CAPÍTULO TERCERO: LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD (1533-1666)

CAPÍTULO TERCERO LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD (1533-1666).jpg

SEGUNDA PARTE 
LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO CRISTIANO
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SEGUNDA SECCIÓN:
LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA

CAPÍTULO TERCERO
LOS SACRAMENTOS AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD

1533. El Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía son los sacramentos de la iniciación cristiana. Fundamentan la vocación común de todos los discípulos de Cristo, que es vocación a la santidad y a la misión de evangelizar el mundo. Confieren las gracias necesarias para vivir según el Espíritu en esta vida de peregrinos en marcha hacia la patria.

1534 Otros dos sacramentos, el Orden y el Matrimonio, están ordenados a la salvación de los demás. Contribuyen ciertamente a la propia salvación, pero esto lo hacen mediante el servicio que prestan a los demás. Confieren una misión particular en la Iglesia y sirven a la edificación del Pueblo de Dios.

1535 En estos sacramentos, los que fueron ya consagrados por el Bautismo y la Confirmación (LG 10) para el sacerdocio común de todos los fieles, pueden recibir consagraciones particulares. Los que reciben el sacramento del Orden son consagrados para «en el nombre de Cristo ser los pastores de la Iglesia con la palabra y con la gracia de Dios» (LG 11). Por su parte, «los cónyuges cristianos, son fortificados y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado por este sacramento especial» (GS 48,2).

ARTÍCULO 6 EL SACRAMENTO DEL ORDEN

1536 El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.

[Sobre la institución y la misión del ministerio apostólico por Cristo ya se ha tratado en los números 874-876. Aquí sólo se trata de la realidad sacramental mediante la que se transmite este ministerio].

I. El nombre de sacramento del Orden

1537 La palabra Orden designaba, en la antigüedad romana, cuerpos constituidos en sentido civil, sobre todo el cuerpo de los que gobiernan. Ordinatio designa la integración en un ordo. En la Iglesia hay cuerpos constituidos que la Tradición, no sin fundamentos en la sagrada Escritura (cf Hb 5,6; 7,11; Sal 110,4), llama desde los tiempos antiguos con el nombre de taxeis (en griego), de ordines (en latín): así la liturgia habla del ordo episcoporum, del ordo presbyterorum, del ordo diaconorum. También reciben este nombre de ordo otros grupos: los catecúmenos, las vírgenes, los esposos, las viudas…

1538 La integración en uno de estos cuerpos de la Iglesia se hacía por un rito llamado ordinatio, acto religioso y litúrgico que era una consagración, una bendición o un sacramento. Hoy la palabra ordinatio está reservada al acto sacramental que incorpora al orden de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos y que va más allá de una simple eleccióndesignacióndelegación o institución por la comunidad, pues confiere un don del Espíritu Santo que permite ejercer un «poder sagrado» (sacra potestas) (cf LG 10) que sólo puede venir de Cristo, a través de su Iglesia. La ordenación también es llamada consecratio porque es un «poner aparte» y un «investir» por Cristo mismo para su Iglesia. La» imposición de manos» del obispo, con la oración consecratoria, constituye el signo visible de esta consagración.

II. El sacramento del Orden en la Economía de la salavación

El sacerdocio de la Antigua Alianza

1539 El pueblo elegido fue constituido por Dios como «un reino de sacerdotes y una nación consagrada» (Ex 19,6; cf Is 61,6). Pero dentro del pueblo de Israel, Dios escogió una de las doce tribus, la de Leví, para el servicio litúrgico (cf. Nm 1,48-53); Dios mismo es la parte de su herencia (cf. Jos 13,33). Un rito propio consagró los orígenes del sacerdocio de la Antigua Alianza (cf Ex 29,1-30; Lv 8). En ella los sacerdotes fueron establecidos «para intervenir en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb 5,1).

1540 Instituido para anunciar la palabra de Dios (cf Ml 2,7-9) y para restablecer la comunión con Dios mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio de la Antigua Alianza, sin embargo, era incapaz de realizar la salvación, por lo cual tenía necesidad de repetir sin cesar los sacrificios, y no podía alcanzar una santificación definitiva (cf. Hb 5,3; 7,27; 10,1-4), que sólo podría ser lograda por el sacrificio de Cristo.

1541 No obstante, la liturgia de la Iglesia ve en el sacerdocio de Aarón y en el servicio de los levitas, así como en la institución de los setenta «ancianos» (cf Nm 11,24-25), prefiguraciones del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. Por ello, en el rito latino la Iglesia se dirige a Dios en la oración consecratoria de la ordenación de los obispos de la siguiente manera:

«Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo […], Tú que estableciste normas en tu Iglesia con tu palabra bienhechora. Desde el principio tú predestinaste un linaje justo de Abraham; nombraste príncipes y sacerdotes y no dejase sin ministro tus santuario» (Pontifical Romano: Ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Ordenación de Obispo. Oración de la Ordenación, 47).

1542 En la ordenación de presbíteros, la Iglesia ora:

«Dios, todopoderoso y eterno […] ya en la primera Alianza aumentaron los oficios, instituidos como signos sagrados. Cuando pusiste a Moisés y a Aarón al frente de tu pueblo, para gobernarlo y santificarlo, les elegiste colaboradores, subordinados en orden y dignidad, que les acompañaran y secundaran. Así en el desierto multiplicaste el espíritu de Moisés, comunicándolo a los setenta varones prudentes con los cuales gobernó fácilmente a tu pueblo […] Así también hiciste partícipes a los hijos de Aarón de la abundante plenitud otorgada a su padre…» (Pontifical Romano: Ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Ordenación de Presbíteros. Oración de la Ordenación, 159).

1543 Y en la oración consecratoria para la ordenación de diáconos, la Iglesia confiesa:

«Dios Todopoderoso […] Tú haces crecer a la Iglesia… la edificas como templo de tu gloria […] así estableciste que hubiera tres órdenes de ministros para tu servicio, del mismo modo que en la Antigua Alianza habías elegido a los hijos de Leví para que sirvieran al templo, y, como herencia, poseyeran una bendición eterna» .(Pontifical Romano: Ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Ordenación de Diáconos. Oración de la Ordenación, 207)

El único sacerdocio de Cristo

1544 Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, «único […] mediador entre Dios y los hombres» (1 Tm 2,5). Melquisedec, «sacerdote del Altísimo» (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como una prefiguración del sacerdocio de Cristo, único «Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec» (Hb 5,10; 6,20), «santo, inocente, inmaculado» (Hb 7,26), que, «mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados» (Hb 10,14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz.

1545 El sacrificio redentor de Cristo es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Lo mismo acontece con el único sacerdocio de Cristo: se hace presente por el sacerdocio ministerial sin que con ello se quebrante la unicidad del sacerdocio de Cristo: Et ideo solus Christus est verus sacerdos, alii autem ministri eius («Y por eso sólo Cristo es el verdadero sacerdote; los demás son ministros suyos») (Santo Tomás de Aquino, Commentarium in epistolam ad Haebreos, c. 7, lect. 4).

Dos modos de participar en el único sacerdocio de Cristo

1546 Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia «un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1,6; cf. Ap 5,9-10; 1 P 2,5.9). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son «consagrados para ser […] un sacerdocio santo» (LG 10)

1547 El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, «aunque su diferencia es esencial y no sólo en grado, están ordenados el uno al otro; […] ambos, en efecto, participan (LG 10), cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo» (LG 10). ¿En qué sentido? Mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal (vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu), el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden.

In persona Christi Capitis…

1548 En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, Sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa in persona Christi Capitis (cf LG 10; 28; SC 33; CD 11; PO 2,6):

«Es al mismo Cristo Jesús, Sacerdote, a cuya sagrada persona representa el ministro. Este, ciertamente, gracias a la consagración sacerdotal recibida se asimila al Sumo Sacerdote y goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo (a quien representa) » (Pío XII, enc. Mediator Dei)

«Christus est fons totius sacerdotii: nam sacerdos legalis erat figura Ipsius, sacerdos autem novae legis in persona Ipsius operatur» (Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de Él, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya) (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae 3, q. 22, a. 4).

1549 Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes (LG 21). Según la bella expresión de San Ignacio de Antioquía, el obispo es typos tou Patrós, es imagen viva de Dios Padre (Epistula ad Trallianos 3,1; Id. Epistula ad  Magnesios 6,1).

1550 Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir, del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden daña, por consiguiente, a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

1551 Este sacerdocio es ministerial. «Esta Función […], que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio» (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica «un poder sagrado», que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos (cf. Mc 10,43-45; 1 P 5,3). «El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 2,4; cf. Jn 21,15-17).

“In nomine totius Ecclesiae”

1552 El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo –Cabeza de la Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia (cf SC 33) y sobre todo cuando ofrece el Sacrificio Eucarístico (cf LG 10).

1553 «En nombre de toda la Iglesia», expresión que no quiere decir que los sacerdotes sean los delegados de la comunidad. La oración y la ofrenda de la Iglesia son inseparables de la oración y la ofrenda de Cristo, su Cabeza. Se trata siempre del culto de Cristo en y por su Iglesia. Es toda la Iglesia, cuerpo de Cristo, la que ora y se ofrece, per Ipsum et cum Ipso et in Ipso, en la unidad del Espíritu Santo, a Dios Padre. Todo el cuerpo, caput et membra, ora y se ofrece, y por eso quienes, en este cuerpo, son específicamente sus ministros, son llamados ministros no sólo de Cristo, sino también de la Iglesia. El sacerdocio ministerial puede representar a la Iglesia porque representa a Cristo.

III. Los tres grados del sacramento del Orden

1554 «El ministerio eclesiástico, instituido por Dios, está ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo reciben los nombres de obispos, presbíteros y diáconos» (LG 28). La doctrina católica, expresada en la liturgia, el magisterio y la práctica constante de la Iglesia, reconoce que existen dos grados de participación ministerial en el sacerdocio de Cristo: el episcopado y el presbiterado. El diaconado está destinado a ayudarles y a servirles. Por eso, el término sacerdos designa, en el uso actual, a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos. Sin embargo, la doctrina católica enseña que los grados de participación sacerdotal (episcopado y presbiterado) y el grado de servicio (diaconado) son los tres conferidos por un acto sacramental llamado «ordenación», es decir, por el sacramento del Orden:

«Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Trallianos 3,1)

La ordenación episcopal, plenitud del sacramento del Orden

1555 «Según la tradición, entre los diversos ministerios que se ejercen en la Iglesia, desde los primeros tiempos ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos que, a través de una sucesión que se remonta hasta el principio, son los transmisores de la semilla apostólica» (LG 20).

1556 «Para realizar estas funciones tan sublimes, los Apóstoles se vieron enriquecidos por Cristo con la venida especial del Espíritu Santo que descendió sobre ellos. Ellos mismos comunicaron a sus colaboradores, mediante la imposición de las manos, el don espiritual que se ha transmitido hasta nosotros en la consagración de los obispos» (LG 21).

1557 El Concilio Vaticano II enseña que por la «consagración episcopal se recibe la plenitud del sacramento del Orden. De hecho se le llama, tanto en la liturgia de la Iglesia como en los Santos Padres, «sumo sacerdocio» o «cumbre del ministerio sagrado»» (LG 21).

1558 «La consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar […] En efecto, por la imposición de las manos y por las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se queda marcado con el carácter sagrado. En consecuencia, los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre (in eius persona agant)» (LG 21). «El Espíritu Santo que han recibido ha hecho de los obispos los verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores» (CD 2).

1559 «Uno queda constituido miembro del Colegio episcopal en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio» (LG 22). El carácter y la naturaleza colegial del orden episcopal se manifiestan, entre otras cosas, en la antigua práctica de la Iglesia que quiere que para la consagración de un nuevo obispo participen varios obispos (cf LG 22). Para la ordenación legítima de un obispo se requiere hoy una intervención especial del Obispo de Roma por razón de su cualidad de vínculo supremo visible de la comunión de las Iglesias particulares en la Iglesia una y de garante de libertad de la misma.

1560 Cada obispo tiene, como vicario de Cristo, el oficio pastoral de la Iglesia particular que le ha sido confiada, pero al mismo tiempo tiene colegialmente con todos sus hermanos en el episcopado la solicitud de todas las Iglesias: «Aunque cada obispo es pastor sagrado sólo de la grey que le ha sido confiada, sin embargo, en cuanto legítimo sucesor de los Apóstoles por institución divina y por el mandato de la función apostólica, se hace corresponsable de toda la Iglesia, junto con los demás obispos» (Pío XII, Enc. Fidei donum, 11; cf LG 23; CD 4,36-37; AG 5.6.38).

1561 Todo lo que se ha dicho explica por qué la Eucaristía celebrada por el obispo tiene una significación muy especial como expresión de la Iglesia reunida en torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia (cf SC 41; LG 26).

La ordenación de los presbíteros, cooperadores de los obispos

1562 «Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo, hizo a los obispos partícipes de su misma consagración y misión por medio de los Apóstoles, de los cuales son sucesores. Estos han confiado legítimamente la función de su ministerio en diversos grados a diversos sujetos en la Iglesia» (LG 28). «La función ministerial de los obispos, en grado subordinado, fue encomendada a los presbíteros para que, constituidos en el orden del presbiterado, fueran los colaboradores del orden episcopal para realizar adecuadamente la misión apostólica confiada por Cristo» (PO 2).

1563 «El ministerio de los presbíteros, por estar unido al orden episcopal, participa de la autoridad con la que el propio Cristo construye, santifica y gobierna su Cuerpo. Por eso el sacerdocio de los presbíteros supone ciertamente los sacramentos de la iniciación cristiana. Se confiere, sin embargo, por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial, y así quedan configurados con Cristo Sacerdote, de tal manera que puedan actuar como representantes de Cristo Cabeza» (PO 2).

1564 «Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para anunciarel Evangelio a los fieles, para apacentarlos y para celebrar el culto divino» (LG 28).

1565 En virtud del sacramento del Orden, los presbíteros participan de la universalidad de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles. El don espiritual que recibieron en la ordenación los prepara, no para una misión limitada y restringida, «sino para una misión amplísima y universal de salvación «hasta los extremos del mundo»(Hch 1,8)» (PO 10), «dispuestos a predicar el evangelio por todas partes» (OT 20).

1566 «Su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto eucarístico o sinaxis. En ella, actuando en la persona de Cristo y proclamando su misterio, unen la ofrenda de los fieles al sacrificio de su Cabeza; actualizan y aplican en el sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único Sacrificio de la Nueva Alianza: el de Cristo, que se ofrece al Padre de una vez para siempre como hostia inmaculada» (LG 28). De este sacrificio único, saca su fuerza todo su ministerio sacerdotal (PO 2).

1567 «Los presbíteros, como colaboradores diligentes de los obispos y ayuda e instrumento suyos, llamados para servir al Pueblo de Dios, forman con su obispo un único presbiterio, dedicado a diversas tareas. En cada una de las comunidades locales de fieles hacen presente de alguna manera a su obispo, al que están unidos con confianza y magnanimidad; participan en sus funciones y preocupaciones y las llevan a la práctica cada día» (LG 28). Los presbíteros sólo pueden ejercer su ministerio en dependencia del obispo y en comunión con él. La promesa de obediencia que hacen al obispo en el momento de la ordenación y el beso de paz del obispo al fin de la liturgia de la ordenación significa que el obispo los considera como sus colaboradores, sus hijos, sus hermanos y sus amigos y que a su vez ellos le deben amor y obediencia.

1568 «Los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo» (PO 8). La unidad del presbiterio encuentra una expresión litúrgica en la costumbre de que los presbíteros impongan a su vez las manos, después del obispo, durante el rito de la ordenación.

La ordenación de los diáconos, “en orden al ministerio”

1569 «En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, a los que se les imponen las manos «para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio»» (LG 29; cf CD 15). En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos, significando así que el diácono está especialmente vinculado al obispo en las tareas de su «diaconía» (cf San Hipólito Romano, Traditio apostolica 8).

1570 Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo (cf LG 41; AG 16). El sacramento del Orden los marco con un sello («carácter») que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se hizo «diácono», es decir, el servidor de todos (cf Mc 10,45; Lc 22,27; San Policarpo de Esmirna, Epistula ad Philippenses 5, 25,2). Corresponde a los diáconos, entre otras cosas, asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el Evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad (cf LG 29; cf. SC 35,4; AG 16).

1571 Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado «como un grado propio y permanente dentro de la jerarquía» (LG 29), mientras que las Iglesias de Oriente lo habían mantenido siempre. Este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia. En efecto, es apropiado y útil que hombres que realizan en la Iglesia un ministerio verdaderamente diaconal, ya en la vida litúrgica y pastoral, ya en las obras sociales y caritativas, «sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles y se unan más estrechamente al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado» (AG 16).

IV. La celebración de este sacramento

1572 La celebración de la ordenación de un obispo, de presbíteros o de diáconos, por su importancia para la vida de la Iglesia particular, exige el mayor concurso posible de fieles. Tendrá lugar preferentemente el domingo y en la catedral, con una solemnidad adaptada a las circunstancias. Las tres ordenaciones, del obispo, del presbítero y del diácono, tienen el mismo dinamismo. El lugar propio de su celebración es dentro de la Eucaristía.

1573 El rito esencial del sacramento del Orden está constituido, para los tres grados, por la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando, así como por una oración consecratoria específica que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el cual el candidato es ordenado (cf Pío XII, Const. ap. Sacramentum Ordinis, DS 3858).

1574 Como en todos los sacramentos, ritos complementarios rodean la celebración. Estos varían notablemente en las distintas tradiciones litúrgicas, pero tienen en común la expresión de múltiples aspectos de la gracia sacramental. Así, en el rito latino, los ritos iniciales —la presentación y elección del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio del ordenando, las letanías de los santos— ponen de relieve que la elección del candidato se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración; después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica el misterio que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción, con el santo crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión apostólica de anuncio de la Palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz, «la ofrenda del pueblo santo» (cf Pontifical Romano. Ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Ordenación de Presbíteros. Entrega del pan y del vino, 163) que es llamado a presentar a Dios; la entrega del libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de anunciar el evangelio de Cristo.

V. El ministro de este sacramento

1575 Fue Cristo quien eligió a los Apóstoles y les hizo partícipes de su misión y su autoridad. Elevado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, sino que lo guarda por medio de los Apóstoles bajo su constante protección y lo dirige también mediante estos mismos pastores que continúan hoy su obra (Prefacio de Apóstoles I: Misal Romano). Por tanto, es Cristo «quien da» a unos el ser apóstoles, a otros pastores (cf. Ef 4,11). Sigue actuando por medio de los obispos (cf LG 21).

1576 Dado que el sacramento del Orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, transmitir «el don espiritual» (LG 21), «la semilla apostólica» (LG 20). Los obispos válidamente ordenados, es decir, que están en la línea de la sucesión apostólica, confieren válidamente los tres grados del sacramento del Orden (cf DS 794 y 802; CIC can. 1012; CCEO, can 744; 747).

VI. Quién puede recibir este sacramento

1577 «Sólo el varón (vir) bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación» (CIC can 1024). El Señor Jesús eligió a hombres (viri) para formar el colegio de los doce Apóstoles (cf Mc 3,14-19; Lc 6,12-16), y los Apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1 Tm 3,1-13; 2 Tm 1,6; Tt 1,5-9) que les sucederían en su tarea (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios 42,4; 44,3). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el colegio de los Doce. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor. Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación (cf Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, 26-27; Id., Carta ap. Ordinatio sacerdotalis; Congregación para la Doctrina de la Fe decl. Inter insigniores; Id., Respuesta a una duda presentada acerca de la doctrina de la Carta Apost. «Ordinatio Sacerdotalis»).

1578 Nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. En efecto, nadie se arroga para sí mismo este oficio. Al sacramento se es llamado por Dios (cf Hb 5,4). Quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido.

1579 Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato «por el Reino de los cielos» (Mt 19,12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus «cosas» (cf 1 Co 7,32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios (cf PO 16).

1580 En las Iglesias orientales, desde hace siglos está en vigor una disciplina distinta: mientras los obispos son elegidos únicamente entre los célibes, hombres casados pueden ser ordenados diáconos y presbíteros. Esta práctica es considerada como legítima desde tiempos remotos; estos presbíteros ejercen un ministerio fructuoso en el seno de sus comunidades (cf PO 16). Por otra parte, el celibato de los presbíteros goza de gran honor en las Iglesias orientales, y son numerosos los presbíteros que lo escogen libremente por el Reino de Dios. En Oriente como en Occidente, quien recibe el sacramento del Orden no puede contraer matrimonio.

VII. Efectos del sacramento del Orden

El carácter indeleble

1581 Este sacramento configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento de Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en su triple función de sacerdote, profeta y rey.

1582 Como en el caso del Bautismo y de la Confirmación, esta participación en la misión de Cristo es concedida de una vez para siempre. El sacramento del Orden confiere también un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado (cf Concilio de Trento: DS 1767; LG 21.28.29; PO 2).

1583 Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas (cf CIC can. 290-293; 1336, §1, 3 y 5; 1338, §2), pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto (cf. Concilio de Trento: DS 1774) porque el carácter impreso por la ordenación es para siempre. La vocación y la misión recibidas el día de su ordenación, lo marcan de manera permanente.

1584 Puesto que en último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar (cf Concilio de Trento: DS 1612; 1154). San Agustín lo dice con firmeza:

«En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil […] En efecto, la virtud espiritual del sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa seres manchados, no se mancha» (In Iohannis evangelium tractatus 5, 15).

La gracia del Espíritu Santo

1585 La gracia del Espíritu Santo propia de este sacramento es la de ser configurado con Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro.

1586 Para el obispo, es en primer lugar una gracia de fortaleza («El Espíritu de soberanía»: Oración de consagración del obispo en el rito latino [Pontifical Romano: Ordenación de Obispos, presbíteros y diáconos. Ordenación de Obispo. Oración de la Ordenación, 47]): la de guiar y defender con fuerza y prudencia a su Iglesia como padre y pastor, con amor gratuito para todos y con predilección por los pobres, los enfermos y los necesitados (cf CD 13 y 16). Esta gracia le impulsa a anunciar el Evangelio a todos, a ser el modelo de su rebaño, a precederlo en el camino de la santificación identificándose en la Eucaristía con Cristo Sacerdote y Víctima, sin miedo a dar la vida por sus ovejas:

«Concede, Padre que conoces los corazones, a tu siervo que has elegido para el episcopado, que apaciente tu santo rebaño y que ejerza ante ti el supremo sacerdocio sin reproche sirviéndote noche y día; que haga sin cesar propicio tu rostro y que ofrezca los dones de tu santa Iglesia, que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio tenga poder de perdonar los pecados según tu mandamiento, que distribuya las tareas siguiendo tu orden y que desate de toda atadura en virtud del poder que tú diste a los apóstoles; que te agrade por su dulzura y su corazón puro, ofreciéndote un perfume agradable por tu Hijo Jesucristo» (San Hipólito Romano, Traditio Apostolica 3).

1587 El don espiritual que confiere la ordenación presbiteral está expresado en esta oración propia del rito bizantino. El obispo, imponiendo la mano, dice:

«Señor, llena del don del Espíritu Santo al que te has dignado elevar al grado de presbítero para que sea digno de presentarse sin reproche ante tu altar, de anunciar el Evangelio de tu Reino, de realizar el ministerio de tu palabra de verdad, de ofrecerte dones y sacrificios espirituales, de renovar tu pueblo mediante el baño de la regeneración; de manera que vaya al encuentro de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, tu Hijo único, el día de su segunda venida, y reciba de tu inmensa bondad la recompensa de una fiel administración de su orden» (Liturgia Byzantina. 2 oratio chirotoniae presbyteralis: «Eukológion to méga»).

1588 En cuanto a los diáconos, «fortalecidos, en efecto, con la gracia […] del sacramento, en comunión con el obispo y sus presbíteros, están al servicio del Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad» (LG 29).

1589 Ante la grandeza de la gracia y del oficio sacerdotales, los santos doctores sintieron la urgente llamada a la conversión con el fin de corresponder mediante toda su vida a aquel de quien el sacramento los constituye ministros. Así, S. Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama:

«Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (Oratio 2, 71). Sé de quién somos ministros, donde nos encontramos y adonde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (Oratio 2, 74). [Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es] el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y diviniza (Oratio 2, 73).

Y el santo Cura de Ars dice: «El sacerdote continua la obra de redención en la tierra» […] «Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor» […] «El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús» (B. Nodet, Le Curé d’Ars. Sa pensée-son coeur, p. 98).

Resumen

1590 San Pablo dice a su discípulo Timoteo: «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos» (2 Tm 1,6), y «si alguno aspira al cargo de obispo, desea una noble función» (1 Tm 3,1). A Tito decía: «El motivo de haberte dejado en Creta, fue para que acabaras de organizar lo que faltaba y establecieras presbíteros en cada ciudad, como yo te ordené» (Tt 1,5).

1591 La Iglesia entera es un pueblo sacerdotal. Por el Bautismo, todos los fieles participan del sacerdocio de Cristo. Esta participación se llama «sacerdocio común de los fieles». A partir de este sacerdocio y al servicio del mismo existe otra participación en la misión de Cristo: la del ministerio conferido por el sacramento del Orden, cuya tarea es servir en nombre y en la representación de Cristo-Cabeza en medio de la comunidad.

1592 El sacerdocio ministerial difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles. Los ministros ordenados ejercen su servicio en el pueblo de Dios mediante la enseñanza (munus docendi), el culto divino (munus liturgicum) y por el gobierno pastoral (munus regendi).

1593 Desde los orígenes, el ministerio ordenado fue conferido y ejercido en tres grados: el de los obispos, el de los presbíteros y el de los diáconos. Los ministerios conferidos por la ordenación son insustituibles para la estructura orgánica de la Iglesia: sin el obispo, los presbíteros y los diácono s no se puede hablar de Iglesia (cf. San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Trallianos 3,1).

1594 El obispo recibe la plenitud del sacramento del Orden que lo incorpora al Colegio episcopal y hace de él la cabeza visible de la Iglesia particular que le es confiada. Los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio, participan en la responsabilidad apostólica y en la misión de toda la Iglesia bajo la autoridad del Papa, sucesor de san Pedro.

1595 Los presbíteros están unidos a los obispos en la dignidad sacerdotal y al mismo tiempo dependen de ellos en el ejercicio de sus funciones pastorales; son llamados a ser cooperadores diligentes de los obispos; forman en torno a su obispo el presbiterio que asume con él la responsabilidad de la Iglesia particular. Reciben del obispo el cuidado de una comunidad parroquial o de una función eclesial determinada.

1596 Los diáconos son ministros ordenados para las tareas de servicio de la Iglesia; no reciben el sacerdocio ministerial, pero la ordenación les confiere funciones importantes en el ministerio de la palabra, del culto divino, del gobierno pastoral y del servicio de la caridad, tareas que deben cumplir bajo la autoridad pastoral de su obispo.

1597 El sacramento del Orden es conferido por la imposición de las manos seguida de una oración consecratoria solemne que pide a Dios para el ordenando las gracias del Espíritu Santo requeridas para su ministerio. La ordenación imprime un carácter sacramental indeleble.

1598 La Iglesia confiere el sacramento del Orden únicamente a varones (viri) bautizados, cuyas aptitudes para el ejercicio del ministerio han sido debidamente reconocidas. A la autoridad de la Iglesia corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a uno a recibir la ordenación.

1599 En la Iglesia latina, el sacramento del Orden para el presbiterado sólo es conferido ordinariamente a candidatos que están dispuestos a abrazar libremente el celibato y que manifiestan públicamente su voluntad de guardarlo por amor del Reino de Dios y el servicio de los hombres.

1600 Corresponde a los obispos conferir el sacramento del Orden en los tres grados.

ARTÍCULO 7 EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO

1601 «La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados» (CIC can. 1055, §1)

I. El matrimonio en el plan de Dios

1602 La sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26- 27) y se cierra con la visión de las «bodas del Cordero» (Ap 19,9; cf. Ap 19, 7). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su «misterio», de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación «en el Señor» (1 Co 7,39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5,31-32).

El matrimonio en el orden de la creación

1603 «La íntima comunidad de vida y amor conyugal, está fundada por el Creador y provista de leyes propias. […] El mismo Dios […] es el autor del matrimonio» (GS 48,1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanente. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47,2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. «La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar» (GS 47,1).

1604 Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,2), que es Amor (cf 1 Jn 4,8.16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1,31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. «Y los bendijo Dios y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla»» (Gn 1,28).

1605 La Sagrada escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2, 18). La mujer, «carne de su carne» (cf Gn 2, 23), su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una «auxilio» (cf Gn 2, 18), representando así a Dios que es nuestro «auxilio» (cf Sal 121,2). «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (cf Gn 2,18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue «en el principio», el plan del Creador (cf Mt 19, 4): «De manera que ya no son dos sino una sola carne» (Mt 19,6).

El matrimonio bajo la esclavitud del pecado

1606 Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.

1607 Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (cf Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador (cf Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (cf Gn 3,16); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (cf Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (cf Gn 3,16-19).

1608 Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó «al comienzo».

El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley

1609 En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del pecado, «los dolores del parto» (Gn 3,16), el trabajo «con el sudor de tu frente» (Gn 3,19), constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí.

1610 La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía criticada de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque la Ley misma lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de «la dureza del corazón» de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf Mt 19,8; Dt 24,1).

1611 Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf Os 1-3; Is 54.62; Jr 2-3. 31; Ez 16,62;23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Ml 2,13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que este es reflejo del amor de Dios, amor «fuerte como la muerte» que «las grandes aguas no pueden anegar» (Ct 8,6-7).

El matrimonio en el Señor

1612 La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la Nueva y Eterna Alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por Él (cf. GS 22), preparando así «las bodas del cordero» (Ap 19,7.9).

1613 En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su Madre— con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2,1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

1614 En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19,8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: «lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).

1615 Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19,10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11,29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8,34), los esposos podrán «comprender» (cf Mt 19,11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.

1616 Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla» (Ef 5,25-26), y añadiendo enseguida: «»Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne». Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5,31-32).

1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5,26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf Concilio de Trento, DS 1800; CIC can. 1055 § 2).

La virginidad por el Reino de Dios

1618 Cristo es el centro de toda vida cristiana. El vínculo con Él ocupa el primer lugar entre todos los demás vínculos, familiares o sociales (cf Lc 14,26; Mc 10,28-31). Desde los comienzos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que han renunciado al gran bien del matrimonio para seguir al Cordero dondequiera que vaya (cf Ap 14,4), para ocuparse de las cosas del Señor, para tratar de agradarle (cf 1 Co 7,32), para ir al encuentro del Esposo que viene (cf Mt 25,6). Cristo mismo invitó a algunos a seguirle en este modo de vida del que Él es el modelo:

«Hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda» (Mt 19,12).

1619 La virginidad por el Reino de los cielos es un desarrollo de la gracia bautismal, un signo poderoso de la preeminencia del vínculo con Cristo, de la ardiente espera de su retorno, un signo que recuerda también que el matrimonio es una realidad que manifiesta el carácter pasajero de este mundo (cf Mc 12,25; 1 Co 7,31).

1620 Estas dos realidades, el sacramento del Matrimonio y la virginidad por el Reino de Dios, vienen del Señor mismo. Es Él quien les da sentido y les concede la gracia indispensable para vivirlos conforme a su voluntad (cf Mt 19,3-12). La estima de la virginidad por el Reino (cf LG 42; PC 12; OT 10) y el sentido cristiano del Matrimonio son inseparables y se apoyan mutuamente:

«Denigrar el matrimonio es reducir a la vez la gloria de la virginidad; elogiarlo es realzar a la vez la admiración que corresponde a la virginidad. Pero lo que por comparación con lo peor parece bueno, no es bueno del todo; lo que según el parecer de todos es mejor que todos los bienes, eso sí que es en  verdad un bien eminente» (San Juan Crisóstomo, De virginitate, 10,1; cf FC, 16).

II. La celebración del Matrimonio

1621 En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf SC 61). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó (cf LG 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el Sacrificio Eucarístico, y recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, «formen un solo cuerpo» en Cristo (cf 1 Co 10,17).

1622 «En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio […] debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa» (FC 67). Por tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su matrimonio recibiendo el sacramento de la Penitencia.

1623 Según la tradición latina, los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, manifestando su consentimiento ante la Iglesia, se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio. En las tradiciones de las Iglesias orientales, los sacerdotes –Obispos o presbíteros– son testigos del recíproco consentimiento expresado por los esposos (cf. CCEO, can. 817), pero también su bendición es necesaria para la validez del sacramento (cf CCEO, can. 828).

1624 Las diversas liturgias son ricas en oraciones de bendición y de epíclesis pidiendo a Dios su gracia y la bendición sobre la nueva pareja, especialmente sobre la esposa. En la epíclesis de este sacramento los esposos reciben el Espíritu Santo como Comunión de amor de Cristo y de la Iglesia (cf. Ef 5,32). El Espíritu Santo es el sello de la alianza de los esposos, la fuente siempre generosa de su amor, la fuerza con que se renovará su fidelidad.

III. El consentimiento matrimonial

1625 Los protagonistas de la alianza matrimonial son un hombre y una mujer bautizados, libres para contraer el matrimonio y que expresan libremente su consentimiento. «Ser libre» quiere decir:

— no obrar por coacción; 
— no estar impedido por una ley natural o eclesiástica.

1626 La Iglesia considera el intercambio de los consentimientos entre los esposos como el elemento indispensable «que hace el matrimonio» (CIC can. 1057 §1). Si el consentimiento falta, no hay matrimonio.

1627 El consentimiento consiste en «un acto humano, por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente» (GS 48,1; cf CIC can. 1057 §2): «Yo te recibo como esposa» — «Yo te recibo como esposo» (Ritual de la celebración del Matrimonio,  62). Este consentimiento que une a los esposos entre sí, encuentra su plenitud en el hecho de que los dos «vienen a ser una sola carne» (cf Gn 2,24; Mc 10,8; Ef 5,31).

1628 El consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo (cf CIC can. 1103). Ningún poder humano puede reemplazar este consentimiento (CIC can. 1057 §1). Si esta libertad falta, el matrimonio es inválido.

1629 Por esta razón (o por otras razones que hacen nulo e inválido el matrimonio [cf. CIC can. 1095-1107]), la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar «la nulidad del matrimonio», es decir, que el matrimonio no ha existido. En este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente anterior (cf CIC, can. 1071 § 1, 3).

1630 El sacerdote ( o el diácono) que asiste a la celebración del matrimonio, recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos) expresa visiblemente que el Matrimonio es una realidad eclesial.

1631 Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio (cf Concilio de Trento: DS 1813-1816; CIC can 1108). Varias razones concurren para explicar esta determinación:

— El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia. 
— El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos. 
— Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos).
— El carácter público del consentimiento protege el «Sí» una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.

1632 Para que el «Sí» de los esposos sea un acto libre y responsable, y para que la alianza matrimonial tenga fundamentos humanos y cristianos sólidos y estables, la preparación para el matrimonio es de primera importancia:

El ejemplo y la enseñanza dados por los padres y por las familias son el camino privilegiado de esta preparación.

El papel de los pastores y de la comunidad cristiana como «familia de Dios» es indispensable para la transmisión de los valores humanos y cristianos del matrimonio y de la familia (cf. CIC can 1063), y esto con mayor razón en nuestra época en la que muchos jóvenes conocen la experiencia de hogares rotos que ya no aseguran suficientemente esta iniciación:

«Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para que, educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo, al matrimonio» (GS 49,3).

Matrimonios mixtos y disparidad de culto

1633 En numerosos países, la situación del matrimonio mixto (entre católico y bautizado no católico) se presenta con bastante frecuencia. Exige una atención particular de los cónyuges y de los pastores. El caso de matrimonios con disparidad de culto (entre católico y no bautizado) exige aún una mayor atención.

1634 La diferencia de confesión entre los cónyuges no constituye un obstáculo insuperable para el matrimonio, cuando llegan a poner en común lo que cada uno de ellos ha recibido en su comunidad, y a aprender el uno del otro el modo como cada uno vive su fidelidad a Cristo. Pero las dificultades de los matrimonios mixtos no deben tampoco ser subestimadas. Se deben al hecho de que la separación de los cristianos no se ha superado todavía. Los esposos corren el peligro de vivir en el seno de su hogar el drama de la desunión de los cristianos. La disparidad de culto puede agravar aún más estas dificultades. Divergencias en la fe, en la concepción misma del matrimonio, pero también mentalidades religiosas distintas pueden constituir una fuente de tensiones en el matrimonio, principalmente a propósito de la educación de los hijos. Una tentación que puede presentarse entonces es la indiferencia religiosa.

1635 Según el derecho vigente en la Iglesia latina, un matrimonio mixto necesita, para su licitud, el permiso expreso de la autoridad eclesiástica (cf CIC can. 1124). En caso de disparidad de culto se requiere una dispensa expresa del impedimento para la validez del matrimonio (cf CIC can. 1086). Este permiso o esta dispensa supone que ambas partes conozcan y no excluyan los fines y las propiedades esenciales del matrimonio: además, que la parte católica confirme los compromisos –también haciéndolos conocer a la parte no católica– de conservar la propia fe y de asegurar el Bautismo y la educación de los hijos en la Iglesia Católica (cf CIC can. 1125).

1636 En muchas regiones, gracias al diálogo ecuménico, las comunidades cristianas interesadas han podido llevar a cabo una pastoral común para los matrimonios mixtos. Su objetivo es ayudar a estas parejas a vivir su situación particular a la luz de la fe. Debe también ayudarles a superar las tensiones entre las obligaciones de los cónyuges, el uno con el otro, y con sus comunidades eclesiales. Debe alentar el desarrollo de lo que les es común en la fe, y el respeto de lo que los separa.

1637 En los matrimonios con disparidad de culto, el esposo católico tiene una tarea particular: «Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente» ( 1 Co 7,14). Es un gran gozo para el cónyuge cristiano y para la Iglesia el que esta «santificación» conduzca a la conversión libre del otro cónyuge a la fe cristiana (cf. 1 Co 7,16). El amor conyugal sincero, la práctica humilde y paciente de las virtudes familiares, y la oración perseverante pueden preparar al cónyuge no creyente a recibir la gracia de la conversión.

IV. Los efectos del sacramento del Matrimonio

1638 «Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y la dignidad de su estado» (CIC can 1134).

El vínculo matrimonial

1639 El consentimiento por el que los esposos se dan y se reciben mutuamente es sellado por el mismo Dios (cf Mc 10,9). De su alianza «nace una institución estable por ordenación divina, también ante la sociedad» (GS 48,1). La alianza de los esposos está integrada en la alianza de Dios con los hombres: «el auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino» (GS 48,2).

1640 Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina (cf CIC can. 1141).

La gracia del sacramento del Matrimonio

1641 «En su modo y estado de vida, los cónyuges cristianos tienen su carisma propio en el Pueblo de Dios» (LG 11). Esta gracia propia del sacramento del Matrimonio está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble. Por medio de esta gracia «se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la acogida y educación de los hijos» (LG 11; cf LG 41).

1642 Cristo es la fuente de esta gracia. «Pues de la misma manera que Dios en otro tiempo salió al encuentro de su pueblo por una alianza de amor y fidelidad, ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia, mediante el sacramento del Matrimonio, sale al encuentro de los esposos cristianos» (GS 48,2). Permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros (cf Ga 6,2), de estar «sometidos unos a otros en el temor de Cristo» (Ef 5,21) y de amarse con un amor sobrenatural, delicado y fecundo. En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero:

«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición, que los ángeles proclaman, y el Padre celestial ratifica? […].¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu (Tertuliano, Ad uxorem  2,9; cf. FC 13).

V. Los bienes y las exigencias del amor conyugal

1643 «El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos» (FC 13).

Unidad e indisolubilidad del matrimonio

1644 El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: «De manera que ya no son dos sino una sola carne» (Mt 19,6; cf Gn 2,24). «Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total» (FC 19). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del Matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.

1645 «La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor» (GS 49,2). La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.

La fidelidad del amor conyugal

1646 El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. «Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, así como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad» (GS 48,1).

1647 Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.

1648 Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf FC 20).

1649 Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83; CIC can 1151-1155).

1650 Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo («Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquélla; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio»: Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.

1651 Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados:

«Exhórteseles a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios» (FC 84).

La apertura a la fecundidad

1652 «Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y con ellas son coronados como su culminación» (GS 48,1):

«Los hijos son el don más excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El mismo Dios, que dijo: «No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer» (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: «Creced y multiplicaos» (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más» (GS 50,1).

1653 La fecundidad del amor conyugal se extiende a los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural que los padres transmiten a sus hijos por medio de la educación. Los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos (cf. GE 3). En este sentido, la tarea fundamental del matrimonio y de la familia es estar al servicio de la vida (cf FC 28).

1654 Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.

VI. La Iglesia doméstica

1655 Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no es otra cosa que la «familia de Dios». Desde sus orígenes, el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que, «con toda su casa», habían llegado a ser creyentes (cf Hch 18,8). Cuando se convertían deseaban también que se salvase «toda su casa» (cf Hch 16,31; 11,14). Estas familias convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente.

1656 En nuestros días, en un mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la familia, con una antigua expresión, Ecclesia domestica (LG 11; cf. FC 21). En el seno de la familia, «los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada» (LG 11).

1657 Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, «en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras» (LG 10). El hogar es así la primera escuela de vida cristiana y «escuela del más rico humanismo» (GS 52,1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida.

1658 Es preciso recordar asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las puertas de los hogares, «iglesias domésticas» y las puertas de la gran familia que es la Iglesia. «Nadie se sienta sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos, especialmente para cuantos están «fatigados y agobiados» (Mt 11,28)» (FC 85).

Resumen

1659 San Pablo dice: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia […]Gran misterio es éste, lo digo con respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,25.32).

1660 La alianza matrimonial, por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la generación y educación de los hijos. Entre bautizados, el matrimonio ha sido elevado por Cristo Señor a la dignidad de sacramento (cf. GS 48,1; CIC can. 1055, §1).

1661 El sacramento del Matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia. Da a los esposos la gracia de amarse con el amor con que Cristo amó a su Iglesia; la gracia del sacramento perfecciona así el amor humano de los esposos, reafirma su unidad indisoluble y los santifica en el camino de la vida eterna (cf. Concilio de Trento: DS 1799).

1662 El matrimonio se funda en el consentimiento de los contrayentes, es decir, en la voluntad de darse mutua y definitivamente con el fin de vivir una alianza de amor fiel y fecundo.

1663 Dado que el matrimonio establece a los cónyuges en un estado público de vida en la Iglesia, la celebración del mismo se hace ordinariamente de modo público, en el marco de una celebración litúrgica, ante el sacerdote (o el testigo cualificado de la Iglesia), los testigos y la asamblea de los fieles.

1664 La unidad, la indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al matrimonio. La poligamia es incompatible con la unidad del matrimonio; el divorcio separa lo que Dios ha unido; el rechazo de la fecundidad priva la vida conyugal de su «don más excelente», el hijo (GS 50,1).

1665 Contraer un nuevo matrimonio por parte de los divorciados mientras viven sus cónyuges legítimos contradice el plan y la ley de Dios enseñados por Cristo. Los que viven en esta situación no están separados de la Iglesia pero no pueden acceder a la comunión eucarística. Pueden vivir su vida cristiana sobre todo educando a sus hijos en la fe.

1666 El hogar cristiano es el lugar en que los hijos reciben el primer anuncio de la fe. Por eso la casa familiar es llamada justamente «Iglesia doméstica», comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana.


Índice General del Catecismo de la Iglesia Católica

PRIMERA PARTE. La Profesión de la Fe

PRIMERA SECCIÓN: «CREO» – «CREEMOS» 

SEGUNDA SECCIÓN: LA PROFESIÓN DE LA FE CRISTIANA 


SEGUNDA PARTE: La Celebración del Misterio Cristiano

PRIMERA SECCIÓN: LA ECONOMÍA SACRAMENTAL

SEGUNDA SECCIÓN: « LOS SIETE SACRAMENTOS DE LA IGLESIA » 


TERCERA PARTE: La Vida en Cristo

PRIMERA SECCIÓN: LA VOCACIÓN DEL HOMBRE: LA VIDA EN EL ESPÍRITU

SEGUNDA SECCIÓN: LOS DIEZ MANDAMIENTOS


CUARTA PARTE: La Oración Cristiana

PRIMERA SECCIÓN: LA ORACIÓN EN LA VIDA CRISTIANA

SEGUNDA SECCIÓN: LA ORACIÓN DEL SEÑOR: « PADRE NUESTRO »


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