así leéis: El que odia a su hermano es un homicida (1Jn 3,15).
42. Cualquiera que haya dañado la fama de otro con un insulto, o hablando mal de él, o incluso achacándole alguna falta grave, no olvide remediar cuanto antes, con un desagravio, lo que hizo, y el que se sintió dañado perdónele sin más consideraciones. Si, por el contrario, el daño fue recíproco, deberán perdonarse mutuamente las ofensas. Y ello en consideración a vuestras oraciones, que, efectivamente, cuanto más frecuentes las tenéis, tanto más sinceramente debéis hacerlas. Con todo, es mejor el que, aunque sucumba con frecuencia a la tentación de la ira, se apresura a pedir perdón al que reconoce haber tratado injustamente, que aquel que tarda en ceder a ella, pero más difícilmente se siente movido a solicitar el perdón. A su vez, quien nunca quiere pedir perdón o no lo pide de corazón (cf. Mt 18,35), está sin motivo en el monasterio, incluso si no es expulsado de él. Por lo tanto, ahorraos palabras más severas de lo necesario; pero, si llegáis a proferirlas, no seáis remisos en aplicar los remedios con la misma boca que produjo las heridas.
43. Pero, cuando la disciplina necesaria para mantener dentro de un orden a otros más jóvenes os exija decir palabras severas, incluso si tenéis la sensación de haberos excedido en ellas, no se os exige que les pidáis perdón. No sea que, mientras guardáis una excesiva humildad, se resquebraje vuestra autoridad moral para dirigir a los que conviene que os estén sumisos. No obstante, habéis de pedir perdón al Señor de todos, que conoce con cuánta benevolencia amáis también a aquellos a quienes quizá corregís más de lo justo. El amor entre vosotros no lo ha de inspirar el egoísmo, sino el Espíritu.
CAPÍTULO SÉPTIMO
Ejercicio de la obediencia y de la autoridad
44. Obedeced al Prior (cf. Hb 13,17) como al Padre, respetando su dignidad, para no ofender a Dios en él (cf. Lc 10,16); obedeced aún más al Presbítero, a cuyo cuidado pastoral estáis confiados.
45. Así, pues, será incumbencia principalmente del Prior que se cumplan todas estas cosas y, si alguna no lo fuera, no se pase por alto por negligencia, sino que se procure enmendar y corregir. Por lo mismo, remita al Presbítero, que tiene entre vosotros mayor rango, lo que sobrepasa su cometido o capacidad.
46. Por su parte, el que os preside no ponga su felicidad en dominar desde el poder, sino en servir desde la caridad (cf. Lc 22,25-26; Ga 5,13). Respecto a vosotros, que os preceda por honor; a los ojos de Dios, esté postrado a vuestros pies por temor (cf. Si 3,20). Muéstrese a todos como ejemplo de buenas obras (cf. Tt 2,7): corrija a los indisciplinados, aliente a los abatidos, sostenga a los débiles, sea paciente con todos (cf. 1Ts 5,17). Lleve con agrado mantener la disciplina, infunda temor. Pero, aunque una y otra cosa sean necesarias, desee más ser amado por vosotros que temido, pensando siempre que ha de dar cuenta a Dios de vosotros (Hb 13,17).
47. Por lo cual, obedeciéndole diligentemente, os compadecéis no sólo de vosotros mismos (cf. Si 30,24), sino también de él, porque, entre vosotros, cuanto más elevado es el lugar que uno ocupa, tanto mayor es el peligro en que se halla.
CAPÍTULO OCTAVO
Observancia de la Regla
48. Que el Señor os conceda cumplir todos estos preceptos con amor, como amantes de la Belleza espiritual (cf. Si 44,6) y prendados, con una vida santa (cf. St 3,13; 1P 3,16),
del buen olor de Cristo (cf. 2Co 2,15; Ct 1,3), no como siervos bajo la ley, sino como personas libres que viven bajo la gracia (cf. Rm 6,14).
49. Por otra parte, para que podáis miraros en este librito como en un espejo y no descuidéis nada por olvido (St 1,23-24; Hb 12,5), se os leerá una vez por semana. Y si descubrís que cumplís lo que está escrito, dad gracias al Señor, dador de todos los bienes. Mas, si cualquiera de vosotros ve que falta en algo, arrepiéntase de lo pasado, tome precauciones para el futuro, orando para que se le perdone la ofensa y no sea abandonado a la tentación (cf. Mt 6,12-13).
La Regla de San Agustín
La Regla de San Agustín es un conjunto de normas que Agustín de Hipona, conocido como San Agustín, redactó para organizar la vida de la comunidad cuando fundó el monasterio de Tagaste, en el norte de África. Este texto, escrito alrededor del año 400, es considerado el más antiguo en la Iglesia occidental y ha sido fundamental en la historia monástica, influyendo en diversos movimientos medievales de canónigos regulares y mendicantes. La Regla de San Agustín está compuesta por ocho capítulos y aborda temas como la caridad, la pobreza, la oración, las formas de ascetismo, la castidad, la custodia mutua y la importancia de no considerar nada como propio.
Los principios fundamentales de la Regla de San Agustín abordan varios temas, entre los cuales se encuentran:
- Caridad: La caridad es considerada como la norma suprema en la vida comunitaria, buscando la unanimidad de alma y corazón en Dios y con los hermanos.
- Pobreza: La pobreza es entendida como un proceso de liberación interior, en el que el hombre se desapega de las criaturas y de sí mismo para reconocer que su único tesoro es Dios.
- Oración: La oración es fundamental en la vida monástica, y la Regla de San Agustín enfatiza la importancia de la oración de intercesión, que hace crecer la fe y el amor en la comunidad.
- Ascetismo: La Regla de San Agustín promueve un auténtico ascetismo cristiano, evitando maniqueísmos y enfocándose en la práctica de la renuncia y la disciplina espiritual.
- Castidad: La castidad es un deber que se debe cumplir a cabalidad en la vida monástica, promoviendo la pureza y la renuncia a los deseos terrenales.
Estos principios fundamentales buscan guiar a los miembros de la comunidad hacia una vida en armonía, centrada en Dios y en el amor fraterno.