Confesiones de San Agustín – Libro V

Confesiones de San Agustín – Libro V – Formato Audio y Texto

Confesiones de San Agustín - Libro V

El «Confesiones de San Agustín – Libro V» representa un capítulo crucial en la vida de Agustín, marcado por su continua búsqueda de la verdad y su lucha con las dudas internas que lo acompañaban en su camino hacia la conversión espiritual. Este libro es esencial para entender la evolución del pensamiento de Agustín y su transición de las creencias maniqueas a una comprensión más profunda del cristianismo.

En este libro, Agustín narra su viaje a Roma y posteriormente a Milán, donde sus encuentros con figuras intelectuales y religiosas influyentes, como el obispo Ambrosio, juegan un papel fundamental en su transformación espiritual. A través de sus experiencias en estas ciudades, Agustín se enfrenta a nuevas perspectivas filosóficas y teológicas que desafían y refinan su entendimiento de Dios y de la fe.

El «Confesiones de San Agustín – Libro 5» también destaca por su introspección y análisis de la naturaleza humana y divina. Agustín explora sus propias falencias y la lucha interna entre sus deseos terrenales y su anhelo por una vida espiritual más plena y significativa. Su narrativa es una mezcla de relato personal y reflexión teológica, ofreciendo a los lectores una visión profunda de su jornada hacia la redención y la verdad.

Este libro no solo es relevante para aquellos interesados en la religión y la filosofía, sino también para cualquier persona que busque entender las complejidades del cambio personal y la búsqueda del sentido en la vida. Al leer el «Confesiones de San Agustín – Libro 5», los lectores se embarcan en un viaje que es tanto histórico como profundamente personal, proporcionando lecciones valiosas sobre la transformación espiritual y el poder de la fe.


Confesiones de San Agustín – Libro 5

Habla del año 29 de su edad, en el cual, enseñando él retórica en Cartago y habiendo conocido la ignorancia de Fausto, que era obispo, el más célebre de los maniqueos, comenzó a desviarse de ellos. Después, en Roma fue castigado con una grave enfermedad: interrumpido por eso en la enseñanza de la retórica, pasó después a enseñarla a Milán, donde por la humanidad y sermones de San Ambrosio fue poco a poco formando menor concepto de la doctrina católica

Capítulo I

Excita a su espíritu para que alabe a Dios

1. Recibid, Señor, el sacrificio de mis Confesiones que os ofrece mi lengua, que Vos mismo habéis formado y movido para que confiese y bendiga vuestro santo nombre. Sanad todas las potencias y fuerzas de mi alma y cuerpo, para que digan y clamen: Señor, ¿quién hay semejante a Vos? Porque el que os refiere y confiesa lo que pasa en su interior, no os dice cosa alguna que no sepáis, pues por muy cerrado que esté el corazón humano, no impide que le penetren vuestros ojos; ni la dureza de los hombres puede resistir la fuerza de vuestra mano, antes bien cuando queréis, ya usando de misericordia, ya de justicia, deshacéis enteramente su dureza, ni hay criatura alguna que se esconda de vuestro calor.

Pues alábeos mi alma, Señor, de modo que os ame, y confiese a Vos vuestras misericordias, de modo que os alabe. Todas vuestras criaturas no cesan de tributaros alabanzas; los animales y demás criaturas corpóreas, ya que no os pueden alabar inmediatamente por sí mismas, os alaban por boca de los que las conocen y contemplan como hechuras vuestras, sirviendo ellas de escalones para que nuestra alma suba a descansar en Vos, estribando en estas cosas que hicisteis, para llegar a Vos, que sois el que las hizo maravillosamente, en quien tienen su seguro descanso, su propio sustento y su verdadera fortaleza.

Capítulo II

Que los pecadores no pueden huir de la presencia de Dios, y que debieran convertirse a Él

2. Por más que los hombres inicuos y perversos pretendan retirarse y huir de Vos, no pueden evitar que los vean vuestros ojos, que penetran y distinguen las más oscuras sombras. Aunque los pecadores sean feos en sí mismos, hacen que resalte más la hermosura de todo el universo. Pero ¿en qué pueden haceros daño, o en qué pueden menoscabar la pureza de vuestro imperio, que desde los altos cielos a los profundos abismos es justo y perfectísimo? ¿Y adónde se fueron cuando huyeron de vuestra presencia?, ¿adónde podrán irse que Vos no los halléis? Pero huyeron por no veros a Vos, que los estáis viendo a ellos, y ciegos vienen a tropezar con Vos, pues nunca perdéis de vista ni desamparáis cosa alguna de cuantas habéis creado. En Vos, Señor, vienen a tropezar los injustos para ser justamente castigados, habiendo huido de vuestra misericordia, tropezando en vuestra rectitud y cayendo en los rigores de vuestra justicia. No parece sino que ignoran que estáis en todas partes, por lo mismo que ningún lugar os puede cercar ni comprender, y que sólo Vos estáis siempre presente aun a aquéllos que se apartan muy lejos de Vos.

Conviértanse, pues, y vuelvan a buscaros, pues si ellos dejaron a su Creador, Vos no desamparáis a vuestras criaturas. Conque ellos se conviertan a Vos y vuelvan a buscaros, ya estáis dentro de su corazón, si se confiesan a Vos y se arrojan en vuestros brazos, y lloran en vuestro seno sus extravíos que les han sido tan trabajosos, Vos suavemente les enjugáis sus lágrimas, y esto hace que las derramen más copiosas, y que tengan gusto en derramarlas, porque Vos, Señor, y no ninguno de los hombres que son de carne y sangre, sino Vos mismo, que sois Creador y Redentor, los reparáis y consoláis.

Pues ¿dónde estaba yo cuando os buscaba? Os tenía delante de mí y, habiéndome apartado de mí mismo y estando lejos y fuera de mí, a mí mismo no me hallaba, y mucho menos a Vos.

Capítulo III

De la llegada de Fausto, maniqueo, a Cartago: su carácter y talentos; y de la ceguedad de los filósofos, que no conocieron al Creador por medio de las criaturas

3. Quiero hablar en presencia de mi Dios acerca de aquel año, que fue el veintinueve de mi edad. Ya había venido a Cartago cierto obispo de los maniqueos, que se llamaba Fausto, gran lazo del demonio, en que muchos se enredaban y caían engañados con la suavidad de sus palabras. Yo también alababa su elocuencia, pero distinguía entre el modo de decir y la verdad de las cosas que se dicen, la cual buscaba yo y deseaba aprender ansiosamente; y así más atendía a ver qué manjar de ciencia me ofrecía para mi sustento aquel Fausto, tan famoso entre ellos, que no al plato de palabras hermosas en que la proponía. Antes de verle y oírle sabia yo que tenía fama de hombre muy instruido en todas las ciencias, y docto perfectamente en las artes liberales. Y como yo había leído muchas obras de filósofos, y las conservaba en la memoria, comparaba alguna de sus doctrinas y sentencias con las grandes y largas fábulas de los maniqueos, y me parecían mucho más probables las cosas que enseñaron aquellos filósofos, cuyo ingenio y estudio bastó para averiguar muchas cosas de este mundo, aunque no llegaron a conocer al Autor de él, porque siendo Vos tan grande, miráis desde cerca a los humildes y os alejáis de los espíritus que conocéis excelsos y orgullosos. Así no os acercáis sino a los que tienen un corazón contrito, ni permitís que os hallen los sabios, aunque haya llegado a tanto su curiosidad y ciencia, que sepan el número de las estrellas del cielo y de las arenas del mar, o tengan medidas las regiones celestiales y averiguado el curso de los astros.

4. Con el entendimiento e ingenio que Vos les concedisteis investigaron todas estas cosas y hallaron la verdad en muchas de ellas; también llegaron a anunciar los eclipses del Sol y de la Luna muchos años antes que sucediesen, y en qué día y en qué hora habían de suceder, y cuánta parte de ellos se habían de eclipsar. Y les salió tan verdadero su cómputo, que sucedió del mismo modo que lo habían pronosticado. Además de esto inventaron y dejaron reglas seguras que hoy día se leen y sirven, y con ellas se pronostica en qué año, en qué mes del año, en qué día del mes, en qué hora del día y en cuánta parte de su luz se ha de eclipsar la Luna o el Sol, y vendría a suceder infaliblemente como lo han pronosticado.

Los hombres que no saben estas reglas se admiran y se pasman; los que las saben se alegran y se envanecen, y con esta impía soberbia se apartan de Vos y padecen la falta de vuestra luz, y viendo tanto antes el defecto del Sol, que es futuro, no ven su defecto, que está presente, porque no indagan piadosa y cristianamente el origen de donde les ha venido aquel ingenio capaz de hacer estas investigaciones. Dado caso que descubran y hallen que Vos sois quien les ha hecho y creado, no se entregan a Vos para que conservéis lo mismo que habéis hecho, ni sacrifican en honra vuestra lo que ellos han hecho en sí mismos, degollando en lugar de aves sus altanerías, que los elevan hasta las nubes; matando sus vanas curiosidades, que como los peces penetran los senos más ocultos del abismo; y haciendo morir a sus sensualidades y lujurias en lugar de las fieras y animales del campo, para que Vos, Dios mío, que sois un fuego consumidor, abraséis todos estos afectos y cuidados mortíferos, dándoles un nuevo ser y vida inmortal.

5. Pero ellos no dieron con el camino que lleva a este conocimiento, pues no conocieron a vuestro Verbo eterno, por el cual hicisteis las estrellas y demás criaturas que ellos cuentan y numeran, y a los mismos que las cuentan, y a los sentidos con que miran las mismas cosas que cuentan, y al entendimiento con que ajustan esta cuenta, porque no hay cuenta ni número de vuestra infinita sabiduría. Pero ese vuestro Unigénito se hizo Él mismo nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra santificación y quiso ser contado y entrar en el número de los hombres, y como tal pagó tributo al César.

No atinaron aquellos filósofos con este camino, por el cual bajasen  desde sí mismos hasta llegar a Él, y por Él mismo humanado, subiesen a conocerle creador de todo. No conocieron este camino: por eso piensan que son tan sublimes y resplandecientes como las estrellas, y esto los hizo caer precipitadamente en tierra, y su necio corazón se oscureció y quedó sin luz alguna. Ellos dicen de las criaturas muchas cosas verdaderas; pero como no buscan con veneración piadosa la verdad, que es el artífice de las criaturas, por eso no la hallan, conociendo que es el verdadero Dios, no le honran y glorifican como a Dios, ni le dan gracias por sus obras; antes se desvanecen en sus pensamientos y dicen que son sabios. Se atribuyen a sí mismos los que son dones vuestros, al mismo tiempo que con ceguedad perversa os quieren atribuir las que son obras suyas, esto es, apropiando a vuestra naturaleza mentiras y falsedades, siendo Vos la verdad por esencia, y trasladando la gloria y honra debida a un Dios incorruptible a la semejanza e imagen de los hombres corruptibles, y de las aves, de los cuadrúpedos y de las serpientes, de modo que toda vuestra verdad la truecan en mentira, dando a las criaturas la adoración y el culto en lugar de tributárselo al Creador.

6. No obstante, yo conservaba en mi memoria muchas cosas verdaderas que ellos dijeron de las criaturas y la cuenta y razón que ellos enseñaron por los números y orden de los tiempos me salía puntual y conforme a los visibles testimonios de los astros; pero comparando esto con la doctrina de Maniqueo, que sobre éstas escribió muchísimos delirios y extravagancias, no hallaba de ningún modo cómputo ni razón de los solsticios, ni de los equinoccios, ni de los eclipses de Sol y Luna, ni de otras cosas semejantes que yo había aprendido en los libros de la sabiduría de este universo. A pesar de eso se me mandaba que creyese todo aquello, lo cual no venía bien con las otras reglas y razones que tenía yo muy averiguadas por los cálculos y números, y por lo que veía con mis ojos; antes era muy diferente uno de otro.

Capítulo IV

Que sólo el conocimiento de Dios hace bienaventurados

7. ¿Por ventura, Señor, Dios de la verdad, le basta a cualquier hombre saber estas cosas para agradaros? Antes bien es infeliz el hombre que sabiéndolas todas, no os conoce a Vos; y aquél es verdaderamente dichoso que tiene conocimiento de Vos, aunque ignore todas aquellas cosas. Pero el que os conoce a Vos y también a ellas, no es más dichoso por saber aquellas cosas; el conocimiento de Vos sólo es lo que le hace dichoso y bienaventurado, si conociéndoos os honra y glorifica como a Dios, os bendice y da gracias y no se desvanece con sus pensamientos. Pues así como el que posee un árbol y os da gracias por el fruto que coge de él, aunque no sepa cuántos codos tiene de alto, ni cuánto tiene de ancho, es de mejor condición y os agrada más que el que mide y cuenta todas sus ramas, pero no le posee, ni conoce ni ama al que le crió, así el hombre fiel, cuyas son todas las riquezas del mundo, y todas las posee como si no tuviera cosa alguna, uniéndose con Vos, a quien sirven todas las cosas, aunque no sepa siquiera las vueltas de los septentriones40, es mejor sin duda alguna (y sería necedad dudarlo) que el que sabe medir los cielos, contar las estrellas y pesar los elementos, sin pensar en Vos, que ordenasteis todas las cosas con número, peso y medida.

Capítulo V

El atrevimiento con que Fausto enseñaba lo que no sabía acerca de los astros le hacía indigno de que le creyesen acerca de otras materias

8. Mas ¿quién le pedía a un maniqueo, sea el que fuere, escribir también estas cosas, sin cuya noticia se podía aprender la piedad cristiana? Pues Vos dijisteis al hombre que la piedad es la sabiduría, y aquel maniqueo pudiera muy bien ignorar estas otras cosas, pero además de que él no las sabía, atreverse a enseñarlas con mucha desvergüenza, convence de que no era capaz de conocer la piedad. Porque el profesar estas ciencias, por notorias que sean, es vanidad mundana, y sólo el confesar vuestra gloria es la piedad verdadera. Así aquel descaminado maniqueo no parece que habló tanto sobre aquella materia, sino para que, convencido de ignorar estas cosas por los que las sabían a fondo, se conociese manifiestamente el poco crédito que merecía en las demás cosas que enseñaba tocantes a su secta, y que eran mucho más oscuras y dificultosas. No quería él que le tuviesen en poco, antes intentaba persuadir con mucho ahínco que residía en él personalmente y con toda su potestad el mismo Espíritu Santo consolador de vuestros fieles y que los hace ricos de dones celestiales.

Y así habiéndose conocido claramente las muchas falsedades que decía hablando del cielo y de las estrellas, del curso del Sol y de la Luna (aunque estas cosas no pertenezcan a la doctrina de la religión), se hizo evidente su sacrílega osadía en pretender que se le diese crédito como a una persona divina, cuando decía cosas no sólo mal sabidas, sino falsas, con tan loca y soberbia vanidad.

9. Cuando oigo a algún cristiano y uno de mis hermanos en Cristo (sea el que fuere), que no sabe estas materias y que entiende una cosa por otra, miro en él con paciencia a un hombre que sigue aquella opinión; ni veo que le sea perjudicial no saber la situación y habitud de los cielos y elementos con tal que de Vos, Señor y Creador de todo, no crea algunas cosas indignas. Pero le será muy dañoso si juzga que esto pertenece a los dogmas principales de la piedad y religión, y se atreve a afirmar con pertinacia eso mismo que ignora. Es verdad que estos descuidos y flaquezas los sufre la caridad con afectos de madre en un recién convertido y principiante en la fe, hasta que este hombre crezca y llegue a ser varón perfecto, de modo que no pueda ser agitado con cualquier viento de doctrina. Mas en un hombre que de tal modo se atrevió a hacerse maestro, autor, guía y cabeza de aquéllos a quienes persuadía de dichas falsedades,  que estuviesen creyendo sus secuaces que no seguían a un hombre como quiera, sino a vuestro mismo Espíritu Santo, ¿quién sería que no juzgase que tan gran locura se debía detestar y arrojar lejos de sí, especialmente habiéndole convencido de que en muchas cosas que enseñaba había dicho falsedades y mentiras?

Sin embargo, aún no había yo averiguado de todo punto si las variedades de los días y noches, ya más largos, ya más breves, y la misma sucesión del día y de la noche, los eclipses y todo lo demás que yo había leído antes en otros libros, se podría también explicar con la doctrina de aquel maniqueo, con lo cual, si pudiera conseguirse, ya quedaría dudoso para mí si era de este o del otro modo como se había de pensar en esta materia, y entonces para deponer la duda y determinarme al asenso, antepondría su autoridad por el grande crédito de santidad que tenía.

Capítulo VI

Que Fausto era naturalmente verboso, pero ignorante de las ciencias y artes liberales

10. Casi por espacio de aquellos nueve años que yo gasté en oír las doctrinas de los maniqueos, sin poder fijar mi entendimiento en cosa alguna, estuve esperando la venida de este Fausto, con un deseo vehementísimo, porque los demás de su secta con quienes yo había tratado, y que no sabían responderme a las preguntas y objeciones que yo les hacía en estas materias, todos me prometían que vendría este Fausto, y que con su venida y comunicación todas aquellas dificultades y otras mayores que propusiese se me resolverían con facilidad y solidez.

Luego, pues, que vino experimenté que era un hombre agradable y gustoso en su conversación, y que las mismas cosas que decían ellos comúnmente, las parlaba él con mucha más gracia. Pero ¿de qué servía para mi sed hallarme con un decente copero que ministraba vasos más preciosos? Ya estaban mis oídos hartos de oír aquellas cosas que él decía y no me parecían mejores porque estaban mejor dichas, ni sólidas y verdaderas por estar más compuestas y adornadas, ni el alma del que las decía me parecía sabia porque fuese gracioso el semblante y el estilo hermoso. Aquellos que me lo habían ponderado no juzgaban bien de las cosas, pues solamente les había parecido sabio y docto porque les daba gusto oírle hablar.

También conocí otra bien diferente casta de hombres que tenían a la verdad por sospechosa y rehusaban asentir a ella sólo porque se les dijese con estilo copioso y elegante. Pero Vos, Dios mío, ya me habéis enseñado por medios bien ocultos y admirables que en esto erraban los unos y los otros; y por tanto creo que Vos erais quien me lo habíais enseñado, porque ello era verdadero, y ninguno sino Vos puede ser el Maestro de la verdad en cualquier parte y de cualquier modo que ella se descubra. Ya, pues, había aprendido de Vos que ni debía parecer y tenerse por verdadera una cosa sólo porque se decía con elegancia, ni tampoco se había de tener por falsa sólo porque se dijese con estilo desaliñado y sin adorno. Ni  por el contrario debía pensar que era verdadero lo que se decía con estilo humilde y llano, ni que era falso lo que se decía con estilo muy elevado y compuesto. Y así debía imaginar que sucedía con la ciencia y la ignorancia lo que sucede a los manjares buenos y a los malos, que así como unos y otros pueden servirse en platos preciosos o viles, así la ciencia y la necedad pueden tratarse con palabras toscas o elegantes.

11. De modo que aquella grande ansia con que yo había esperado tantos años a aquel hombre se satisfacía en parte por el gusto que causaba el oírle disputar, ya por el modo y afectos que tenía, ya por las palabras tan propias que usaba, y la facilidad con que se le ocurrían las expresiones más oportunas para ordenar sus pensamientos y sentencias. Yo confieso que me deleitaba el oírle, y le alababa y ensalzaba con otros muchos, y también mucho más que ellos; pero me era muy sensible que entre tanta gente como le estaba oyendo en público no se me permitiese el proponerle mis dudas y cómo partir los cuidados de mis dificultades confiriéndolas con él familiarmente, y alternando sus soluciones con mis dudas y mis réplicas con sus respuestas. Luego que pude lograr esto, y acompañado de mis amigos, comencé a hablarle, en ocasión y oportunidad que hacía decente nuestra disputa, alternando él y yo nuestras razones y réplicas, y le pude proponer algunas de mis dificultades, conocí inmediatamente que no tenía siquiera una tintura de las artes liberales, a excepción de la gramática, que la sabía medianamente y de un modo muy común. Mas como había leído algunas oraciones de Cicerón y unos pocos libros de Séneca, algunos pasajes de poetas, algunos libros que tendría de su secta escritos en latín limado y culto; y como por otra parte estaba ejercitando todos los días el hablar, había adquirido facilidad para explicarse en buen estilo, que él hacía ser más agradable y engañoso, gobernándolo con la destreza de su ingenio y cierta gracia que tenía natural.

¿No es así como lo cuento, Dios y Señor mío, y juez de mi conciencia? Todo mi corazón y memoria pongo delante de Vos, que entonces me gobernabais con un secreto impulso de vuestra Providencia y poníais ya delante de mis ojos mis afrentosos errores, para que los contemplase y los aborreciese.

Capítulo VII

Cómo se apartó de la secta de los maniqueos

12. Después que conocí claramente que Fausto ignoraba de todo punto aquellas ciencias en que yo juzgaba que sería él muy docto y excelente, comencé a perder las esperanzas de que él pudiese aclarar y resolver las dificultades y dudas que me tenían inquieto. Es verdad que aunque él ignorara aquellas ciencias y las resoluciones de mis dudas, pudiera saber las verdades tocantes a la piedad y religión, si no fuera maniqueo. Los libros41 de esta secta están llenos   —96→   de prolijas fábulas acerca del cielo y de las estrellas, del Sol y de la Luna, cuyas doctrinas ya conocía yo que no podría él explicármelas con la delicadeza que era necesaria y como yo quería, esto es, cotejándolas con el cálculo de los astrónomos que yo había leído en otros libros, para ver, mediante este cotejo, si eran menos fundadas las razones de dicho cálculo y número que las que se contienen en los libros de los maniqueos, o si igualmente se hallaba la razón en unos y en otros. Pero luego que le propuse estas cosas para que las considerase y resolviese, él verdaderamente procedió con tal modestia, que ni aun se atrevió a tomar sobre sí esta carga, porque conocía que no sabía nada de esto, ni tampoco se avergonzó de confesarlo. No era como otros muchos habladores, que yo había experimentado y sufrido, que intentaban enseñarme acerca de mis dudas, y todo lo que decían era nada. Éste era de corazón franco, y aunque no lo tenía recto en orden a Vos, tampoco era demasiadamente arrojado respecto de sí mismo. No era tan ignorante que no conociese su ignorancia, y así no quiso meterse temerariamente a disputar de aquellas cosas que le habían de poner en aprietos y estrechuras, de donde no pudiese salir ni volver atrás, y por esto también me agradó más. Porque la modestia de un ánimo que conoce su ignorancia y la confiesa con ingenuidad es más hermosa y amable que el conocimiento de las cosas que yo deseaba saber; y en todas las dudas y cuestiones más dificultosas y sutiles que le propuse siempre le hallé modesto del mismo modo.

13. Frustrada, pues, la esperanza que yo había tenido en la sabiduría de aquel maniqueo, y desesperando mucho más de los otros doctores de aquella secta, cuando este famoso, aplaudido de ellos, se había mostrado tan ignorante en todos los puntos que me hacían dificultad, comencé a tratar con él, por desearlo él mismo, de las ciencias que yo enseñaba a los jóvenes en Cartago, donde yo estaba siendo maestro de retórica, y yo leía y explicaba en su presencia, ya las materias que él deseaba oír, ya las que a mí me parecían acomodadas a su ingenio. Pero el conato y ahínco con que yo había determinado hacer progresos en aquella secta se acabó de todo punto, luego que acabé de conocer la poca instrucción de Fausto; no de modo que me apartase enteramente de los maniqueos, sino como quien no hallaba otra cosa mejor, determinaba contentarme por entonces con aquélla en que, fuese como fuese, ya había venido a dar, hasta ver si acaso se descubría algún otro mejor rumbo que seguir.

Así aquel Fausto, que para otros muchos había sido lazo de la muerte, fue, sin quererlo él ni saberlo, quien comenzó a aflojarme el lazo en que antes estaba yo cogido y preso. Porque vuestras manos, Dios mío, en lo oculto de vuestra providencia, no desamparaban a mi alma; al mismo tiempo mi madre os ofrecía en sacrificio por mí la sangre de su corazón en las continuas lágrimas que de día y de noche derramaba, y Vos, Señor, me favorecisteis por unos medios verdaderamente maravillosos. Sí, Dios mío, Vos lo hicisteis, porque  entonces quiere el hombre seguir vuestro camino cuando Vos mismo sois el que gobernáis sus pasos. Ni ¿quién es el que puede manejar el negocio de nuestra salvación, sino vuestra mano, que restablece las obras que ella misma hizo?

Capítulo VIII

Cómo se partió a Roma contra la voluntad de su madre

14. Vos, Señor, hicisteis que me persuadiesen el ir a Roma, y que era mejor enseñar allí lo que enseñaba en Cartago. Y no quiero dejar de confesaros lo que me movió a tomar este partido, porque en todas estas cosas se debe reconocer lo inaccesible de vuestros altísimos juicios y contemplar y alabar vuestra misericordia, tan especialmente pronta a favorecernos.

No quise, pues, ir a Roma por tener allí mayores intereses y alcanzar mayor honra y dignidad, como me lo prometían seguramente los amigos que me aconsejaban el viaje, aunque también todo esto movía entonces mi ánimo; pero la causa principal, y casi única, que me movió fue haber oído que los jóvenes que estudiaban en Roma eran más quietos y se sujetaban de tal suerte al mejor ordenado método de disciplina, que no se entrometían frecuente y desvergonzadamente en la clase o aula de otro maestro que no fuese el suyo, ni absolutamente se les permitía entrar sin su licencia. Lo contrario se acostumbraba en Cartago, donde es tan torpe y destemplada la licencia de los estudiantes, que se entran violenta y desvergonzadamente en cualquier aula y casi con un furioso descaro perturban aquel orden que cada maestro tiene establecido para el aprovechamiento de sus discípulos. Cometen con increíble insolencia muchos agravios e injurias, que debían ser castigados por las leyes, si no los patrocinara la costumbre, que los muestra ser tanto más infelices cuanto ya ejecutan como lícito lo que nunca lo será por vuestra ley eterna. Ellos juzgan que quedan sin castigo aquellos agravios que hacen, estando su castigo en la misma ceguedad con que los hacen y padeciendo ellos sin comparación mayores males que los que causan a los otros.

Pues aquellas malas costumbres que no quise yo tener cuando aprendía, me veía obligado a sufrirlas en otros cuando enseñaba, y por eso gustaba de irme a Roma, donde no había aquellos desórdenes, como me lo aseguraban todos los que lo sabían. Pero a la verdad, Vos, Señor, que sois mi esperanza y mi posesión en la tierra de los vivos, para que yo mudase de lugar y tierra (por convenir así a la salud de mi alma), por una parte me poníais estímulos en Cartago para arrancarme de allí, y por otra me proponíais atractivos en Roma para llevarme allá. Esto lo hacíais por medio de unos hombres que aman esta vida mortal, de los cuales unos ejecutaban locuras, y los otros me prometían vanidades; y Vos, Señor, para corregir mis pasos, os valíais ocultamente de su perversidad y de la mía. Porque los que perturbaban mi reposo estaban furiosamente ciegos y los que me incitaban al viaje estaban poseídos de aficiones terrenas; y yo, que en Cartago aborrecía una verdadera miseria, apetecía en Roma una felicidad falsa. 

Vos sabíais, Dios mío, por qué me convenía dejar aquella viudad y caminar a la otra; pero ni a mí me lo disteis a entender, ni tampoco a mi madre, que mi partida la sintió de muerte, y me siguió hasta la orilla del mar. Yo la engañé cuando ella me tenía asido fuertemente, precisándome o a dejar mi viaje o a llevarla en mi compañía; le hice creer, con engaño, que mi intento era solamente acompañar a un amigo, hasta que tuviese viento favorable con que hacerse a la vela. Así engañé a mi madre, y a tal madre, y me escapé, y Vos me habéis perdonado esta mentira por vuestra misericordia, y aunque estaba lleno de abominables manchas, me guardasteis de las aguas del mar hasta que llegase al agua de vuestra gracia, y lavado con ella se secasen los ríos de lágrimas que mi madre derramaba por mí todos los días, regando con ellas la tierra en que se postraba en vuestra presencia.

No obstante, rehusando ella volverse sin mí, me costó mucho trabajo persuadirla a que pasase aquella noche en una capilla dedicada a San Cipriano, que estaba cerca del puerto. Como quiera, en aquella misma noche me partí secretamente y ella se quedó orando y derramando lágrimas.

¿Y qué era, Dios mío, lo que mi madre os pedía con tan copiosas lágrimas, sino que impidieseis mi navegación? Pero Vos, providenciando mi salud con sabiduría investigable y oyendo benignamente su súplica en cuanto al punto principal de sus deseos, no cuidasteis de lo que entonces os pedía, para que algún día viese que obrabais en mi lo que ella continuamente os suplicaba.

Sopló el viento, y llenando nuestras velas, brevemente perdimos de vista la ribera en la cual mi madre a la mañana siguiente hacía extremos de dolor y clamaba a Vos con quejas y gemidos de que Vos al parecer no hacíais caso, siendo así que a mí me dejabais arrebatar de mis mundanas codicias y deseos, para que se acabasen de una vez en mí esos mis deseos y codicias, y al mismo tiempo castigabais en mi madre, con el justo azote de dolor y pena, lo que había de carnal y terreno en el amor y deseos que de mí tenía. Porque ella deseaba estar en mi presencia como otras madres en la de sus hijos, pero lo deseaba mucho más que todas; y es que no sabía los grandes gozos que le habíais Vos de dar por mi ausencia. No lo sabía, y por eso lloraba y se lamentaba tanto, siendo aquellos tormentos que padecía consecuencias tristes del castigo de Eva, pues buscaba gimiendo con dolor lo que había parido con dolor. Y finalmente, después de haberme acusado de engañoso y de cruel, volviendo a su continua ocupación de suplicaros por mí, se fue a seguir su acostumbrado método de vida, mientras yo seguía el camino de Roma.

Capítulo IX

Cómo enfermó en Roma con tan grave calentura, que le puso a peligro de la vida

15. Apenas llegué a Roma, fue mi recibimiento ser castigado con el azote de una enfermedad corporal, y me iba a los infiernos, llevando conmigo todos los pecados que había cometido contra Vos, contra mí y contra mis prójimos, que eran muchos y graves además del pecado original con que todos morimos en Adán, porque ninguno de ellos me habíais perdonado en Cristo, ni su cruz había puesto fin a las enemistades que con Vos había yo contraído por mis pecados. ¿Y cómo las había de haber deshecho y concluido, estando yo en la creencia de que era un fantasma y cuerpo aparente el que fue crucificado? Así tan verdadera era la muerte de mi alma como falsa me parecía a mí la muerte de Jesucristo; y tan verdadera era su muerte como falsa la vida de mi alma, que no lo creía. Agravándose, pues, mis calenturas, ya iba perdiendo la vida temporal y eterna, porque, ¿adónde fuera yo, si hubiese muerto entonces, sino al fuego y a los tormentos que correspondían a mis malas obras, según la verdad de vuestra providencia?

No sabía esto mi madre, pero os rogaba por mí aunque estaba ausente, y Vos, que estáis presente en todas partes, la oíais y teníais misericordia de mí, para que recobrase la salud de mi cuerpo, estando todavía mi alma delirante en su impiedad sacrílega. Porque aun estando en aquel tan gran peligro, ni siquiera deseé recibir vuestro bautismo; que mejor era yo cuando muchacho, pues se le pedí entonces a mi piadosa madre, como ya tengo referido y confesado. Yo había crecido para afrenta mía, y loco y desatinado me burlaba de aquel remedio que Vos habíais preparado para nuestras almas; pero Vos no me dejasteis morir, que hubiera sido morir dos veces, y para el corazón de mi madre tan penetrante herida, que jamás hubiera sanado de ella. Porque no puedo explicar bastantemente el tiernísimo amor que me tenía y con cuánto mayor cuidado procuraba dar a mi alma el ser y vida de la gracia, que el que tuvo para darme a luz al mundo.

16. Así no veo cómo sanaría mi madre de aquel golpe, pues mi muerte, y en tan mal estado, le hubiera traspasado sus amorosas entrañas. ¿Y dónde estarían ya tantas y tan continuas oraciones como por mí os hacía sin cesar, y que en ninguna parte dejaba de dirigir a Vos? Mas ¿por ventura, Señor, siendo Vos Dios de las misericordias, habíais de despreciar el corazón contrito y humillado de aquella viuda casta y abstinente, que hacía tantas limosnas y servía con toda sumisión a vuestros santos42, que no dejaba pasar día ninguno sin contribuir con su ofrenda para el sacrificio del altar43, y que dos veces al día, una por la mañana y otra por la tarde, venía a vuestra iglesia,  sin faltar jamás, no para ocuparse en vanas conversaciones y habladurías de viejas, sino para oír lo que Vos le hablabais en vuestros sermones por boca de vuestros ministros, y para que Vos la oyeseis a ella en sus oraciones? Pues Vos, Señor, ¿habíais de despreciar las lágrimas de una mujer como ésta, con las cuales no os pedía oro ni plata, ni otro algún bien terreno, mudable y transitorio, sino la salud del alma de su hijo? Vos, con cuya gracia era ella tan virtuosa, ¿habíais de despreciar sus oraciones y lágrimas, y le habíais de negar vuestro favor y auxilio? De ningún modo, Señor, antes bien estabais presente a sus oraciones, las oíais y hacíais lo que en ellas os pedía, pero procediendo con el orden que estaba determinado en vuestros decretos eternos. No es imaginable que la hubieseis engañado en aquellas visiones y toques interiores que de vuestra parte había recibido (de las cuales unas he contado y otras he omitido), y todas las tenía ella muy presentes y fijas en su alma, y siempre en sus oraciones os las proponía como firmas de vuestra mano que estabais obligado a cumplir. Pues por ser infinita vuestra misericordia, os dignáis de obligaros con vuestras promesas y haceros deudor de aquellos mismos a quienes perdonáis todas sus deudas.

Capítulo X

De los errores en que andaba antes de recibir la doctrina evangélica

17. Vos, Señor, me sanasteis de aquella enfermedad y sacasteis a salvo al hijo de vuestra sierva, dándome por entonces salud en el cuerpo, para darme después mejor y más segura salud en el alma. También me juntaba en Roma por aquel tiempo con aquellos engañados y engañadores maniqueos que ellos llamaban santos, pues no sólo trataba con los llamados oyentes44, de cuyo número era mi  huésped, en cuya casa había pasado mi enfermedad y convalecencia, sino también con los que llamaban electos.

Todavía estaba yo en la creencia de que no somos nosotros los que pecamos, sino que otra, no sé cuál, naturaleza pecaba en nosotros, y se deleitaba mi soberbia con imaginarme libre de toda culpa, y cuando hiciese algo malo, con no confesar que era yo quien lo había hecho, para que sanarais mi alma, pues os ofendía, antes gustaba de disculparla, echando la culpa a no sé qué otra cosa que estaba conmigo, pero que no era yo.

Mas a la verdad yo era todo aquello, y contra mí mismo me había dividido mi impiedad; y aquél era mi más incurable pecado, con el cual yo creía que no era pecador: era la iniquidad más execrable, querer más el que Vos, Dios mío todopoderoso, fueseis vencido por mí para mi perdición y daño, que el ser yo vencido por Vos para mi salud y provecho. No habíais puesto todavía guarda a mi boca, ni puerta que cerrase mis labios, para que mi corazón no se inclinase a las perversas palabras y doctrinas, con que en compañía de aquellos hombres pecadores y maniqueos disculpaba y daba por buenas las excusas en los pecados, así todavía estaba yo mezclado con sus electos45.

18. No obstante, habiendo enteramente perdido la esperanza de hacer algún progreso en aquella falsa doctrina aun en aquellos puntos en que yo había determinado perseverar, ínterin no hallase otra cosa mejor, ya los miraba y sostenía con disgusto y negligencia. Además de eso se me ofreció también el pensamiento de que aquellos filósofos que llaman académicos46, habían sido más sabios y prudentes que todos los demás, porque defendían y enseñaban que de todas las cosas debíamos dudar, y que ningún hombre podía llegar a comprender ni una sola verdad.

Ésta me parecía haber sido claramente su sentencia (y así se juzga vulgarmente), porque aún no penetraba ni entendía bien su sistema. Y no dejé de apartar a mi huésped de la demasiada confianza que conocí tenía en aquella multitud de fábulas de que están llenos los libros de los maniqueos.

Sin embargo, yo trataba más familiar y amistosamente con éstos que con los otros hombres que nunca habían seguido aquella herejía. Bien es verdad que no la defendía ya con aquella eficacia y fervor  que antes acostumbraba; pero el continuo trato con los de aquella secta (que ocultamente tenía muchos secuaces en Roma) me hacía menos diligente para buscar otro rumbo de doctrina, especialmente habiendo yo perdido la esperanza de poder hallarse la verdad en vuestra Iglesia, de donde ellos me habían apartado. Parecíame cosa torpísima el creer que Vos, soberano Señor de cielo y tierra, Creador de todas las cosas visibles e invisibles, tuvieseis figura de carne humana, que constase de miembros corporales como los nuestros y de una cantidad y extensión determinada. La causa principal y casi única que hacía que fuese mi error inevitable era que siempre que yo quería pensar en mi Dios, no acertaba a pensar ni se me representaba otra cosa que cantidades corpóreas, por estar yo persuadido de que no había cosa alguna que no fuese cuerpo.

19. De aquí nacía que también al mal le aprendía yo como una cierta sustancia corpórea, que tenía su correspondiente magnitud oscura y fea, sustancia que o era gruesa y pesada, y la llamaban tierra, o era leve y sutil como el cuerpo del aire, y la llamaban espíritu maligno, el cual imaginaban ellos que se introducía y se calaba en aquella otra sustancia llamada tierra. Y como la piedad (por corta que en mí fuese) me obligaba a creer que un Dios bueno no había de haber creado una naturaleza mala, establecía yo dos sustancias grandes y corpulentas, contrarias entre sí y entrambas infinitas, pero con la diferencia de que la mala era menor y la buena mayor. Ve aquí el principio pestilencial de donde se originaban las demás doctrinas sacrílegas, porque intentando mi alma recurrir a buscar la verdad en la doctrina católica, me hacía retroceder y desistir de mi intento la idea que yo me había formado de ella, juzgando por doctrina católica la que verdaderamente no lo era.

Me parecía más conforme a la piadosa idea que debía tener de Vos, Dios mío (cuyas misericordias usadas conmigo son motivo de eternas alabanzas), creer que por todas partes erais infinito, aunque me viese obligado a confesar que no lo erais por una sola parte, esto es, por parte de la contrariedad y competencia que teníais con la sustancia del real, que creer o imaginar que por todas partes erais finito, atribuyéndoos los miembros y figura del cuerpo humano.

También me parecía que mejor era creer que Vos no habíais creado mal alguno, que creer que habíais creado la naturaleza del mal del modo que yo lo imaginaba, pues como ignorante creía que el mal no solamente era sustancia, sino también corpórea, porque no sabía imaginar que espíritu fuese otra cosa que un cuerpo sutil que se esparcía por los espacios y lugares.

También a vuestro unigénito Hijo y nuestro Salvador, de tal modo le contemplaba haber salido de aquella masa y cuerpo lucidísimo que yo os atribuía, para que obrase nuestra salud, que no creía de Él otra cosa, sino lo que mis vanas imaginaciones podían alcanzar. Así pensaba que una tal naturaleza no podía haber nacido de la Virgen María sin mezclarse e incorporarse con la carne, y no me parecía posible que se mezclase de este modo con la carne aquel ser y naturaleza lucidísima que yo le atribuía, y que no se manchase. De suerte que rehusaba creer que Jesucristo hubiese nacido en verdadera carne humana, por no verme obligado a creer que se había manchado con la carne misma. 

Al llegar aquí, supongo que vuestro siervos y personas espirituales se reirán de mí amorosa y caritativamente, si leyeren estas mis Confesiones; pero ello es cierto que yo era tal como digo.

Capítulo XI

Cómo trató y confirió sus dudas con los católicos

20. Además de lo dicho, no juzgaba yo que podían bien defenderse aquellos lugares de vuestra Escritura, que los maniqueos reprendían e impugnaban; pero deseaba verdaderamente tener alguna ocasión de comunicarlos y conferirlos todos en particular con algún hombre muy docto y muy versado en la Sagrada Escritura, y ver cómo él los explicaba y entendía.

Porque ya me habían comenzado a mover, estando en Cartago, las razones de Helpidio, que públicamente predicó y disputó contra los maniqueos, habiendo alegado tales textos de la Sagrada Escritura, que no se podían resistir ni darles fácil respuesta, y la que dieron los maniqueos me había parecido muy endeble y flaca. Aun ésta no la manifestaban fácilmente en público, sino secretamente a nosotros los de su secta, diciéndonos que las Escrituras del Nuevo Testamento habían sido falseadas por no sé quiénes, que quisieron mezclar y unir la ley de los judíos con la fe de los cristianos. Pero ellos no probaban esto, ni nos mostraban algunos otros ejemplares, incorruptos y que estuviesen sin la mezcla que decían. Mas mi costumbre de no pensar ni imaginar sino cosas corpóreas y abultadas me tenía tan preso y poseído, que como si las tuviera sobre mí me oprimían y agobiaban las mismas corpulencias de las cosas, bajo de cuya pesadez anhelaba fatigado, sin poder salir a respirar el aire puro de vuestra verdad.

Capítulo XII

Del engaño que practicaban en Roma los discípulos con sus maestros

21. Como el venir a Roma fue para enseñar allí el arte de la retórica, lo comencé a ejecutar con toda diligencia: al principio junté en mi casa algunos estudiantes que habían tenido noticia de mí, por los cuales también se divulgó mi fama, y antes de mucho conocí que tendría que sufrir en los estudiantes de Roma muchas cosas que no había experimentado en los de África. Pues aunque me aseguraron que en Roma no se ejecutaban aquellas eversiones y burlas perjudiciales que hacían los jóvenes perdidos de Cartago, también me informaron de que allí los estudiantes, por no pagar al maestro, se conspiraban repentinamente muchos de una vez y se pasaban a estudiar con otro, faltando a su fe y palabra, y haciendo poco aprecio de la justicia por amor del dinero.

También a éstos los aborrecía mi corazón, aunque aquel odio no era muy justo y perfecto, porque acaso más aborrecía el perjuicio que de ellos se me había de seguir, que el que hiciesen aquellas injusticias, que a todos les son ilícitas.

Como quiera, ellos verdaderamente afeaban sus almas, y se divorciaban y separaban de Vos, amando unas burlas y engaños que vuelan con el tiempo, y una ganancia de lodo que no se puede coger sin ensuciarse la mano; abrazando el mundo, que huye, os despreciaban a Vos, que sois permanente, y que estáis llamando al alma que os ha dejado, y perdonáis las ofensas que os ha hecho, como vuelva y se convierta a Vos. Yo aborrezco ahora también a semejantes hombres depravados e inicuos, al paso que amo y quiero que se corrijan y enmienden, para que estimen la doctrina que aprenden más que a su dinero; y a la misma doctrina y enseñanza os antepongan a Vos, Dios mío, que sois la verdad por esencia, la abundancia de todo bien seguro y cierto, y la unión y paz castísima de las almas. Pero entonces más repugnaba yo que fuesen malos, mirando a mi interés, que deseaba que se hiciesen buenos, atendiendo a vuestro amor.

Capítulo XIII

Cómo fue enviado a Milán por catedrático de retórica, donde fue bien recibido de San Ambrosio

22. Así, con la noticia que tuve de que los magistrados de Milán habían escrito a Símaco47, prefecto de Roma, para que proveyese a aquella ciudad de un maestro de retórica, dándole también su pasaporte48 y privilegio de tomar postas, y costeándole el viaje, yo mismo solicité que se me propusiese asunto para un discurso oratorio, y oído y aprobado, me enviase allá el prefecto. Para esta pretensión me valí de los mismos que estaban embriagados con los errores maniqueos, de los cuales iba a librarme en Milán, sin saberlo ellos ni yo.

Llegué, pues, a Milán49, y fui a ver al obispo Ambrosio, fiel siervo vuestro, varón celebrado y distinguido entre los mejores del mundo, quien en sus pláticas y sermones ministraba entonces diestra y cuidadosamente a vuestro pueblo vuestra doctrina, que es para las almas aquel pan que las sustenta, aquel óleo que les da alegría y aquel vino que sobria y templadamente las embriaga. Pero Vos erais quien me conducíais y llevabais a él ignorándolo yo, para que después, sabiéndolo, me llevase y condujese él a Vos.

Aquel hombre, todo de Dios, me recibió con un agrado paternal, y todo el tiempo que estuve allí, aunque extranjero, me trató con el amor y caridad que debía esperarse de un obispo. Yo también comencé a amarle, aunque al principio le amaba, no como a doctor y maestro de la verdad (la cual no esperaba yo que se pudiese hallar en vuestra Iglesia), sino como a un hombre que me mostraba benignidad y afición.  

Yo le oía cuidadosamente cuando predicaba y enseñaba al pueblo, aunque mi intención no era la que debía ser, pues iba como a explorar su facundia y elocuencia, y a ver si era correspondiente a su fama, o si era mayor o menor de lo que se decía. Yo estaba atento y colgado de sus palabras, pero sin cuidar de las cosas que decía, antes las menospreciaba, me deleitaba con la dulzura y suavidad de sus sermones, que eran más doctos y llenos de erudición que los de Fausto, bien que no tan festivos y halagüeños por lo que toca al modo de decir; en cuanto a lo sustancial de las doctrinas y cosas que decían, no había comparación entre los dos, porque Fausto, caminando por los rodeos, engaños y falacias de los maniqueos, se apartaba de la verdad y Ambrosio, con la doctrina más sana, enseñaba la salud eterna. Pero esta salud está lejos de los pecadores, como entonces era yo, aunque me iba acercando a ella poco a poco, sin saberlo ni advertirlo.

Capítulo XIV

Cómo oyendo a San Ambrosio fue poco a poco saliendo de sus errores

23. No solicitando yo aprender lo que predicaba Ambrosio, sino oír solamente el modo con que lo decía, que era el cuidado único y vano que me había quedado, perdida ya la esperanza de que hubiese para el hombre algún camino que le condujese a Vos, juntamente con las palabras y expresiones que yo deseaba oír, entraban también en mi alma las doctrinas y las cosas de que yo no cuidaba, porque no podía separar las unas de las otras. Y abriendo mi corazón para recibir la discreción y elocuencia de estas palabras, se entraba al mismo tiempo la verdad de sus sentencias; pero esto era poco a poco y por sus grados. Porque primeramente comencé a sentir que también aquellas doctrinas podían defenderse; después ya juzgaba que positivamente se podía afirmar con fundamento la fe católica, que hasta entonces me había parecido que nada tenía que responder a los argumentos con que los maniqueos la impugnaban, y especialmente después de estar instruido en uno y otro sistema y haber visto disueltas las dificultades que me hacían algunos pasajes oscuros y enigmáticos del Antiguo Testamento, los cuales, tomados según el sonido de la letra, no los entendía bien, y daban muerte a mi alma.

Viendo, pues, declarados en sentido espiritual muchos pasajes de aquellos libros sagrados, ya me reprendía aquella preocupación en que había estado, creyendo que los libros de la Ley y de los Profetas no se podían explicar de modo que se diese satisfacción y respuesta a los que los detestaban y se burlaban de ellos. Mas no por eso me parecía que debía yo seguir el camino de la religión católica por tener ella también hombres doctos que la defendiesen, respondiendo abundantemente y con fundamento a las objeciones de los contrarios, ni tampoco creía que debía ya condenar la que hasta ahí había seguido, porque estaban iguales en cuanto a poder una y otra defenderse. Porque me parecía que la religión católica de tal suerte no era vencida, que tampoco fuese todavía vencedora.

24. Entonces me apliqué seria y eficazmente a buscar algunas razones sólidas, y documentos firmes y seguros con que poder de algún modo convencer la falsedad de la doctrina de los maniqueos.  

Que si yo hubiese podido concebir una sustancia espiritual, al instante se hubieran desbaratado todas aquellas máquinas de la doctrina maniquea, y las hubiera arrojado enteramente de la imaginación, pero no podía concebirla. No obstante, considerando cada día más y más lo que otros muchos filósofos habían dicho acerca de esta máquina del universo y de toda la naturaleza de las cosas que se perciben y tocan por los sentidos corporales, juzgaba que muchas de sus sentencias eran más probables que las de los maniqueos. Por lo cual, dudando de todas las cosas, como se dice que acostumbran los académicos, y fluctuando entre todas las sentencias, fue mi determinación que debía dejar a los maniqueos, porque una vez que me hallaba en aquel estado de duda y de incertidumbre, juzgaba que ya no debía permanecer en aquella secta, que aun en mi dictamen no era tan probable como las de otros filósofos; a los cuales rehusaba también encomendar la curación de mi alma porque no tenían ni profesaban el nombre que da la salud, que es el de Jesucristo. Y así determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que mis padres me habían alabado, hasta que descubriese alguna cosa cierta adonde pudiese dirigir la carrera de mi vida.


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Confesiones de San Agustín – Índice de Libros

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