Confesiones de San Agustín – Libro IV

Confesiones de San Agustín – Libro IV – Formato Audio y Texto

Confesiones de San Agustín - Libro IV

El «Confesiones de San Agustín – Libro Confesiones de San Agustín – Libro IV» nos sumerge en una fase crítica y reveladora de la vida de Agustín, marcada por reflexiones profundas sobre la amistad, la muerte y la búsqueda de la verdad. Este libro es esencial para comprender la evolución del pensamiento de Agustín y su camino hacia la conversión espiritual, ofreciendo una mirada introspectiva a sus experiencias personales y su desarrollo intelectual durante sus años de juventud.

En este segmento de las Confesiones, Agustín relata la dolorosa pérdida de un amigo íntimo, un evento que tuvo un impacto significativo en su vida y pensamiento. Este suceso lo lleva a cuestionar la naturaleza efímera de la existencia humana y el valor de los lazos terrenales, impulsándolo a una búsqueda más profunda de un significado que trascienda lo material y lo temporal. A través de su narrativa, Agustín no solo comparte su dolor y su duelo, sino que también explora la influencia de la filosofía neoplatónica en su forma de entender el mundo y su relación con lo divino.

El «Confesiones de San Agustín – Libro Confesiones de San Agustín – Libro IV» también destaca por su análisis de la belleza y la estética, donde Agustín reflexiona sobre lo bello y lo conveniente, y cómo estos conceptos se relacionan con la percepción humana y la realidad divina. Su enfoque filosófico se entrelaza con su desarrollo espiritual, mostrando cómo sus estudios y sus escritos, incluidos los dedicados a figuras retóricas de renombre como Hierio, influyeron en su camino hacia la fe cristiana.

Este libro es crucial para entender cómo los eventos personales y las influencias intelectuales moldearon a Agustín, llevándolo gradualmente hacia una comprensión más profunda de Dios y la espiritualidad. Al leer el «Confesiones de San Agustín – Libro 4», los lectores se adentran en un viaje que es tanto histórico como profundamente personal, ofreciendo lecciones sobre cómo las adversidades y los interrogantes filosóficos pueden ser catalizadores para el crecimiento espiritual y la transformación personal.


Confesiones de San Agustín – Libro 4

Recorre los nueve años de su vida, en que desde el año 19 hasta el 28 enseñó retórica y tuvo una manceba, y se dedicó a la astrología genetliaca. Después se duele del excesivo e inmoderado dolor que tuvo por la muerte de un amigo, y el mal uso que hacía de su excelente ingenio

Capítulo I

Del tiempo que empleó en engañar y pervertir a otros, y de los medios que usaba para ello

1. Durante aquel mismo espacio de los nueve años que he dicho, contados desde los diecinueve de mi edad hasta los veintiocho, viví engañado y engañando a otros; y entre la variedad de mis deseos y apetitos, tan pronto era engañado como engañador, ya públicamente, enseñando las artes que llaman liberales, ya ocultamente bajo el pretexto y falso nombre de religión, siendo allí soberbio, aquí supersticioso, y en todas partes vano. Por una parte seguía continuamente el humo y aire de la gloria popular, queriendo llevarme siempre los aplausos del teatro, y ser preferido a todos los demás competidores en hacer versos, y llevarme las despreciables coronas con que eran premiados los que salían vencedores en las contiendas de ingenio y, finalmente, sobresalir en las locuras de los espectáculos y en la destemplanza de los apetitos; y por otra parte deseando purificarme de todas estas manchas, llevaba que comer a los que entre los maniqueos se llamaban escogidos y santos, para que en la oficina de su estómago me fabricasen ángeles y dioses que me librasen de todos mis pecados. Estos delirios seguía y practicaba entonces en compañía de mis amigos, engañados por mí, que estaba tan engañado como ellos.

Búrlense en hora buena de mí aquellos hombres soberbios y arrogantes que no han sido hasta ahora saludablemente postrados y abatidos por vuestra mano poderosa, Dios y Señor mío, que yo por eso no tengo que omitir la confesión de mis infamias, para gloria y alabanza vuestra. Permitidme, os ruego, y concededme que vaya recorriendo mi memoria con exactitud los pasados rodeos y extravíos de mis errados procederes, y que de todos ellos os haga un sacrificio   —72→   con que mi alma quede llena de júbilo y alegría. Porque a la verdad, si Vos no me guiáis y vais conmigo, ¿qué seré para mí quedando solo, sino una guía ciega que me vaya llevando al precipicio? Y por el contrario, cuando hago algo de bueno, ¿qué hago yo sino recibirlo de Vos, o qué soy sino un niño que recibe el néctar de vuestros pechos o, cuando más, un hombre que se sustenta de Vos mismo, que sois manjar incorruptible? Y ¿qué es cualquier hombre, sea el que fuere, si al fin no es más que un hombre? Pues búrlense de mí en hora buena esos espíritus fuertes y poderosos, mientras que yo, flaco y pobre, confieso vuestro nombre y os alabo.

Capítulo II

De cómo enseñaba retórica; de la fidelidad que guardaba a una mala amistad que tenía; y cómo despreció los pronósticos de un agorero

2. Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero bien sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que comúnmente se llaman buenos33, a los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar engaños, no para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender alguna vez al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por un camino tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que enseñaba a los que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.

En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio, sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de nacido los obliga a que le tengan amor.

3. También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición pública de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuánto le había de dar por que él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella maldad, no fue por amor vuestro, porque aún no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros sino como   —73→   una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose de los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios, siendo así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y diversión con nuestros errores?

Capítulo III

Cómo dejó el estudio de la astrología, a que se había dedicado por consejo de un anciano bien instruido en medicina y física

4. Por eso no cesaba de consultar a aquellos otros impostores que llamaban matemáticos34, porque éstos no usaban de sacrificio alguno, ni oraciones y conjuros dirigidos a los demonios para adivinar; no obstante que sus predicciones también las reprueba y condena la cristiana y verdadera piedad. Lo bueno y justo es confesarse a Vos, Señor, y deciros: Tened misericordia de mí y sanad mi alma, pues ha pecado contra Vos; y no abusar de vuestro perdón para volver a pecar, sin tener muy presenta aquella sentencia del Salvador: Mira, hombre, que ya estás sano; no quieras pecar más, no sea que te suceda algo peor. Esta saludable doctrina intenta de todo punto destruirla dichos astrólogos cuando dicen: «Del influjo de los cielos nace a los hombres la causa inevitable de pecar: el planeta Venus, o Saturno o Marte hicieron esto o aquello». Y esto lo dicen para que el hombre, que es carne y sangre y corrupción soberbia, quede disculpado, y se atribuya el pecado al Creador y Gobernador del cielo y de los astros. ¿Y quién es éste sino Vos, Dios nuestro, que sois dulzura y suavidad inefable, origen y fuente de toda justicia, que dais a cada uno según sus obras, y no despreciáis un corazón contrito y humillado?

En aquel tiempo había un hombre muy hábil, muy sabio y excelente en el arte de la medicina35, el cual en nombre del cónsul a quien pertenecía la acción, había puesto con su mano propia la corona que yo había ganado en el certamen de poesía sobre mi cabeza malsana; aunque esto no lo hizo en cuanto médico, porque de aquella mi dolencia sólo Vos sois el médico, que sois quien resiste a los soberbios y da gracias a los humildes. Pero ¿acaso dejasteis de   —74→   serviros también de aquel anciano para mi provecho y para el remedio y medicina de mi alma?

Pues como yo me había hecho muy familiar suyo, y asistía continua y atentamente a sus razonamientos (que sin adorno y hermosura de palabras eran gustosos y graves por lo agudo de sus sentencias), luego que conoció por mis conversaciones que yo estaba muy dedicado a los libros astrológicos, me amonestó benigna y paternalmente que los arrojase de mí y no gastase mi cuidado y estudio en aquella locura y vanidad, pudiendo emplearle en cosas útiles. También dijo que él había aprendido de tal suerte aquel arte, que en los primeros años de su edad quiso seguir aquella profesión para ganar de comer, esperando que, pues había entendido a Hipócrates, también podría entender aquellas doctrinas; pero que no por otro motivo las había dejado y seguido la medicina, sino porque había llegado a conocer que eran falsísimas; y siendo un hombre de juicio, no quería ganar la comida engañando a los hombres. «Pero tú, dijo él, tienes la cátedra de retórica con que sustentarte y vivir en el mundo, y sigues esta falsedad engañosa, no por necesidad, sino voluntariamente y por tu gusto, por lo que tanto más debes creerme lo que te digo de aquel arte, pues trabajé por saberlo tan perfectamente que pensaba mantenerme de aquella profesión sólo». Y habiéndole preguntado cuál era la causa de que por medio de aquella doctrina se pronosticasen muchas cosas que salían ciertas, me respondió lo mejor que pudo, que la fuerza de la suerte esparcida por todas las cosas naturales era la que causaba esos aciertos. Porque, decía él, si muchas veces queriendo alguno saber algo por suerte, y valiéndose para esto de los versos de cualquier poeta (en los que su autor dijo e intentó otra cosa muy distinta), suele suceder que el verso se acomoda y ajusta maravillosamente al asunto y negocio que se buscaba, no será mucho que del alma humana, movida de superior instinto, y sin advertir esa emoción que se hace en ella, salga alguna respuesta por suerte y casualidad, no por arte ni regla, que se acomode y adapte a los hechos y asuntos de quien hace la pregunta.

6. Y esto, Señor, me lo procurasteis enseñar por medio de aquel sabio médico que estaba ya desengañado de aquellas falsedades, y dejasteis con esto delineado en mi memoria lo que yo por mí mismo había de buscar e investigar en adelante. Pero entonces ni el anciano médico ni mi amadísimo Nebridio, mancebo de gran bondad y gran juicio, que se burlaba de todo aquel arte de adivinar, pudieron persuadirme de que dejase el estudio de aquellas doctrinas, porque me movía todavía más que ellos la autoridad de los autores de aquellos libros, y porque aún no había hallado un documento seguro y convincente, como lo buscaba, que me pusiese en evidencia de que las cosas que sucedían conforme las predijeron los astrólogos cuando se les consultaba salían verdaderas por la suerte y el acaso, y no por el arte de la observación de los astros.

Capítulo IV

Refiere la enfermedad y bautismo de un amigo suyo a quien él había pervertido, cuya muerte sintió y lloró amargamente

7. En aquellos años, y al mismo tiempo que había comenzado a enseñar en la ciudad en que nací, había adquirido un amigo, que porque estudiamos juntos, por ser de mi edad y estar ambos en la flor y lozanía de la juventud, llegó a serme muy amado. Desde niños habíamos crecido juntos, habíamos ido juntos a la escuela y juntos habíamos jugado. Pero entonces aún no era tan estrecha nuestra amistad, aunque ni tampoco después cuando digo que le amé tanto, era nuestra amistad tan verdadera como debe ser, porque sólo es verdadera amistad la que Vos formáis entre los que están unidos a Vos por la caridad que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo, que nos fue enviado y dado.

Pero no obstante era para mí aquella amistad dulcísima y sazonada con el fervor de nuestros iguales cuidados y estudios. Porque también le había yo desviado, aunque no entera y radicalmente, de la verdadera fe que siendo joven seguía, y le había inclinado a aquellas falsedades supersticiosas y perjudiciales que hicieron a mi madre llorar tanto por mí. De modo que aun en el error que seguíamos interiormente éramos iguales y no podía mi alma hacer nada sin él. Pero he aquí que Vos, yendo a los alcances a vuestros siervos fugitivos, como Dios de las venganzas, y al mismo tiempo fuente inagotable de las misericordias, convirtiéndonos a Vos por caminos y modos admirables, sacasteis de esta vida a aquel mancebo, cuando apenas se había cumplido un año de nuestra amistad, que me era más deliciosa que todas las delicias que en aquel tiempo gozaba.

8. ¿Quién hay que sea él solo suficiente a contar los motivos que tiene para alabaros, por lo que ha experimentado solamente en sí mismo? ¿Qué es lo que entonces ejecutasteis, Dios mío? ¡Oh, cuán insondable es la profundidad de vuestros juicios! Porque estando aquel amigo mío enfermo de calenturas, le dio una vez un síncope, que le duró mucho tiempo, juntamente con un sudor mortal, y viéndosele ya sin esperanzas de vida, se le dio el Bautismo sin que él lo supiese, ni pudiese conocerlo, lo cual me dio poco cuidado, persuadiéndome que su alma conservaría mejor lo que yo le había enseñado, que lo que se ejecutaba en su cuerpo sin saberlo él ni advertirlo. Pero muy al contrario sucedía, porque él volvía en sí y con salud en el alma36.

Luego al punto que pude hablarle (y pude luego que él pudo oírme, pues no me apartaba de su lado, y mutuamente pendíamos uno de otro), intenté burlarme del Bautismo que le habían dado, cuando se hallaba muy lejos de tener conocimiento ni sentido: creyendo yo que él también se burlaría conmigo de aquel hecho, como que ya sabía entonces que le habían bautizado. Mas luego que oyó mi burla, me mostró tanto horror como si fuera yo su mayor enemigo,   —76→   y me amonestó con una admirable y repentina libertad, que si quería ser amigo suyo, no volviese a hablar de aquello por aquel estilo. Yo entonces, espantado todo y turbado, reprimí lo que se me ofrecía responderle, dejándolo para cuando hubiese convalecido y estuviese capaz con las fuerzas de su cabal salud, para poderle yo decir entonces todo cuanto quisiese. Pero pocos días después, estando yo ausente, le acometieron otra vez las calenturas y murió; mejor dicho, fue como arrebatado de entre las manos de mi locura, para estar bien guardado junto a Vos para mi consuelo.

9. Sentí tanto su pérdida, que se llenó mi corazón de tinieblas, y en todo cuanto miraba, no veía otra cosa sino la muerte. Mi patria me servía de suplicio y la casa de mis padres me parecía la morada más infeliz e insufrible; todo cuanto había contado y comunicado con él, se me volvía en crudelísimo tormento, viéndome sin mi amigo. Por todas partes le buscaban mis ojos, y en ninguna le veían. Aborrecía todas las cosas, porque en ninguna de ellas le encontraba, ni podían ya decirme, como antes cuando vivía y estaba fuera de casa o ausente: espera, que ya vendrá. Estaba yo trocado en un confuso enigma sin entenderme a mí mismo y preguntaba a mi alma por qué estaba tan triste y por qué me afligía tanto; y no tenía qué responderme. Y si le decía: Espera en Dios, con razón me desobedecía, porque más verdadero ser tenía, y mucho mejor era aquel amadísimo hombre que había perdido, que aquel fantasma que yo entonces creía Dios, y en quien le mandaba que esperase. Sólo el llanto me era más dulce y gustoso, y el sucesor de mi amigo en causar las delicias de mi alma.

Capítulo V

Por qué los afligidos e infelices tienen gusto en llorar

10. Mas ahora, Señor, ya que pasaron todas aquellas cosas y con el tiempo se me ha mitigado el dolor de aquella herida, ¿podré escuchar de Vos que sois la verdad eterna y aplicar los oídos de mi alma a vuestra boca, para que me digáis por qué el llanto es gustoso a los desventurados y afligidos?

¿Por ventura, Señor, no obstante que estáis presente en todas partes, será posible que estén muy lejos de Vos nuestras necesidades y miserias? Vos, Señor, inalterablemente permanecéis en Vos mismo; pero nosotros nos mudamos continuamente, experimentando siempre diversos acaecimientos y novedades, y no nos quedará siquiera el consuelo de la esperanza, si no llegaran a vuestros oídos nuestras lágrimas.

Pues ¿en qué consiste que el gemir, el llorar, el suspirar, el quejarse se tiene como un fruto suave y dulce que se coge de la amargura de esta vida? ¿Acaso lo que hay dulce y gustoso en el llanto es la esperanza que tenemos de que Vos oigáis nuestros suspiros y lágrimas? Pero esto era bueno para que lo dijéramos de los ruegos y súplicas que os hacemos, porque siempre van acompañadas del deseo de llegar a conseguir algo. Mas en el dolor y sentimiento de una cosa ya perdida y en el triste llanto de que entonces estaba yo cubierto, ¿podremos por ventura decir lo mismo? Porque yo no esperaba que mi amigo resucitase, ni con mis lágrimas pretendía   —77→   tal cosa; sino solamente era mi fin sentir su muerte y llorarla, porque me hallaba infeliz y miserable, y había perdido lo que causaba toda mi alegría. ¿O es acaso que siendo amargo el llorar, nos causa deleite cuando llegamos a tener disgusto y aborrecimiento de las cosas que gozábamos antes con placer y alegría?

Capítulo VI

De lo mucho que sintió la muerte de su amigo

11. Mas ¿para qué hablo de esto?, pues no es ahora ocasión de haceros preguntas, sino de confesaros mis miserias. Yo era miserable como lo es cualquier alma aprisionada con el amor de las cosas perecederas, que cuando las pierde, la despedaza el sentimiento, y entonces es cuando conoce toda su miseria aun antes de perderlas. Así me hallaba yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en mi amargura. Tal como ésta era mi miseria, y más que a aquel amigo mío amaba yo la vida miserable que tenía, pues aunque quisiera trocarla, con todo eso no quisiera perderla antes que perderle a él, ni sé si quisiera perderla por él, como se refiere de Orestes y Pílades (si es que no sea fingido), que querían morir el uno por el otro, o entrambos al mismo tiempo, porque tenían por mayor daño vivir el uno sin el otro. Pero no sé qué afecto muy contrario a éste había nacido en mí, pues tenía grandísimo tedio de la vida y miedo de la muerte. Yo creo que cuanto mayor era el amor que le tenía, tanto más aborrecía y temía a la muerte, como a enemiga crudelísima que me lo había quitado, y juzgaba que ella había de acabar de repente con todos los hombres, una vez que había podido acabar con aquél.

Así cabalmente me hallaba yo, que bien presente lo tengo. Ved aquí mi corazón, Dios mío: he aquí todo mi interior; ved que no lo tengo olvidado, esperanza mía, que me limpiáis de la inmundicia de semejantes afectos, atrayendo a Vos los ojos de mi alma, y librando mis pies de los lazos que me tenían enredado. Me admiraba de que los demás mortales viviesen, pues había muerto aquél a quien yo amaba como si no hubiera de morir, y más me maravillaba de que habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo Horacio, hablando de un amigo suyo, que era la mitad de su alma, porque yo creí que la mía y la suya habían sido una sola alma en dos cuerpos. Y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias y como dividido37, y por eso quizá temería el morirme, porque no muriese de todo punto aquel a quien había amado tanto.

Capítulo VII

Cómo se salió de su patria por no poder aguantar este dolor

12 ¡Oh, qué locura no saber amar a los hombres humanamente! ¡Oh, qué necio hombre era yo, pues las cosas humanas las padecía sin moderación! Y así me acongojaba, suspiraba, lloraba, andaba   —78→   turbado, incapaz de descanso ni consejo. Traía mi alma como despedazada, ensangrentada, impaciente de estar conmigo y no hallaba dónde ponerla. No hallaba descanso alguno ni en los bosques amenos, ni en los juegos y músicas, ni en los jardines olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y, finalmente, ni lo hallaba en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz, y todo cuanto no era mi amigo me era insufrible y odioso, menos el gemir y llorar, pues solamente en esto tenía algún corto descanso. Pero luego que se le quitaba o estorbaba a mi alma este triste alivio, me abrumaba la pesada carga de mi miseria.

Bien sabía yo que debía levantar mi alma hacia Vos, Señor, para que me la curaseis; pero ni quería, ni podía, y tanto más incapaz me hallaba para esto, cuanto lo que yo pensaba de Vos era menos sólido y estable. Porque lo que yo imaginaba no erais Vos, era un vano fantasma lo que en mi error tenía por mi Dios. Y si me esforzaba por poner mi alma en aquello que yo imaginaba ser mi Dios para que allí descansase, se resbalaba por no hallar solidez y volvía a caerse sobre mí, quedando yo hecho una infeliz morada de mí mismo, donde ni pudiese estar ni la pudiese dejar. Porque ¿adónde podría huir mi corazón que se alejara de sí mismo?, ¿adónde huiría de mí?, ¿dónde dejaría de ir tras de mí? No obstante, me salí de mi patria y desde Tagaste me fui a Cartago, porque allí buscaban menos mis ojos a mi amigo, donde no tenía costumbre de verle.

Capítulo VIII

Cómo el tiempo y el trato con los amigos le fueron curando su sentimiento

13. No se van los tiempos en balde, ni pasan ociosamente por nuestros sentidos, antes bien producen en nuestras almas efectos admirables. Venía y pasaba el tiempo un día tras de otro, y viniendo y pasando días iba yo adquiriendo nuevas especies y diferentes memorias; así, poco a poco volvía a aficionarme a los antiguos placeres, a los que iba cediendo aquel dolor y sentimiento mío. No le sustituían otros nuevos dolores, sino causas y principios de otros dolores nuevos. Porque ¿de dónde provino que con tanta facilidad y tan íntimamente penetrase aquel dolor mi corazón, sino porque yo había derramado mi alma inútilmente en la arena, amando a aquel hombre, que había de morir, como si fuera inmortal?

Lo que principalmente contribuyó a mi alivio y restablecimiento fue el trato y los consuelos de los amigos, que amaban lo que yo amaba en lugar de Vos; y esto era una gran fábula y un tejido de mentiras, con cuyo uso continuado se corrompía nuestra alma complaciéndose en oírlas. Pero aquella fábula no moría para mí, no obstante que muriese alguno de mis amigos.

Otras cosas había que me estrechaban más fuertemente a ellos, como el conversar y reírnos juntos, servirnos unos a otros con buena voluntad, juntarnos a leer libros divertidos, chancearnos y entretenernos juntos, discordar alguna vez en los juicios, pero sin oposición de la voluntad, y como lo suele uno ejecutar consigo mismo,   —79→   y con aquella diferencia de dictámenes (que rarísima vez sucedía) hacer más gustosa la conformidad que teníamos en todo lo demás, enseñarnos mutuamente alguna cosa, o aprenderla unos de otros, tener sentimientos de la ausencia de los amigos y alegría en su llegada. Con estas señales y otras semejantes que, naciendo del corazón de los que se aman, se manifiestan por el semblante, por la lengua, por los ojos y por otros mil movimientos agradables, que servían de fomento a nuestro amor, encendíamos nuestros ánimos, y de muchos hacíamos uno solo.

Capítulo IX

De la amistad humana, y que es dichoso el que en Dios y por Dios ama a sus amigos

14. Esto que acabo de decir es lo que se ama en los amigos, y de tal modo se ama, que se tendría por culpado el hombre que no amase al que le ama, o no correspondiese con su amor al que le amó primero, sin desear ni pretender de su amigo otra cosa exterior más que estos indicios y muestras de benevolencia. De aquí nace aquel llanto y lamento cuando muere algún amigo; de aquí aquellos lutos que aumentan nuestro dolor; de aquí el tener afligido el corazón convirtiéndose en amargura la dulzura que antes gozaba; y de aquí la muerte de los que viven, por la vida que han perdido los que mueren. Dichoso el que os ama a Vos, y a su amigo le ama en Vos, y a su enemigo por amor de Vos. Porque sólo está libre de perder a ninguno de sus amados quien los ama a todos en aquél que nunca puede perderse ni faltar. ¿Y quién es éste sino nuestro Dios, y un Dios que hizo el cielo y la tierra, y que llena tierra y cielo, porque llenándolos los creó?

A Vos, Señor, nadie os pierde sino el que os deja, y el que os deja, ¿adónde va o adónde huye, sino de Vos, amoroso, a Vos mismo enojado? Porque ¿dónde no hallará vuestra ley para su castigo? Pues vuestra ley es la verdad y Vos sois la verdad misma.

Capítulo X

Cómo la bondad de todas las criaturas es muy limitada y transitoria, e incapaz de dar quietud y descanso a los deseos del alma

15. Dios de las virtudes, convertidnos a Vos, mostradnos vuestro rostro, y seremos salvos. Porque a cualquier parte que se vuelva el corazón del hombre ha de tener que padecer dolores, si no es que se vuelva hacia Vos, aunque se abrace con las criaturas más hermosas que están fuera de Vos y fuera de él. Ellas no tuvieran ser alguno si no le hubieran recibido de Vos: ya nacen, ya mueren; nacen como que comienzan a ser, crecen para perfeccionarse y, después de perfectas, envejecen y acaban; pero no38 todas las criaturas   —80→   se envejecen, y todas se acaban. De modo que cuando nacen y caminan a ser, cuanto más aceleradamente crecen para lograr el lleno de su ser, tanta más prisa se dan para no ser. Éste es el modo propio de su ser y naturaleza. Solamente les habéis dado que sean partes de unas cosas, que no existen todas a un tiempo y de una vez, sino que faltando unas y sucediendo otras, forman el universo y el todo, de quien ellas son partes. Así se forman también nuestra conversación y plática cuando la tenemos boca a boca o de palabra, porque el todo de nuestra conversación nunca llegaría a tener su ser propio, si después que una palabra se pronunció en cuanto a todas las sílabas que la componen, no cesara y dejara de ser para que otra palabra le suceda.

Alábeos por estas cosas mi alma, Dios mío, Creador de todas ellas, pero no sea de modo que por los sentidos del cuerpo se quede con apego y algún amor a ellas. Porque van estas cosas caminando sin parar hacia el no ser y despedazan al alma con pestilentes deseos de existir siempre y descansar en las mismas cosas que ama. Pero en estas cosas transeúntes y sucesivas no tiene el alma en dónde parar y descansar, porque ellas, como no paran, huyen; ¿y quién es capaz de seguirlas con los sentidos corporales ni de retenerlas aun cuando están más presentes?

Los sentidos del cuerpo son tardos y perezosos como les corresponde ser a unos sentidos corpóreos, y eso es modo y propiedad de su naturaleza. Son suficientes, hábiles y proporcionados para lo que fueron creados; pero no son suficientes para detener las cosas transitorias que van corriendo desde el principio que les corresponde hasta el fin que les está señalado. Porque en vuestra eterna palabra por quien fueron creados, están oyendo que se les manda y dice: Desde aquí comenzaréis, y llegaréis hasta allí.

Capítulo XI

Que todas las cosas creadas son mudables, y sólo Dios es inmutable

16. No quieras, alma mía, hacerte vana siguiendo la vanidad, cuyo ruidoso tumulto hará ensordecer los oídos de tu corazón. Oye también al mismo Verbo eterno, que clama y te da voces para que vuelvas a él, donde está el lugar de tu quietud inalterable, en que nunca el amor se verá dejado ni despedido, si él mismo no deja y se despide primero. Atiende a la mudanza de todas las criaturas, que unas dejan de ser para que en su lugar sucedan otras, y así conste de todas sus partes sucesivamente este inferior universo. ¿Por ventura, dice el Verbo divino, yo me ausento y me mudo a alguna otra parte? Pues fija allí, alma mía, tu mansión y entrega allí cuanto tienes (pues de allí lo tienes), siquiera después de verte fatigada con   —81→   tan repetidos engaños. Vuelve a dar a la Verdad todo cuanto posees, pues de ella lo has recibido, y así lo tendrás más asegurado sin pérdida alguna; antes cobrará nuevos verdores y reflorecerá lo que esté seco y marchito, se curarán todas tus enfermedades y cuanto hayas perdido y disipado se reformará, se renovará y se volverá a unir estrechamente contigo; y en lugar de arrastrarte tras de sí todo lo caduco y hacerte bajar hacia la nada, adonde ello camina, todo será estable, firme y permanecerá contigo estando unida tú a Dios, que siempre permanece y eternamente es estable.

17. ¿Para qué, pervirtiendo el orden que debe haber entre el cuerpo y el espíritu, sigues tú a tu carne? Ella es la que convertida y reducida a buen orden te debe seguir a ti. Cuanto por medio de ella sientes y percibes, es una parte no más, y estás aún ignorante del todo que se compone de estas partes; y no obstante eso, te deleitan. Si tus sentidos corporales estuvieran dispuestos y proporcionados para sentir y percibir el todo, si para que se contentasen con parte del universo no tuvieran tan tasados los límites que juntamente se les han señalado y puesto para tu pena y castigo, tú mismo quisieras que pasara lo que existe de presente, para recibir mayor complacencia con todas las cosas juntas. Porque con uno de los sentidos del cuerpo oyes lo que hablamos, y por cierto que no quieres tú que las sílabas se paren y detengan, sino que pasen y vuelen, para que llegando las otras que se siguen puedas oírlas todas. Lo mismo sucede en todas aquellas cosas que son compuestas de partes que no existen todas a un tiempo, en las cuales más deleitaría el todo, si fuera posible sentirle o percibirle de una vez, que cada parte de por sí. Pero muchísimo mejor que estas cosas es el que las hizo todas y este mismo es nuestro Dios, que no pasa ni se aparta, ni cosa alguna hay que le suceda.

Capítulo XII

Que no es malo el amar las criaturas, con tal que en ellas amemos a Dios

18. Si te agradan los cuerpos, toma de ellos motivo para alabar a Dios, y haz que el amor que les tienes, vuelva y llegue hasta su Creador; no sea que en las cosas que te agradan a ti le desagrades tú a Él.

Si te agradan las almas, ámalas en Dios, porque aun ellas son mudables, y sólo fijas en Él tienen firmeza y estabilidad, y de otra suerte faltarían y perecerían. Ámalas, pues, en Él, y lleva contigo hacia Él cuantas pudieres, y diles: Amemos a este Señor, amemos a Éste, que hizo todas estas criaturas, y no está lejos de ellas. Porque no las hizo, y se fue, antes bien el mismo ser que les dio, le conservan estando ellas en Él.

Ve ahí donde Él está, en el alma a quien gusta la verdad. Está en lo íntimo del corazón; pero nuestro corazón se ha extraviado y alejado de Él. Pues volved a entrar en vuestro corazón, prevaricadores, y uníos estrechamente a vuestro Creador. Permaneced en Él, y seréis permanentes. Descansad en Él, y gozaréis de un verdadero descanso.  —82→  

¿Adónde vais por esos derrumbaderos escabrosos?, ¿adónde vais a parar? El bien que buscáis y amáis proviene de Él; pero ¿qué bondad hay comparada con la suya? Este bien es suave y dulce, pero justamente se volverá amargo, porque injustamente se aman dejando a Dios las criaturas que dimanan de Él.

¿Para qué insistir todavía en andar por caminos difíciles y penosos? No está el descanso en donde lo buscáis. Buscad lo que deseáis, pero sabed que no está donde lo buscáis. Buscáis la vida bienaventurada en la región de la muerte, y raro está allí, porque ¿cómo es posible que haya vida bienaventurada donde siquiera no hay vida?

19. Bajó acá nosotros el que es nuestra misma vida y tomó sobre sí nuestra muerte, y la mató con la superabundancia de su vida que esencialmente le es propia. A grandes voces clamó diciéndonos que dejando este destierro nos volvamos a Él, acompañándole hasta aquel inaccesible trono, desde donde vino a buscarnos, descendiendo primeramente al seno virginal de María Señora Nuestra, donde se desposó con la naturaleza humana, para que nuestra carne moral pudiese conseguir la inmortalidad; y de allí, como esposo que sale de su tálamo, se esforzó alegremente con ánimo gigante para correr su camino. No se retardó ni detuvo en su carrera, antes la corrió toda, clamando con sus palabras, con sus obras, con su vida, con su muerte, con su bajada al infierno y con su ascensión al cielo, que nos volvamos a Él. Y se apartó de nuestra vista para que volvamos sobre nosotros, entremos en nuestro corazón y le hallemos; pues aunque se fue, siempre está aquí con nosotros. No quiso estar largo tiempo con nosotros descubiertamente, pero no nos ha dejado. Volviose a aquella parte de donde nunca se retiró, pues desde allí creó el mundo, que fue hecho por Él, y en el mundo estaba, cuando vino al mundo a salvar a los pecadores, al cual bendice y confiesa mi alma, y Él la sana de los pecados con que le ha ofendido.

¿Hasta cuándo, hijos de los hombres, habéis de tener el corazón empedernido y pesado? ¿Es posible que aun después de haber dejado la vida a vosotros no queráis ascender y vivir con quien es la vida vuestra? Pero ¿adónde subís, cuando soberbios os levantáis para poner vuestras bocas en el cielo? Bajad para que subáis, y subid tanto que lleguéis a Dios, porque verdaderamente caísteis, subiendo contra Él.

Diles estas cosas, alma mía, para que lloren en este valle de lágrimas, y de este modo los lleves contigo a Dios: díselas movida de su divino Espíritu, ardiendo tú en el fuego de su amor y caridad.

Capítulo XIII

De dónde nace el amor

20. Todas estas cosas las ignoraba yo entonces, y amaba estas hermosuras inferiores de acá abajo, y me iba a lo profundo, diciendo a mis amigos: «¿Amamos por ventura algún objeto a no ser que sea hermoso? Pero ¿qué es ser hermoso?, ¿y en qué consiste la hermosura?, ¿qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque si no hubiera en ellas gracia y hermosura, de ninguna manera nos moverían a su amor».  —83→  

Yo advertía y veía en los mismos cuerpos que alguno de ellos era como un todo perfecto, y por eso era hermoso, y que otro, por tanto, era decente y agradable porque se acomodaba a alguna otra cosa, a la cual era muy apto y conveniente; como una parte del cuerpo es conveniente a su todo, y como el calzado al pie, y otras cosas a este modo. Esta consideración que brotó en mi alma naciendo de lo íntimo de mi corazón me obligó a escribir los libros De lo Hermoso y De lo Conveniente, que me parece fueron dos o tres. Vos, Dios mío, lo sabéis, que yo no me acuerdo, porque ni los tengo ni sé cómo se me han perdido.

Capítulo XIV

Cómo dedicó los libros De lo Hermoso y De lo Conveniente a Hierio, orador romano, y del motivo por que amaba a dicho Hierio

21. Pero ¿qué fue, oh mi Señor y mi Dios, qué fue lo que me movió a dedicar aquellos libros a Hierio, orador de la ciudad de Roma, a quien no conocía de vista, sino que le amaba por la fama de su doctrina, que era grande, y porque había oído algunos dichos suyos que me habían agradado? Y me agradaba mucho más porque agradaba a otros muchos que le alababan sobremanera, admirándose de que un hombre sirio de nación, después de haberse hecho docto en la elocuencia griega, hubiese salido tan admirable orador en la latina, además de su vastísima erudición en todas las materias concernientes al estudio de la sabiduría.

Si es alabado algún hombre, se le ama aunque esté ausente. ¿Por ventura aquel amor, saliendo de la boca del que alaba, se introduce al corazón del que oye la alabanza? No por cierto, sino que de un amante se enciende otro. De aquí nace ser amado el que es alabado, cuando se cree que las alabanzas no nacen de un corazón falaz y doloso, esto es, cuando le alaba quien le ama.

22. Así amaba yo entonces a los hombres, gobernándome por el juicio de los otros hombres: no por el vuestro, Dios mío, en el cual nadie se engaña. Pero ¿por qué este amor no era como el que se tiene al que en el circo se distingue en manejar y correr caballos, o al que en el anfiteatro sobresale en luchar con las fieras39, siendo   —84→   uno y otro famoso y celebrado por las aclamaciones del pueblo, sino que muy de otro modo, y mucho más seria y gravemente era alabado por mí y amado aquel orador, y del mismo modo que quisiera yo que me alabaran a mí? Pues es muy cierto que no quisiera yo ser alabado y amado como lo son los cómicos, aunque yo mismo los alababa y amaba; antes por el contrario, más quisiera ser eternamente ignorado y desconocido, que ser famoso y celebrado de aquel modo, y antes eligiera ser aborrecido de todos que ser amado como ellos.

¿Dónde se distribuyen estos pesos que inclinan y llevan a tan varios y diferentes amores a una misma alma? ¿Qué viene a ser lo que yo amo en otro hombre, que por otra parte lo aborrezco en mí (que si no lo aborreciera, no lo detestaría y desecharía de mí), no obstante que el otro es hombre como yo? Mengua sería el decir que al modo que se ama un buen caballo, sin que el mismo que le ama quiera ser caballo, aunque pudiera, así se ame también al comediante, porque éste es hombre, y de nuestra misma especie.

Pues ¿cómo amo en el hombre lo que aborrezco yo ser, siendo yo también hombre? Insondable, profundo es el mismo hombre, cuyos cabellos tenéis Vos, Señor, contados, sin que uno tan sólo se os escape; y si no es fácil contar sus cabellos, mucho menos las afecciones y movimientos de su corazón.

23. Mas aquel orador era tal que yo le amaba, queriendo ser como él era, en lo que andaba perdido por mi soberbia y me dejaba llevar del viento de la vanagloria, mientras que Vos ocultísimamente me gobernabais sin conocerlo yo.

¿Y de dónde sé y os confieso con tanta certidumbre que el amor que yo tenía a aquel hombre más se fundaba y nacía del amor que le tenían los que le elogiaban, que de las mismas prendas por que era celebrado? Porque si en lugar de elogiarle le hubieran vituperado aquellos mismos sujetos y refirieran aquellas mismas cosas con menosprecio y vilipendio suyo, no me hubieran movido ni excitado a amarle; no obstante que las cosas que se contaban de él eran las mismas y el sujeto también era el mismo, y sólo hubiera sido diferente el afecto de los que las referían.

Mirad, Señor, en lo que viene a caer un alma vacilante que todavía no está firme en el sólido cimiento de la verdad. Según soplaren los aires de las lenguas, afectos y opiniones de los hombres, así ella es llevada y traída, arrojada y rechazada, oscureciéndosele de tal suerte la luz, que no se ve la verdad, siendo así que la tenemos presente y delante de nosotros.

Para mí era una gran cosa que un hombre como aquél llegase a tener noticia de aquellos libros y de mis ocupaciones y estudios. Y si él los diera por buenos y los aprobara, me encendería mucho más en su amor; como al contrario si los reprobara, sería una herida mortal para un corazón tan vano como el mío y tan falto de aquella solidez que no se halla sino en Vos. 

Entretanto yo me deleitaba en repasar dentro de mi alma aquellos tratados de lo Hermoso y Conveniente, que le había dedicado y remitido, y teniéndolos muy presentes en mi memoria para contemplarlos, los admiraba a mis solas sin que ninguno me acompañase a alabarlos.

Capítulo XV

Por estar oscurecido su entendimiento con las ideas o imaginaciones corpóreas, no podía alcanzar a conocer las criaturas espirituales

24. Mas como yo, ¡oh Dios mío todopoderoso!, único autor de todas las maravillas, como yo no veía aún en el arte de vuestra sabiduría el principio y fundamento de todo aquel grande asunto, iba corriendo mi ánimo las formas corpóreas y definía lo Hermoso, distinguiéndolo de lo Conveniente, diciendo: Que aquello era lo que por sí mismo agradaba; y estotro era lo que solamente agradaba por el respeto que tenía a alguna otra cosa, lo cual confirmaba con varios ejemplos tomados de cosas corporales. Pasé de aquí a considerar la naturaleza de nuestra alma; pero la falsa opinión de que estaba preocupado acerca de las criaturas y cosas espirituales no me dejaba conocer claramente la verdad. Veníaseme a los ojos con bastante ímpetu la fuerza de la verdad; y yo apartaba mi vacilante pensamiento de todo lo incorpóreo, empleándole en considerar lineamientos, colores y cosas corpulentas y abultadas. Y no pudiendo hallar en mi alma semejantes cosas, me parecía que no me era posible ver ni conocer a mi alma.

Y como yo amase en la virtud la paz y aborreciese en el vicio la discordia, notaba en aquélla una especie de unidad, y en estotro una cierta división. Y en aquella unidad me parecía que consistía el alma racional y la naturaleza de la verdad y la del sumo bien. Y en esta división pensaba yo, desventurado de mí, que consistía no sé qué sustancia de vida irracional, y la naturaleza del sumo mal, que no solamente era sustancia, sino también verdadera vida, pero no creada por Vos, Dios mío, que habéis creado todas las cosas. A la primera la llamaba unidad, como que era un solo espíritu sin distinción de sexo; y a la segunda la llamaba cualidad, porque la subdividía en ira e intemperancia, atribuyendo a aquélla los delitos y a estotra los vicios, sin saber en esto lo que me hablaba. Porque ni sabía ni había llegado a comprender que el mal no es sustancia alguna, ni nuestra alma puede ser el bien sumo e inconmutable.

25. Así, pues, como es cierto que el cometerse unos delitos proviene de que el principio de los movimientos del alma está viciado y prorrumpe en sus acciones sin guardar orden ni moderación, y que otros delitos provienen de la inmoderada inclinación a los deleites sensuales, así también, estando viciada la parte superior y racional del hombre, suceden los errores y falsas opiniones, que afean y manchan lo mejor y más puro de su vida; y de este modo se hallaba entonces mi entendimiento, ignorando yo que mi alma tenía necesidad de ser ilustrada por otra luz superior para ser participante de la verdad, y que ella por sí misma no era la naturaleza de la verdad. Vos, Señor mío y mi Dios, sois esta luz que ilustrará mi entendimiento, y con vuestra luz se desharán sus tinieblas, pues nada   —86→   tenemos sino lo que hemos recibido y participado de vuestra plenitud. Vos sois la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, porque ni en Vos puede haber la más leve mutación ni la más instantánea oscuridad.

26. Entretanto yo me esforzaba por llegar a Vos; mas como Vos resistís a los soberbios, era repelido de Vos para que sólo percibiese las amarguras de lo que causaba mi muerte.

Porque, a la verdad, ¿qué mayor soberbia que atreverme a decir con extremada locura que yo era naturalmente lo mismo que Vos sois? Yo me conocía mudable; tanto, que deseando ser sabio, deseaba mudarme de malo en bueno; y no obstante, más quería que a Vos os tuviesen por mudable, que el que a mí me juzgasen de otra naturaleza que la que Vos tenéis.

Por eso era repelido de Vos, que resistíais al vano orgullo y engreimiento mío; me ocupaba en imaginarlo todo con formas corpóreas; y no obstante ser yo de carne, reprendía y acusaba a la carne, y mi espíritu, que andaba vagueando, no acertaba a volverse a Vos, antes iba extraviándose más y más hacia las cosas que ni tienen ser en Vos, ni en mí, ni en cuerpo alguno, y que bien lejos de ser obras que producía vuestra verdad, eran fingidas por mi vana imaginación, a semejanza de las que veía en otros cuerpos.

Como ignorante y hablador que era, decía a vuestros pequeñuelos fieles y convecinos míos, de cuya virtud y fe estaba yo muy lejos: ¿En qué consiste que yerre un alma que ha creado Dios? Y no quería que a esto se me replicase diciendo: Y Dios, ¿cómo puede errar? Más quería confesar que vuestra sustancia inconmutable erraba violentada, que el que la mía, siendo mudable, errase voluntariamente, confesando que erraba en pena y castigo suyo.

27. Tendría yo veintiséis o veintisiete años de edad cuando escribí aquellos libros, revolviendo en mi imaginación las ideas y fantasmas corporales que no cesaban de hacer ruido a los oídos de mi corazón, los que yo procuraba aplicar, ¡oh Verdad dulcísima!, y tener atentos al sonido de vuestra interior melodía, meditando en lo Hermoso y en lo Conveniente, pero deseando permanecer en esta atención para oírlos y alegrarme mucho por escuchar la voz del Esposo, no podía conseguirlo, porque las voces de mi error arrebataban hacia afuera, y con el peso de mi soberbia caía hacia lo más bajo. Porque Vos, Señor, no dabais a mi oído gozo ni alegría, ni se alegraban mis huesos, porque no eran humillados.

Capítulo XVI

Cómo entendió por sí mismo las categorías o predicamentos de Aristóteles, y los libros de las artes liberales

28. ¿Y de qué me servía que teniendo veinte años no cabales y viniendo a mis manos aquella obra de Aristóteles intitulada Las diez categorías o predicamentos (obra que el maestro de retórica que yo tuve en Cartago, y otros tenidos por doctos, citaban y alegraban con un tono enfático y misterioso, haciéndome con esto suspirar por dicha obra, como por una cosa muy excelente y divina), la leí yo a mis solas y la entendí perfectamente por mí mismo? Y habiendo   —87→   conferenciado con otros, que apenas habían podido entender dichas categorías, como ellos confesaban, no obstante que se las habían explicado maestros muy eruditos, ya de palabra, ya por medio de muchas figuras y descripciones que para explicárselas hacían en la arena, nada me pudieron añadir de nuevo sobre lo que yo por mí mismo había comprendido solamente con leerlas.

Y a la verdad, me parecieron bastante claras dichas categorías, que se reducen a tratar de las sustancias, cómo es el hombre, y de las cosas que en ellas se contienen, cómo es la figura del hombre, qué cualidades tenga, cuánta sea su estatura y cuántos pies tenga de alto, cuál sea su linaje y de quién sea hermano, en qué lugar esté, cuándo nació, si está en pie o sentado, si calzado o armado, si hace algo o si padece, y generalmente todo lo que se comprende en estos nueve géneros o predicamentos de lo que he puesto algunas cosas por modo de ejemplo, y también en el primer género de la sustancia, donde son innumerables las cosas que se contienen.

29. Pues ¿de qué me aprovechaba esto, cuando verdaderamente me dañaba? Porque juzgando yo que todo cuanto existe y tiene ser debía estar comprendido necesariamente en aquellos diez predicamentos, también a Vos, Dios mío, que sois infinitamente simplicísimo e inconmutable, os quería comprender en ellos y procuraba entenderos de tal modo, como si fuerais Vos el sujeto en que se sustentaba vuestra grandeza y vuestra hermosura, y éstas estuviesen en Vos como en sujeto, al modo que están en el cuerpo, siendo Vos mismo vuestra grandeza y vuestra hermosura; lo que no sucede en el cuerpo, que no es grande ni hermoso en cuanto es cuerpo, pues aunque fuera menos grande y menos hermoso, no por eso dejaría de ser cuerpo.

Así lo que yo imaginaba de Vos, todo era falsedad: ficciones eran de mi miseria, no verdades sólidas y correspondientes a vuestra suma felicidad. Se vio cumplido en mí lo que Vos habíais mandado, diciendo que la tierra produjese para mí cardos y espinas, y que no pudiese llegar a recibir y tomar mi propio sustento sino a costa de sudor y trabajo.

30. ¿Y de qué me servía tampoco que leyese y entendiese por mí mismo, y sin necesitar de maestro que me los explicasen, todos los libros de las artes que llaman liberales, cuantos pude haber a las manos, si me hallaba entonces delincuente esclavo de mis desordenados apetitos, y aunque me deleitaba en aquellos libros, ignoraba de dónde provenía todo lo que tenían de verdadero y cierto? Porque yo tenía las espaldas vueltas a la luz y el rostro a las cosas donde la misma luz reverberaba, y así mi rostro, que miraba los objetos iluminados, se quedaba sin ser iluminado él mismo.

Bien sabéis, Señor, Dios mío, que sin dificultad y sin que hombre alguno me enseñase, entendí cuanto andaba escrito de retórica, de lógica, de geometría, de música y aritmética, porque la prontitud en el entender y la agudeza en el discernir son dádiva especial vuestra, aunque yo no os ofrecía por ello sacrificio de alabanzas. Y así no me servía de mi ingenio tanto para mi provecho como para mi daño, pues queriendo tener a mi disposición tan buena porción de las riquezas de mi alma y usar de ellas a mi arbitrio, no refería ni ordenaba a Vos aquel talento y fortaleza mía: antes apartándome de Vos, me   —88→   fui, como el hijo pródigo, a una remota región a malgastar aquella hacienda mía en tan indignos empleos como me han dictado mis pasiones y apetitos. Porque ¿de qué me servía una cosa tan buena como los talentos que Vos me habíais dado, si yo no usaba bien de ella? Ni yo creía que aquellas artes y ciencias las aprendiesen otros con mucha dificultad, no obstante ser ingeniosos y aplicados, hasta que intenté explicárselas, y entonces conocí que el más hábil y excelente en ellas era el que menos tardaba en entenderme cuando las explicaba.

31. Mas ¿de qué me servía todo esto cuando yo juzgaba que Vos, Señor, Dios mío y verdad eterna, erais un cuerpo luminoso o infinito, y que yo era un pedazo de aquel cuerpo? ¡Extraña perversidad! Pero así era yo. No me avergüenzo, Dios mío, de confesar las misericordias que habéis obrado en mí, y de alabaros por ellas, pues no me avergoncé entonces de publicar a los hombres mis blasfemias y de ladrar contra Vos.

Pues ¿de qué me aprovechaba entonces un ingenio tan pronto para todas aquellas ciencias, y haber explicado tantos libros, y tan enredosos y dificultosos, sin que ningún hombre me enseñase a mí, ni me ayudase a entenderlos y explicarlos, si en la doctrina de la piedad y religión erraba tan feamente y con tan sacrílega torpeza? ¿O qué daño era para vuestros pequeñuelos su ingenio mucho más tardo, una vez que no se apartaban lejos de Vos, para que en el nido de vuestra iglesia estuviesen seguros hasta echar plumas y criar alas de caridad con el alimento de la sana doctrina de la fe?

¡Oh Dios y Señor nuestro, esperemos en el abrigo y protección de vuestras alas, defendednos con ellas y sobrellevadnos! Vos llevaréis a los pequeñuelos y los sustentaréis sobre vuestras alas toda su vida hasta la vejez. Porque cuando Vos sois nuestra firmeza, entonces es firmeza verdadera, y estamos verdaderamente firmes; pero cuando sólo hay firmeza nuestra, es enfermedad y flaqueza. Todo nuestro bien está en Vos siempre, y por eso el habernos apartado de Vos es habernos pervertido. Pues volvamos ya, Señor, a Vos, para que no nos acabemos de perder; vive en Vos sin defecto alguno todo nuestro bien, que sois Vos mismo, y no tememos que nos falte lugar a donde volver, por haber caído de él nosotros, pues con nuestra caída no se arruinó nuestra casa, que es vuestra eternidad misma.


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