Confesiones de San Agustín – Libro III

Confesiones de San Agustín – Libro III – Formato Audio y Texto

Confesiones de San Agustín - Libro III

El «Confesiones de San Agustín – Libro III» nos ofrece una ventana única a la juventud tumultuosa de Agustín, marcada por sus experiencias en la ciudad de Cartago. Este libro es fundamental para entender la evolución espiritual y personal de Agustín, ya que detalla su encuentro con el maniqueísmo y su lucha con los deseos carnales que tanto lo atormentaban en su juventud.

En este tercer libro de las Confesiones, Agustín se sumerge en la narración de sus años de estudiante, un periodo en el que su vida estuvo llena de conflictos internos y seducciones externas. Describe con gran elocuencia cómo se vio envuelto en relaciones amorosas impuras y cómo estas experiencias contribuyeron a su sensación de vacío y desesperación espiritual. A través de su prosa introspectiva, Agustín no solo comparte sus fallos y debilidades, sino que también explora las profundas reflexiones que estos desencadenaron sobre el amor, el pecado y la búsqueda de la verdad.

El «Confesiones de San Agustín – Libro 3» es crucial para comprender la transformación que experimentaría más adelante Agustín. Nos muestra un joven en la encrucijada de la vida, enfrentándose a influencias filosóficas y religiosas que desafían sus creencias previas y lo impulsan hacia una profunda transformación personal. Este libro no solo captura la esencia de su lucha interna, sino que también actúa como un espejo de las tensiones culturales y espirituales de la época.

Este libro destaca por su capacidad para conectar con el lector a través de temas universales como la búsqueda de identidad, el conflicto entre el deseo y la moralidad, y la lucha por encontrar un significado más profundo en la vida. Agustín utiliza su narrativa para tejer una rica tapezca de emociones y pensamientos, haciendo del «Confesiones de San Agustín – Libro 3» una lectura imprescindible para aquellos interesados en la transformación personal y la historia de la filosofía y la teología cristiana.


Confesiones de San Agustín – Libro 3

Confiesa cómo en Cartago se enredó en los lazos del amor impuro, que leyendo allí el Hortensio de Cicerón, al año 19 de su edad, se excitó al amor de la sabiduría, y cómo después cayó en el error de los maniqueos. Últimamente refiere el sueño que tuvo su santa madre y la esperanza y seguridad que le dio un obispo acerca de su conversión

Capítulo I

Cómo deseando agradar y ser amado, cayó en los lazos del amor

1. Llegué a la ciudad de Cartago23, y por todas partes me veía incitado a amores deshonestos. Todavía no amaba yo, pero deseaba amar, y con una mal disimulada y oculta infelicidad me aborrecía por ser menos infeliz. Deseando tener amor, buscaba a quien amar, que era lo mismo que aborrecer mi seguridad y el camino que estaba libre de lazos y peligros.

Esto provenía de que estaba muy falto y necesitado de aquel interior alimento que sois Vos mismo, Dios mío; y no tenía hambre ni apetito de él, antes estaba sin deseo alguno de los alimentos incorruptibles y espirituales, no porque estuviese lleno y harto de ellos, sino porque me causaban tanto mayor fastidio cuanto más vacío y falto de ellos estaba. Por eso no estaba sana mi alma; y como llagada y enferma, se salía fuera de sí, miserablemente ansiosa de rozarse con las criaturas sensibles y exteriores, para que le quitasen aquella comezón que le causaban sus llagas. Pero tampoco se amarían aquellas criaturas si no tuvieran alma con que poder amar ellas.

El amar y el ser amado se me proponía como una cosa muy dulce, especialmente si también gozase de la persona que me amaba. Conque venía a ensuciar la clara fuente de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia24, y enturbiaba su candor con el cieno de la lascivia, y no obstante ser impuro y torpe, quería ser tenido   —55→   por galán y cortesano, muy picado de vanidad, por lo que no tardé mucho en caer en los lazos del amor, cuya prisión deseaba.

Pero ¡oh Dios mío y misericordia mía!, ¡con cuánta hiel y amargura rociasteis aquella suavidad de mis placeres, usando conmigo de vuestra infinita bondad! Porque logré también el ser amado y la posesión del objeto de mi amor, alegre y contento de verme atado con fuertes y funestas ligaduras, para ser después herido y azotado con varas de hierro ardiendo; que esto viene a ser, para quien ama, los celos, las sospechas, los temores, las iras, desazones y contiendas.

Capítulo II

De la afición que tenía a los espectáculos trágicos

2. Me arrebataban también hacia sí los espectáculos del teatro, llenos de imágenes de mis miserias e incentivos del fuego que en mi ardía.

Pero ¿en qué consistirá que cuando un hombre ve representar sucesos lamentables y trágicos, quiere allí dolerse de ellos y sentirlos, y no obstante, él mismo no quisiera padecerlos? Es muy cierto que él desea padecer aquella pena y sentimiento, pues ese mismo sentimiento y dolor es su deleite. Pues ¿qué viene a ser esto sino una gran locura? Porque tanto más se mueve a dolor cualquiera con aquellos lamentables casos cuanto menos sano está de semejantes afectos, aunque cuando es él mismo quien los padece, se suele llamar miseria, y cuando son otros y él se compadece de ellos, se llama misericordia.

Pero ¿qué misericordia ha de ser la que se ordena a unas cosas puramente representadas y fingidas? Porque allí no se le excita al que está oyendo y mirando para que socorra o favorezca a alguno, sino solamente a que se duela de aquel fracaso, y cuanto más se mueve a dolor y sentimiento, tanto más favor le hace el actor de aquellas representaciones. Y si aquellas calamidades y desgracias (verdaderas o fingidas) se representan de modo que no causen sentimiento y dolor al que las mira, se sale de allí fastidiado y quejándose de los actores; pero si se conmueve y enternece, persevera con más intención, y tiene gusto y alegría en llorar.

3. Pues qué, ¿también se aman los dolores? Lo cierto es que todo hombre desea estar gozoso. ¿Acaso consistirá esto en que ya ningún hombre tenga gusto en ser él mismo infeliz y miserable, o en padecer miseria y trabajo alguno, no obstante, tiene gusto y placer en ser compasivo y misericordioso, y como esto no puede serlo sin padecer alguna pena y dolor, por esta sola razón se apetezcan o se amen los dolores?

Este género de compasión puede provenir del claro manantial de la amistad. Pero ¿adónde va a parar esa corriente? ¿Para qué irá esa agua cristalina de la compasión descaminada y perdida la claridad y celestial serenidad que tiene?, ¿para qué irá a entrarse por su propia inclinación en el precipitado arroyo de pez encendida, que exhala grandes ardores de negras liviandades, en los que ella también se muda y se convierte?  —56→  

Pues qué, ¿hemos de desterrar de nosotros la misericordia y compasión? No por cierto. ¿Luego algunas veces se han de amar las penas y dolores? Sí, alma mía, pero cuida mucho de que esa misericordia no vaya a parar a la inmundicia, confiando en la gracia y protección de mi Dios, y Dios de nuestros padres, digno de ser alabado y ensalzado por toda la eternidad; guárdate de emplear tu compasión en la inmundicia.

Ahora yo verdaderamente no dejo de compadecerme y tener misericordia, pero entonces en los teatros me complacía con los amantes cuando conseguían el fin de sus depravados amores, aunque allí no lo ejecutasen más que en apariencia y representación. Mas cuando los amantes padecían la pena y sentimiento de verse privados uno de otro, yo también me contristaba y como que tenía compasión; y no obstante esta diferencia y contrariedad de afectos, me deleitaban entrambos. Pero ahora tengo mayor compasión del que se alegra en una maldad, que de otro que padece pena y sentimiento por verse privado de un deleite pernicioso y haber perdido aquella felicidad infeliz.

Ésta es sin duda más verdadera misericordia; pero en ella no causa deleite el dolor y compasión. Porque aunque merece alabanza por su obra y acto de caridad el que se duele y compadece de un miserable, con todo eso más quisiera él, si es legítima y verdaderamente misericordioso, que no hubiera males de que compadecerse. Porque así como es muy posible que la benevolencia sea malévola o quiera algún mal a otro, así lo es también que el verdaderamente misericordioso desee que haya miserables para que él ejercite su misericordia.

Así es cierto que hay un dolor laudable, pero ninguno hay amable. Porque Vos, Dios y Señor mío, que amáis tan finamente a nuestras almas, por eso más pura y perfectamente que nosotros sin comparación alguna, tenéis misericordia porque no va acompañada de dolor ni pena. Pero ¿quién hay que pueda llegar a tanto?

4. Al contrario me sucedía a mí en aquel tiempo, pues yo, pobre de mí, amaba el compadecerme y buscaba tener de qué dolerme cuando en el trabajo ajeno, fingido y representado, aquella acción y lance con que el cómico me hacía saltar las lágrimas era la que más me agradaba y con mayor vehemencia me suspendía. Pero si andaba yo como infeliz oveja descarriada de vuestro rebaño y sin querer aguantar que fueseis Vos el pasto que me guardaseis, ¿qué maravilla es que estuviese lleno de roña y asquerosos males? De aquí nacía el que yo amase los dolores, no los que me penetrasen muy adentro (pues no deseaba padecer cosas semejantes a las que veía representar), sino unos dolores con los cuales, oídos y representados, me estragase superficialmente; pero a estos dolorcillos exteriores, que hacían lo mismo que las uñas de los que se rascan, se seguía una hinchazón ardiente y una inflamación con materia y corrupción lastimosa. Tal era mi vida; pero Dios mío, ¿era vida eso?

 

Capítulo III

De lo mucho que le disgustaba la conducta de los estudiantes de Cartago

5. Entretanto, vuestra misericordia, fiel siempre conmigo, andaba como volando alrededor de mí, aunque a lo lejos, porque estando yo entregado a tantas maldades y siguiendo los impulsos de mi sacrílega curiosidad, que, alejándome de Vos, me conducía y llevaba a cometer innumerables bajezas y perfidias, que eran otros tantos viles y engañosos sacrificios, en que ofrecía mis malas operaciones en obsequio de los demonios, Vos, Señor, infinitamente misericordioso, disponíais que en todos mis desórdenes hallase mi castigo.

También me acuerdo de que en un día de fiesta y dentro de las paredes de vuestro templo, me atreví a desear desordenadamente un objeto y tratar allí un asunto que me había de producir frutos de muerte. Por eso me castigasteis con graves penas; pero fueron nada respecto de mi culpa, Dios mío, misericordia mía, amparo mío y defensa contra los terribles males en que anduve soberbiamente confiado y orgulloso, apartándome lejos de Vos, siguiendo mis caminos y no los vuestros, y amando una fugitiva libertad que no alcanzaba.

6. También aquellos estudios en que me empleaba y tenían nombre de buenos y honestos se dirigían y ordenaban a que luciese en los tribunales y sobresaliese en los pleitos y alegatos, consiguiendo tanto mayores elogios cuanto inventase y usase mayores engaños. ¡Tan ciegos son los hombres, que llegan a gloriarse de su misma ceguedad!

Ya era yo el primero y principal en la clase de retórica, de lo cual estaba soberbiamente gozoso e hinchadamente vano, aunque mucho más quieto y moderado que otros (como Vos, Señor, lo sabéis), y enteramente apartado de las pesadas burlas y chascos que hacían aquellos estudiantes traviesos y revoltosos, que llamaban eversores o trastornadores (nombre infausto y diabólico que se ha hecho ya como insignia y distintivo de urbanidad), entre los cuales vivía yo con una especie de vergüenza porque no era como ellos. Yo me mezclaba y andaba con ellos y me complacía su amistad, aunque siempre tenía oposición y horror a sus desordenadas travesuras, esto es, a los engaños y chascos con que descaradamente perseguían e insultaban la cortedad y vergüenza de los forasteros y desconocidos, para inquietarlos y descomponerlos sin motivo ni interés alguno más que hacer burla de ellos, y fomentar con estos chascos y burlas sus mal intencionadas alegrías. Nada hay que se parezca más a lo que hacen los demonios que lo que hacían aquéllos. Y así, ¿qué nombre les convenía mejor que el de trastornadores? Pero antes eran trastornados ellos, burlándolos y engañándolos ocultamente los falaces y malignos espíritus, en su misma intención de burlarse de los otros y engañarlos.

  

Capítulo IV

Cómo se encendió en amor a la filosofía, leyendo el tratado de Cicerón que se intitula Hortensio

7. En compañía de éstos estudiaba entonces, siendo aún de poca edad, los libros que trataban de la elocuencia, en la cual deseaba yo sobresalir por un fin tan reprensible y vano como era el deseo de la vanagloria y aplausos de la vanidad humana.

Siguiendo el orden acostumbrado en mi estudio, había llegado a un libro de Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no tanto su ánimo y espíritu. Aquel libro contiene una exhortación del mismo Cicerón a la filosofía, y se intitula el Hortensio. Este libro trocó mis afectos y me mudó de tal modo, que me hizo dirigir a Vos, Señor, mis súplicas y ruegos, y que mis intenciones y deseos fuesen muy otros de lo que antes eran. Luego al punto se me hicieron despreciables mis vanas esperanzas y con increíble ardor de mi corazón deseaba la inmortal sabiduría, y desde entonces comencé a levantarme para volver a Vos. Porque no leía aquel libro para ejercitarme en hablar bien (como juzgarían todos los que supiesen que para este fin estaba yo estudiando a expensas de mi madre, teniendo ya entonces diecinueve años, y habiendo más de dos que mi padre había muerto); no lo leía, pues, ni lo estudiaba para ejercitarme y perfeccionarme en la elocuencia, ni me había él persuadido a seguir lo bien que hablaba, sino lo bueno que decía.

8. ¡Con cuánto ardor, Dios mío, deseaba volver a tomar vuelo y elevarme sobre estas cosas terrenas hasta llegar a Vos! Yo no conocía lo que ejecutabais conmigo por medio de semejantes afectos y deseos, porque en Vos está la sabiduría, en cuyo amor me encendió tanto aquel libro, persuadiéndome lo que en griego se llama filosofía, que es lo mismo que amor de la sabiduría. Muchos hay que engañan por medio de la filosofía, coloreando y desfigurando sus errores con la grandeza y dulzura de tan decoroso nombre, y casi todos los que en aquellos tiempos y en los anteriores habían hecho engaños semejantes, están notados y descubiertos claramente en aquel libro. Allí también se halla aquel saludable aviso y amonestación de vuestro divino Espíritu, hecha a los hombres por boca de un siervo vuestro justo y santo: «Estad atentos y cuidadosos para que ninguno os engañe por la filosofía y vana falacia, fundada en doctrina de los hombres, y conforme a los principios de la mundana ciencia, y no según la de Jesucristo, en quien habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad».

Por lo que a mí toca, bien sabéis, luz de mi corazón, que aún no tenía noticia de estas palabras del Apóstol y lo que únicamente me deleitaba en aquella exhortación era que me encendía en deseos, no de esta o aquella determinada secta de filósofos, sino a que amase y buscase, consiguiese y abrazase fuertemente la sabiduría, tal cual ella era en sí misma, y solamente una cosa me templaba aquel ardor y deseos, y era el no encontrar allí el nombre de Jesucristo. Porque este nombre, por misericordia vuestra, Señor, este nombre de vuestro Hijo y mi Salvador, aun siendo yo niño de pecho, lo había bebido y mamado con la leche de mi madre, y lo conservaba grabado   —59→   profundamente en mi corazón, y todo cuanto estuviese escrito sin este nombre, por muy erudito, elegante y verdadero que fuese, no me robaba enteramente el afecto.

Capítulo V

Le desagradaron las Sagradas Escrituras por parecerle que tenían un estilo humilde y llano

9. Determineme, pues, a dedicarme a la lección de las Sagradas Escrituras, para ver qué tales eran. Y conocí desde luego que eran una cosa que no la entendían los soberbios y era superior a la capacidad de los muchachos; que era humilde en el estilo, sublime en la doctrina y cubierta por lo común y llena de misterios; y yo entonces no era tal que pudiese entrar en ella, ni bajar mi cerviz para acomodarme a su narración y estilo. Cuando las comencé a leer hice otro juicio muy diferente del que refiero ahora, porque entonces me pareció que no merecía compararse la Escritura con la dignidad y excelencia de los escritos de Cicerón. Porque mi hinchazón y vanidad rehusaba acomodarse a la sencillez de aquel estilo, y por otra parte no alcanzaba mi perspicacia a penetrar lo que interiormente contenía. Pero la Sagrada Escritura es tal, que se deja ver sublime y elevada a los ojos de los que son humildes y pequeños, y yo me desdeñaba de ser pequeño y me tenía por grande, siendo solamente hinchado.

Capítulo VI

Del modo con que los maniqueos le engañaron

10. De aquí nació que vine a dar en manos de unos hombres tan soberbios como extravagantes25, y además de eso, carnales y habladores, en cuyas lenguas estaban ocultos los lazos del demonio, y cuyas palabras eran como una liga confeccionada, en que se mezclaban las sílabas de vuestro nombre, del de mi Señor Jesucristo y del Espíritu Santo, abogado y consolador de nuestras almas. Estos nombres los tenían siempre en la boca, pero era solamente en cuanto al sonido de las palabras, pues el corazón lo tenían vacío de la verdad. Pero ellos repetían frecuentemente estas voces: Verdad, verdad, y me la recomendaban mucho y nunca se encontraba en ellos; antes por el contrario, me decían muchas falsedades, no solamente hablando de Vos26, que sois la misma verdad, sino también hablando de   —60→   los elementos del universo, que son obra de vuestras manos. Yo debiera, oh Padre mío, infinitamente bueno y hermosura de todas las criaturas, haber dejado por vuestro amor a todos los filósofos, aunque hayan hablado bien y enseñado doctrinas verdaderas acerca de los tales elementos.

¡Oh verdad, verdad, cuán entrañablemente y de lo íntimo de mi alma suspiraba por Vos, aun en aquel tiempo cuando ellos me hablaban de Vos frecuentemente y de diversos modos, ya sólo de palabra, ya también en sus libros, que eran muchos y grandes!

Éstos eran los platos en que estando yo muy hambriento de Vos, me ministraban ellos el manjar de su doctrina, proponiéndome en lugar de Vos el sol y la luna, hermosas obras vuestras; pero finalmente obras vuestras; no Vos mismo, ni aun las mejores y más principales de vuestras obras. Porque vuestras criaturas espirituales son mucho más excelentes que todas estas corpóreas, por más resplandecientes y celestiales que sean.

Pero mi sed y mi hambre no eran tampoco de aquellas criaturas perfectas y superiores, sino de Vos mismo, de Vos, Verdad eterna, en que no puede haber mudanza alguna, ni la oscuridad más leve y momentánea. No obstante, en los platos de sus libros me presentaban unas ficciones brillantes y especiosas, respecto de las cuales sería mejor amar a este sol (que a lo menos descubre a nuestra vista un verdadero ser), que amar aquellos fantasmas falsos con el alma engañada por los ojos.

Y con todo eso, juzgando yo que aquello que me proponían erais Vos, y teniéndolo por verdad, me alimentaba de ello, aunque no con ansia y apetito, porque en mi paladar no perciba el sabor y gusto de lo que Vos sois: como no erais Vos aquellas vanas ficciones, no me nutría con ellas ni medraba, antes bien me enflaquecía más y consumía.

Una comida soñada es muy parecida a las comidas verdaderas de que se alimentan los que están despiertos y, no obstante ser tan parecidas, no se alimentan ni mantienen con aquel manjar soñado los que están dormidos; pero aquellos otros manjares intelectuales   —61→   de que voy hablando, ni siquiera se parecían a Vos de modo alguno, como después me lo habéis manifestado Vos mismo, porque aquéllos eran unos cuerpos fingidos y fantásticos, respecto de los cuales son mucho más ciertos y verdaderos entes todos estos cuerpos celestiales y terrenos que vemos con los ojos corporales, y que los ven igualmente que nosotros los brutos y las aves, los cuales tienen más cierto y verdadero ser en sí mismos, que en aquellas imágenes que en nuestra imaginación formamos de ellos. Y aún tienen más certeza y realidad aquellas imágenes que en nuestra fantasía formamos de los cuerpos, que los otros fantasmas enormes e infinitos, que con ocasión de aquéllas imaginábamos y fingíamos nosotros, pues absolutamente son nada y no tienen ser alguno en toda la naturaleza, de cuyos fantasmas vanos y fingidos me apacentaba yo entonces, o por mejor decir, no me apacentaba.

Pero Vos, oh amor mío, a quien acudo desfallecido para tener fortaleza, ni sois estos cuerpos tan hermosos que vemos en los cielos, ni los otros que no vemos allí ni los descubrimos, porque Vos sois el que los ha creado a todos ellos, y aun no son ellos las cosas más excelentes y perfectas que habéis creado. Pues ¡cuán lejos estáis de ser aquellos fantasmas que imaginaba yo mismo, y que eran solamente fantasmas de unos cuerpos que no hay ni tienen ser en todo el universo!, respecto de los cuales tienen más verdadero ser y más cierta realidad las imágenes que formamos de aquellos cuerpos que hay verdaderamente en el mundo; pero también los cuerpos tienen más cierto ser y realidad en sí mismos que los fantasmas o ideas que en nuestra imaginación formamos de ellos. No obstante eso, ni Vos sois esos cuerpos tan reales y verdaderos, ni tampoco sois el alma que da la vida a los cuerpos, en lo cual es mejor, más noble y cierto que los cuerpos mismos. Pero Vos sois la vida de las almas, vida de las vidas, que vivís por Vos mismo y sin mudanza alguna, ¡oh vida de mi alma!

11. Pues ¿dónde estabais entonces para mí? ¡Cuán lejos estabais de mí, Dios mío! Mas yo era el que andaba alejado de Vos, y que me veía, como el hijo pródigo, privado aun de las bellotas con que alimentaba a los cerdos. Porque, a la verdad, ¡cuánto mejores eran las fábulas de los gramáticos y poetas que estas ilusiones y trampas engañosas! Pues los versos y composiciones poéticas, y aun la representación de Medea volando por esos aires, son ciertamente más útiles y conducentes que la doctrina de aquellos impostores, que ponían y enseñaban haber cinco elementos, los que decían estar colocados en cinco cuevas o cavernas tenebrosas. Todo lo cual, además de ser fingido y no tener ser alguno, es tan perjudicial, que da la muerte a quien lo llega a creer. Pero los versos y poesías los traslado a verdaderos principios y hago que me sirvan de pasto verdadero, y si cantaba o refería en verso la fábula de Medea, que volaba por los aires, no era afirmándolo como verdadero, ni tampoco lo creía aunque se lo oyese referir a otro; pero aquellas doctrinas confieso que llegué a creerlas.

¡Pobre infeliz de mí!, ¡por qué grados fui cayendo hasta dar en el profundo abismo en que me veía! Porque yo, Dios mío (a quien confieso todas mis miserias, pues tuvisteis piedad de mí antes que yo pensase confesároslas), con mucha fatiga y ansia, por hallarme tan   —62→   falto de la verdad, os buscaba, Dios mío, con los ojos y demás sentidos de mi cuerpo, y no con la potencia intelectiva, en que Vos quisisteis que me distinguiese y aventajase a los irracionales, siendo así que Vos estabais más dentro de mí que lo más interior que hay en mí mismo, y más elevado y superior que lo más elevado y sumo de mi alma.

De este modo vine a dar con aquella mujer27 atrevida y sin prudencia, de quien hace un enigma Salomón, y la propone sentada en su silla a la puerta de su casa, diciendo a los pasajeros: Comed gustosamente de los panes ocultos y guardados, y bebed el agua hurtada, que es más dulce. Ésta, pues, me engañó fácilmente, porque me halló vagueando fuera de mí, esto es, ocupado en las cosas exteriores y que se ven y perciben por los sentidos corporales, que eran únicamente las que yo meditaba en mi interior.

Capítulo VII

Cómo se dejó llevar de la doctrina de los maniqueos

12. No sabía ni conocía yo que hubiese alguna otra cosa que verdaderamente existiese fuera de las corpóreas y sensibles, y así me parecía que obraba como hombre de entendimiento y de ingenio agudo conformándome con aquellos necios que me engañaban, preguntándome de dónde procedía lo malo, si tenía Dios forma corpórea, y si tenía también cabellos y uñas, si se habían de tener por justos los que tenían muchas mujeres a un tiempo, y los que quitaban la vida a otros hombres y sacrificaban animales.

Como yo estaba ignorarte de la verdad acerca de estas cosas, me hallaba no poco embarazado y perturbado con tales preguntas, y por los mismos medios y con los mismos pasos con que me apartaba de la verdad me parecía que la iba alcanzando, por no haber llegado todavía a conocer que no es otra cosa el mal sino privación del bien, hasta llegar al mayor mal, que es la nada y privación de todo bien. Pero ¿cómo lo había yo de conocer, si mi conocimiento por los sentidos no pasaba de las cosas corpóreas, y con el interior conocimiento del alma no pasaba de los fantasmas o especies de mi fantasía?

Tampoco había llegado a conocer que Dios es un puro espíritu y que no tiene partes extensas a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad corpórea, material y de bulto, porque ésta necesariamente ha de ser menor en una parte sola que en el todo. Y aunque se supusiese que dicha cantidad era infinita, seria menor contraída a un cierto y determinado espacio, que extendida por un espacio infinito, y así no estaría toda ella en todas partes, como lo está el espíritu y como lo está Dios. Y además de esto, ignoraba totalmente qué es lo que hay en nosotros por donde seamos semejantes a Dios, y por lo que pueda decir la Escritura con verdad que fuimos formados a imagen y semejanza de Dios.

13. Ni había llegado a conocer aquello en que consiste la justicia   —63→   interior y verdadera, que no arregla sus juicios por la costumbre, sino por la ley rectísima dada y establecida por un Dios todopoderoso, para que se formasen las costumbres de todas las regiones y edades con arreglo a ella, que sabe acomodarse a todas las edades y regiones, no obstante ser una misma en todas partes y tiempos, y no tener diversidad alguna en esta parte respecto de la otra, ni ser de diverso modo en este que en otro tiempo. Con arreglo a esta justicia fueron justos Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y todos los demás que han sido alabados por boca del mismo Dios, aunque los tenga por inicuos la multitud de los ignorantes, que juzgan de todo por principios humanos y miden las costumbres de todo el mundo por el nivel de las suyas y de su tiempo. Esta ignorancia es semejante a la de un hombre que no entendiendo palabra en materia de armaduras, ni sabiendo cuál de ellas corresponde a cada parte del cuerpo, quisiese cubrir la cabeza con las grebas, que es la armadura que corresponde a las piernas, y a éstas quisiese calzarles el morrión o celada, que es para la cabeza, y luego murmurase y se quejase de que ni lo uno ni lo otro se ajustaba ni le sentaba bien. O como si un mercader, en un día en que había ley para que se guardase fiesta desde el mediodía adelante, se diese por ofendido porque no se le permitía vender por la tarde, permitiéndosele vender por la mañana; o como si uno se admirara de ver que en una misma casa se le permitía a un criado inferior coger algunas cosas en la mano, que no se le permitía a otro más principal, v. gr., al copero, que está destinado a ministrar la bebida; o como si uno afeara que se ejecutase detrás de los pesebres lo que no se permitía hacer delante de la mesa; o se indignase porque siendo una la habitación y una la familia, no se daba a todos y en todas partes un mismo trato y una misma cosa.

Así vienen a ser éstos que se irritan cuando oyen decir que en aquellos siglos les fue lícita a los justos alguna cosa que a los de nuestro tiempo les está prohibida, y porque a aquéllos mandó Dios una cosa y a éstos otra, según la diversidad de motivos que ocurrían en diversos tiempos; no obstante que los unos y los otros obraban arreglados a una misma rectitud y justicia. Por ellos mismos están continuamente experimentando que en el cuerpo de un mismo hombre corresponde y viene bien a una parte lo que a otra no le corresponde, que en un mismo día es lícito hacer esta o aquella cosa un poco antes, que de allí a una hora ya no es lícito hacerla, que en una misma casa se permite o se manda hacer alguna cosa en un lugar determinado, que justamente se prohíbe o se castiga que se ejecute en otro.

¿Por ventura se podrá decir por esto que la justicia es mudable y varia? Los tiempos, a quienes ella preside sin mudanza, son los que se varían y se mudan, porque no pueden venir todos juntos, sino sucesivamente unos tras otros, porque esto pide esencialmente el ser y naturaleza de los tiempos.

Pero los hombres, cuya vida sobre la tierra es tan corta, como por una parte no pueden enlazar sensiblemente las causas y motivos que reglaron las costumbres de los primeros siglos, y las de las otras naciones que ellos no han tratado ni experimentado, con las que están experimentando y viviendo todos los días, y por otra parte pueden fácilmente ver en un mismo cuerpo, en un mismo día y en   —64→   una misma casa qué es lo que corresponde a cada uno de los miembros, a cada uno de los instantes y a cada uno de los sitios y personas de una casa; de ahí es que acusan y reprenden aquella diversidad de costumbres, y se conforman con esta otra diversidad de acciones.

14. Todas estas cosas las ignoraba yo entonces, o no las consideraba, y aunque por todas partes se están viendo a los ojos, yo no las veía. Pues aun cuando hacía versos, sabía muy bien que no debía ni podía poner cualesquiera pies en cualquier parte del verso, sino en tal y tal especie de verso, tal y tal pie determinado y en una misma especie de verso no podía poner en todas partes un pie mismo; y el arte de poesía, que daba estas reglas diferentes, no era diverso de sí mismo en un paraje y en otro, sino un solo y único arte que a un mismo tiempo contenía todas estas reglas diferentes.

Pero yo contemplaba que la justicia que había dado la regla a las acciones de los hombres justos y santos contenía mucho mejor y con mayor excelencia y sublimidad todos sus preceptos juntos y de una vez, aunque eran entre sí tan diferentes, sin variarse ella ni admitir mutación alguna, no obstante que en varios tiempos no lo mandaba todo junto, sino que distribuía y repartía en diversos tiempos lo que a cada uno era correspondiente y propio. Y yo, que estaba tan ciego que no veía estas cosas, me atrevía a reprender a aquellos antiguos y santos patriarcas, que no solamente usaban de las cosas que tenían presentes del modo que Dios les mandaba e inspiraba, sino que también anunciaban las cosas venideras según y como Dios se las revelaba.

Capítulo VIII

Explica contra los maniqueos qué pecados se deben detestar siempre

15. Pero ¿acaso podrá señalarse algún tiempo o lugar donde se tenga por malo o se dé por cosa injusta el amar a Dios de todo corazón, con toda el alma y con todas sus potencias, y el amar cada uno a su prójimo como a sí mismo? Por eso todas aquellas maldades que son contra la naturaleza, en todas partes y en todos tiempos son abominables y dignas de castigo, como lo fueron las de los habitantes de Sodoma . Y aunque todas las gentes del mundo se conformaran en cometer aquellas maldades, no por eso dejarían de ser reos del mismo delito y pena, atendiendo a la justicia y ley divina, por cuanto Dios no formó a los hombres para que usasen de sí tan torpemente los unos de los otros. Y así se deshace y se rompe aquella íntima unión y sociedad que debemos tener entre nosotros y Dios, cuando se mancha con el uso perverso de la concupiscencia carnal aquella misma naturaleza que le tiene y reconoce por su Autor.

Pero aquellos delitos y maldades que solamente son contra las costumbres de los hombres en pueblos diferentes se deben evitar siguiendo la diferencia de costumbres de cada pueblo, para que lo que tengan entre sí ordenado y establecido por costumbre o por ley de la ciudad o de la nación no se quebrante por vicioso antojo de ningún ciudadano o extranjero. Porque verdaderamente es torpe y fea cualquiera parte de un cuerpo que no se conforma y conviene con su todo.  —65→  

Pero cuando Dios manda alguna cosa que es contra la costumbre o estatuto de cualesquiera gentes o pueblos, sin duda se debe hacer aunque no se haya hecho allí jamás; y si antes se ejecutaba y se había ya interrumpido, se debe hacer y ejecutar de nuevo; y si no estaba mandado y establecido que se hiciese la tal cosa, se debe establecer y mandar que se haga. Porque si puede un rey mandar en la ciudad y territorio donde reina lo que ninguno de sus antecesores ni tampoco él mismo había mandado hasta entonces, y el obedecerle no es contra las leyes de la sociedad, antes bien lo sería el dejar de obedecerle, porque es deber y concierto universal de la sociedad humana el obedecer a sus reyes; Dios, que es Rey universal de todas las criaturas, ¿cuánto más debe ser obedecido sin la más leve duda en todo cuanto mandare? Porque así como entre los magistrados y gobernadores de la sociedad humana hay uno superior a quien deben obedecer los subalternos, así Dios, como superior a todos, de todos debe ser obedecido.

16. También son detestables y dignos de castigo los delitos que se cometen contra el prójimo con deseo de hacerle algún daño, ya sea de palabra diciéndole alguna afrenta, ya de obra haciéndole algún agravio; y esto tanto si se hace por vengarse de él, como por conseguir algún exterior provecho o interés, como sucede al ladrón respecto del pasajero a quien roba; o por evitar algún mal que le ha de sobrevenir de otro a quien teme; o teniéndole envidia, como acontece en el que es infeliz respecto de otro dichoso, y en el que estando en prosperidad teme y le pesa de que otro se le iguale; o por sólo el gusto y deleite que él saca del daño ajeno, como los que se deleitan en hacer burla de otros, o pegarles chascos.

Éstas son las principales especies de la iniquidad, las cuales nacen del apetito desordenado de dominar, de la vana curiosidad y deseo de ver, o del apetito desordenado de los deleites sensuales, ya sea juntándose todos tres apetitos, ya dos de ellos, ya uno solo. Pues de este modo, dulcísimo y altísimo Dios mío, todos los desórdenes de nuestra vida son transgresiones de vuestra divina ley, o contra los tres primeros preceptos, o contra los siete últimos de vuestro Decálogo, figurado y entendido en la Escritura por El salterio de diez cuerdas.

Pero ¿qué maldades de los hombres pueden llegar hasta Vos, que sois inviolable?, ¿ni qué ofensas pueden ellos efectivamente ejecutar contra Vos, a quien es imposible hacer mal o daño alguno? Pero ¡ah! que Vos castigáis los males que ejecutan contra sí mismos los hombres (pues aun pecando contra Vos, obran cruelmente y sin piedad contra sus almas, y esto es proceder engañosamente la maldad contra sí misma), ya sea viciando y pervirtiendo su propia naturaleza, que Vos creasteis y ordenasteis, ya sea usando inmoderadamente de las cosas lícitas, o deseando ardientemente las que no son permitidas, para abusar de ellas contra el orden natural, ya se hagan reos por desmandarse contra Vos con interiores afectos o con palabras exteriores, tirando coces contra el aguijón, ya sea finalmente cuando rotos los lazos de la sociedad humana y traspasados sus límites, se alegran temerarios y atrevidos con las particulares alianzas o con las divisiones que ellos entre sí privadamente forman, según que el estado actual de las cosas les agrada o les disgusta.  —66→  

Estas maldades ejecutan los hombres cuando os dejan a Vos, que sois fuente de la vida, único y verdadero Creador y Gobernador del universo; y por su propia soberbia y particular orgullo aman en las criaturas un bien aparente y falso. Así es constante que no se vuelve a Vos sino por medio de una humilde piedad, y Vos entonces nos sanáis de nuestras malas costumbres, y perdonáis sus pecados a los que humildemente los reconocen y confiesan, y oyendo Vos los gemidos y sollozos de los pecadores, que se ven aprisionados con los hierros de sus culpas, nos desatáis y dejáis libres de las cadenas que nosotros mismos nos habíamos forjado. Por el contrario, mientras nos sublevamos contra Vos por seguir la falsa libertad de nuestro desenfreno, con el deseo y ansia de conseguir más, padecemos el castigo de perderlo todo, por amar nuestro bien particular más que a Vos mismo, que sois el bien universal de todos.

Capítulo IX

De la diferencia que hay entre los pecados; y de la que hay también entre el juicio de Dios y el de los hombres

17. Pero entre tantas maldades y delitos de los hombres, entre la multitud de sus iniquidades, hay también que contar aquellas faltas que cometen los que comienzan a aprovechar en la virtud; las cuales son reprendidas y vituperadas por aquellos que juzgan rectamente, atendiendo a las reglas de la perfección, y son también alabadas de otros, atendiendo al fruto que esperan de ellas, como se alaba por lo común el trigo aún recién nacido y en verde.

Otras acciones hay que se parecen a los graves delitos y pecados, y realmente no son pecados ni delitos, porque ni son ofensas contra Vos, Dios y Señor mío, ni son contra el bien común y sociedad humana, como cuando se hace alguna prevención y acopio de las cosas propias de la estación del tiempo y necesarias para la vida y, por otra parte, no hay certeza de que sea este cuidado efecto de una codicia desordenada; o cuando se castiga con legítima potestad a los culpados, pero ignorándose si los jueces lo hacen movidos de un mal deseo de mortificarlos. Y así, muchas cosas que a los hombres les parecen vituperables y malas, Vos, Señor, las aprobáis y dais por buenas; y otras muchas, alabadas de los hombres, Vos las desaprobáis como culpables, porque muchas veces la exterior apariencia de la obra es muy distinta del ánimo e intención de quien la ejecuta y de lo que pedía la circunstancia oculta del tiempo en que se hizo o determinó.

Pero cuando Vos mandáis de nuevo alguna cosa nunca usada, no obstante que en otro tiempo la hubieseis prohibido, y que no manifestéis la causa y motivo de mandarla entonces, y aunque finalmente sea contra los estatutos de la sociedad de algunos particulares, ¿quién duda de que se ha de hacer lo que mandáis, siendo cierto y constante que ninguna sociedad de hombres se debe tener por justa y buena sino aquella que os sirve y obedece? Pero dichosos aquéllos que saben ciertamente que Vos habéis mandado alguna cosa, porque entonces vuestros siervos hacen todas las cosas, o para cumplir las obligaciones que tocan al tiempo presente, o para prevenir y anunciar lo que ha de suceder en lo futuro.

Capítulo X

Desvaríos de los maniqueos acerca de los frutos de la tierra

18. Siendo así que ignoraba yo estas cosas, me burlaba de aquellos santos antiguos que fueron vuestros siervos y vuestros profetas. ¿Y qué es lo que hacía con burlarme de ellos, sino daros motivo de que os burlarais de mí, pues vine poco a poco a dar insensiblemente en aquellas extravagancias y desvaríos de creer que cuando los higos se arrancaban del árbol, ellos y la higuera, que era su madre, lloraban de sentimiento28 lágrimas de leche? Pero que si algún santo de los maniqueos29 comía aquel higo arrancado (suponiendo que él no hubiese cometido el delito de arrancarle, sino que le hubiese cortado o arrancado otro), y por medio de la digestión le mezclaba30 con su propia sustancia, después, gimiendo y sollozando en su oración, despedía en el aliento y exhalaba de aquel higo no sólo ángeles, sino también partículas del Dios sumo y verdadero, las cuales hubiesen estado siempre atadas a aquel higo si no se hubieran disuelto por los dientes y estómago de aquel varón santo y escogido.  

Y yo, infeliz y miserable, creía que mayor misericordia debíamos usar con los frutos de la tierra que con los hombres para quienes se producían. Porque si alguno que estaba necesitado de alimentos los pedía, sería como condenar a muerte aquel fruto, si se le daba a alguno que no fuese maniqueo.

Capítulo XI

Llanto y sueño de Santa Mónica acerca de la conversión de su hijo Agustín

19. Vos, Señor, usando conmigo de vuestra paternal benignidad, desde lo alto del cielo extendisteis vuestra mano poderosa y sacasteis a mi alma de una profundidad tan oscura y tenebrosa como ésta, habiendo mi madre, vuestra sierva fiel, derramado delante de Vos más lágrimas por mí que las otras madres por la muerte corporal de sus hijos. Porque con la fe y espíritu que Vos le habíais dado, veía ella la muerte de mi alma. Mas Vos, Señor, os dignasteis oír sus oraciones; Vos os dignasteis oírla y no despreciasteis sus lágrimas, que copiosamente corrían de sus ojos, hasta regar con ellas la tierra en todos los sitios en que se ponía a hacer oración por mí en presencia de vuestra divina Majestad, que se dignó oírla y atender a su llanto y oración. Porque, ¿de dónde sino de Vos le había de venir aquel sueño que tuvo, con el cual la consolasteis tanto que me permitió vivir31 en su compañía, comer a su mesa y habitar en su casa, lo que antes no había querido consentir por lo mucho que ella aborrecía y detestaba los errores y blasfemias de mi secta? Un día, pues, estando dormida, soñó que estaba puesta de pie sobre una regla de madera, y que se le acercó un joven gallardo y resplandeciente con rostro alegre y risueño, estando ella muy afligida y traspasada de pena, el cual le preguntó la causa de su aflicción y tristeza, y de tantas lágrimas como derramaba todos los días, no para saberlo de su boca, sino para tomar de aquí ocasión de instruirla y enseñarla, como suele suceder en tales sueños. Ella le respondió que era mi perdición lo que la hacia llorar, y él le mandó entonces y le amonestó (para que viviese más segura en este punto) que reflexionase con atención y viese que donde ella estaba, allí mismo estaba yo también. Luego que oyó esto miró con atención y me vio estar junto a sí en la misma regla. ¿De dónde le vino este consuelo sino de aquella suma bondad con que atendíais a los gemidos de su corazón? ¡Oh!, ¡cuán bueno sois, Dios y Señor mío todopoderoso, que de tal suerte cuidáis de cada uno de nosotros, como si fuera el único de quien cuidáis, y de tal modo cuidáis de todos como de cada uno de por sí!

20. ¿De dónde sino de Vos le vino también aquella respuesta que me dio tan pronta y oportuna, cuando al referirme el sueño que   —69→   había tenido, y procurando yo interpretarle diciendo: Que antes bien el sueño significaba que ella podía vivir con esperanzas de ser algún día lo que yo era, respondió inmediatamente y sin detenerse en nada: No por cierto, no es así, porque a mí no se me dijo: donde él está, allí también estás tú, sino al contrario: donde tú estás, allí también está él?

Yo os confieso, Señor, que, según lo que me acuerdo y varias veces he contado, más me movió esta respuesta que Vos me disteis por boca de mi piadosa madre, que el sueño mismo que me refirió y con que tan anticipadamente anunciasteis la alegría y gozo que había de tener, aunque de allí a mucho tiempo, para darle desde entonces algún consuelo en la aflicción y solicitud que tenía por mí. Pues ella, bien lejos de turbarse con la falsedad de mi interpretación, aunque verosímil y aparente, se impuso al instante en la verdad, y vio prontamente cuanto había que ver acerca del suceso, y lo que yo verdaderamente no había advertido antes que ella lo dijera.

Aun después de todo esto estuve yo casi por espacio de nueve años32 revolcándome en lo profundo del cieno, y rodeado de tinieblas de error y falsedad. Y aunque muchas veces procuré levantarme y salir del abismo profundo, con el hincapié y conatos que hacía, me hundía más adentro; y entretanto aquella viuda casta, piadosa, templada, y tal cuales son las que Vos amáis, ya más alegre con la esperanza que le habíais dado, pero no por eso menos solícita en llorar y gemir, no cesaba de importunaros a todas horas con sus oraciones y lágrimas por mi conversión, y aunque eran bien admitidos en vuestra divina presencia sus fervorosos y continuos ruegos, no obstante Vos dejabais que me envolviese y revolviese todavía más en aquella espesa oscuridad de mis errores.

Capítulo XII

Lo que un santo obispo respondió a Santa Mónica acerca de la conversión de su hijo

21. También en este tiempo intermedio le disteis otra respuesta y misterioso aviso, semejante al pasado y para el mismo intento, de lo cual quiero hacer aquí conmemoración, no obstante que omito otras muchas cosas, ya porque no puedo acordarme de todas ellas, ya por llegar más presto a confesaros las que son más urgentes y precisas. Por boca, pues, de un ministro vuestro, que era sacerdote y obispo, educado y criado en vuestra Iglesia, y muy práctico y versado en vuestras Santas Escrituras, le disteis otra respuesta y aviso misterioso. Porque habiéndole mi madre suplicado que tuviese a bien el hablarme e impugnar mis errores hasta desengañarme de mis falsos dogmas y perversa doctrina, y enseñarme la buena y verdadera (súplica que hacía también a todos los hombres sabios que encontraba,  y le parecían a propósito para este efecto), lo rehusó aquel obispo, en lo que se portó prudentemente, respondiendo a mi madre, según supe después, que estaba yo todavía incapaz de admitir otra doctrina, porque estaba muy embelesado en la novedad de aquella herejía maniquea y envanecido de haber dado en qué entender a muchos ignorantes con varias cuestiones y sofismas que les proponía, como ella misma le había contado. Pero también le dijo: Dejadle por ahora en su error, y no hagáis más diligencia que rogar a Dios por él, que él mismo, continuando en estudiar y leer, llegará a conocer cuán enorme es el error e impiedad de la secta maniquea. También le refirió él mismo cómo siendo él niño le habían entregado a los maniqueos por voluntad de su madre, a quien antes habían engañado y que no solamente había él leído casi todos sus libros, sino que también los había copiado de su puño, y que él por sí mismo y sin que ninguno le arguyese ni impugnase, había conocido cuán abominable y digna de dejarse era aquella secta, y como tal la había abandonado. Pero habiendo acabado de decirle todo esto, como mi madre no se aquietase, sino que antes bien le instase más y más, importunándole con ruegos y lágrimas para que se viese y disputase conmigo, él entonces, como cansado ya de su importunación, le dijo: Déjame, mujer, así Dios te dé vida, que es imposible que un hijo de tantas lágrimas perezca. Palabras que mi madre recibió como si hubieran sonado desde el cielo, según ella me lo repitió muchas veces en nuestras familiares conversaciones.

  


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📜 Biografía de San Agustín en Wikipedia


Confesiones de San Agustín – Índice de Libros

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